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Segunda mákina de guerra
Haciendo honor a su nombre y pese a ser abogado, mi tío Justo era un tipo honesto. Su despacho estaba en el centro de Ibarra, en una casona que en el día se transformaba en feria. Zaguanes, habitáculos y patios se colmaban de indios cargados de gallinas, quintales de maíz, y cucayo para aguantar la jornada. Los indios eran sus únicos clientes, de paso eran sus compadres y sus solos amigos. Soltero, ateo, vegetariano, rosacruz por correspondencia y con barba de rabino, el tío Justo era considerado algo así como el loco de la familia. Por mi parte, yo no lo veía así sino más bien como un apóstol, como un profeta de luenga barba, proveniente del nuevo o viejo testamento que a esas horas de la vida era la misma cosa.
El caso es que mi tío Justo, que siempre tuvo una equidistancia con toda la familia, siempre me tomó en cuenta como si en mí hubiese visto su futuro relevo. Una indiscutible evidencia de ello fue el hecho de que durante las vacaciones de mi penúltimo año de colegio, me contrató como amanuense de su único amanuense, el Manuelito.
Al fondo de un habitáculo abrumado de archivadores de madera apolillada y rimeros de folios atados con piola, casi convertido en polvo trabajaba el Manuelito. Flaco, cetrino, impenetrable, era una perfecta reencarnación de Kafka, incluido lo sombrío de la ropa y el tamaño de sus orejas, aunque con la mirada de Proust cuando al ritmo de su asma galopante andaba en busca del tiempo perdido. Casi no levantaba cabeza el Manuelito, ni despegaba su mirada del documento que transcribía, mientras sus dedos, salvo los pulgares, danzaban de manera perfecta y trepidante sobre el teclado.
Por mi parte, el día se me iba de comandadero en juzgados, notarías y tiendas. Solamente al final de las tardes, cuando los emponchados clientes se iban dejando un silencio que agrandaba la casona, colocaba mis dedos sobre el teclado de una Remington alta y antigua, como un menudo órgano de iglesia de puro hierro. Su teclado, en niveles, tenía algo de atril y sus teclas redondas parecían botones de mariscal. No sé cómo, el Manuelito se dio cuenta que aparte de mecanografiar documentos legales con torpeza de ciego, yo intentaba escribir otras cosas. Un viernes vespertino que salimos juntos del trabajo, abrió la boca que no la abría casi nunca y me contó una historia que, en cierto modo, se parecía a la suya. Se trataba de un amanuense en la época en la que aún no se había inventado la máquina de escribir. Aquel hombre integraba un equipo de transcriptores de textos judiciales a mano, hasta el día en que cesó de hacerlo de la manera más extraña y contundente: “Preferiría no hacerlo”, respondió a su jefe, cuando este le solicitó que cumpliera una determinada tarea. “Preferiría no hacerlo”, dijo esa vez y en adelante, y no volvió nunca más a transcribir ni escribir una sola palabra. Y más que eso, ya que al mismo tiempo decidió no moverse nunca más de su puesto.
En los fines de semana, el jefe lo encontraba, simplemente viviendo, allí, en el mismo sitio donde antes transcribía documentos a mano alzada. Tal fue el empecinamiento del hombre, que, entre impotente y turbado, el jefe optó por mudar su importante empresa con escritorios y transcriptores a otro edificio, ya que el hombre, impertérrito, continuaría allí. Lo cierto es que, para terminar el relato y empezar nuestra libresca amistad, el Manuelito me condujo a través de un tugurio hasta llegar a un falansterio de adobe, un laberinto de zaguanes, escaleras y puertas con enormes candados, infaltables en los cuentos de ogros. Espere un momento, me dijo y se disolvió en la penumbra sin darme tiempo a decirle: “Preferiría no hacerlo”. Junto a un pilar, olfateado con esmero por un esquelético perro y picoteado en los tobillos por un par de gallinas, lo esperé siglos. Hasta cuando, por fin, sin corbata y en chaleco, reapareció el Manuelito con un libro de dos mil páginas en papel biblia, que era la obra completa de Melville. Allí encontré el relato titulado Bartleby el escribiente, del que leí, caminando en la penumbra de ese viernes, su primera página. Sentí el impulso de volar a casa con el fin de leerlo estirado en mi cama, pero al pasar por la esquina del despacho y casona del tío Justo me tironeó una necesidad extraña. : bajo el haz de la lámpara de escritorio con pantalla metálica y en la imponente vieja Remington, transcribir este grandioso relato letra por letra, palabra por palabra. Dicho de otra manera, me lo fui tatuando en la mente, en las tripas, en el corazón.
Tengo que conseguir una máquina de escribir literatura, me dije, en tono de asesino flamante, necesitado de su primer arma de fuego.