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Una cena en el paraíso con Zizek y Marx
Si Marx, Lenin y Zizek se encontraran ahora en algún lugar del “más allá”, ¿de qué hablarían? Posiblemente no se entenderían, o se entenderían poco porque cada uno, a su modo, ha creado un mundo propio, con sus miradas y sentires, en cada una de sus épocas y con cada una de sus obras. Los tres viven (en nuestros presentes) de un modo distinto, intensamente marcado por subjetividades concretas y contextos históricos intensos. Y no es un juego de palabras y menos de conceptos abigarrados. Lo cierto es que Zizek resume ahora la complejidad de nuestra época, marcada por un conjunto de dificultades, estimulada por muchos vacíos y una carga pesada de deseos. Y por eso ni es del todo marxista ni muy leninista que digamos. Sus reivindicaciones buscan que la política tenga un sentido profundo en un universo banal. De hecho, en algunas de sus intervenciones, provocadoras y excitantes, deja en claro hasta dónde la política contiene todo lo imposible para alcanzar lo mínimo posible.
Su candidatura a la presidencia en Eslovenia, en 1990, solo fue entendida mucho tiempo después, ni siquiera por quedar en sexto lugar en un país donde pueden ocurrir fenómenos políticos que se pensaba solo podían existir en América Latina o África. Se entendió como un acto fallido para comprender mejor la política. O simplemente para dar el salto a la “razón real” de la supuesta política, aquella donde se deciden los cargos por votos, aunque la realidad siga inmovilizada y los procesos giren en torno al mismo paradigma.
Zizek no es solo un teórico que habla en escenarios y con todas las herramientas mediáticas. Me atrevo a decir que es un político que provoca y sacude procesos en escenarios políticos concretos para no asumir responsabilidades burocráticas. Desata y estimula, pero no aconseja.
Impide pensar con comodidad y hasta revela nuestras carencias. Por eso no solo es polémico y rechazado por los más adustos e inteligentes pensadores, sino que coloca el pensamiento en el lugar más incómodo para abrir otras fuentes de reflexión. Quizá, por ahora, es quien mejor se sintoniza con las “generaciones facebook” y satisface esa necesidad de espectacularidad para poder ecualizar sus ideas con el horizonte que se nos abre en cada mañana, porque nada es igual al día anterior y tampoco nada puede ser mejor que lo que vendrá. Ese político que es Zizek tiene un libro poderoso titulado En defensa de las causas perdidas. Con él desarrolla uno de los postulados persistentes que en nuestra región ha alcanzado narratividad concreta. Ni todo lo que soñaron los grandes luchadores de izquierda era malo (gracias al estalinismo pernicioso) ni tampoco al capitalismo había como maquillarlo de modo que atenuara su esencia violenta. Incluso, propone ahí una plataforma programática para devolver a los pueblos y a sus dirigentes mejores herramientas de análisis para afrontar los retos particulares de cada una de sus sociedades. Y no es que sea un tratado o manual para hacer la revolución o tomarse el poder. Al contrario, conlleva una profunda crítica al mismo accionar de la izquierda que no supo entender ni a Marx ni a Lenin y mucho menos al mismo Stalin. Pero por otro lado es un enfoque que resume todo su pensamiento para “inventar ” nuevos paradigmas, según las condiciones históricas de cada nación.
Por eso, tal vez, con este libro, como con otros referidos al desarrollo de la izquierda, en general, sería difícil interpretar o entender lo que ocurre, pero eso sería volver al mismo pecado de los marxistas pos-stalisnismo: las fórmulas no pueden ser la medida homogénea de todas las batallas, sino todo lo contrario.
Las batallas políticas, producto de conflictos sociales intensos, crean las condiciones para formular las expresiones políticas reales para la solución de problemas y/o generar procesos históricos auténticos. Si alguien, entonces, quiere mirar en Zizek a un político posiblemente encuentre en su insondable contradicción a uno y muchos al mismo tiempo: al que se propone una estrategia de poder sin miramiento alguno con las formas y las fórmulas de la política tradicional, pero también, paradójicamente, al múltiple y diverso que no advierte ni contempla sus propias contradicciones para expresar intensamente lo que observa desde una inocencia para nada real.