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Salazar, el arquitecto
Manda el mejor precepto retórico escribir únicamente sobre lo que se ama”. Dice Alfonso Reyes, el tan Amado y tantas veces en los labios de Salazar —y en los míos—; por eso corona el liminar de este cuaderno “A pie de página” Nº 5, dedicado al poeta ecuatoriano César Dávila Andrade, el Fakir; por eso dedico estas palabras a Gustavo Salazar, el investigador de lo investigable, el arquitecto que con un ligero movimiento de sus dedos dibuja los secretos de los versos y de sus creadores para transformarlos en notas, sus fortalezas, tan importantes como la misma correspondencia clavada estratégicamente en estos cuadernos. Por eso hago mi viaje hacia atrás, donde un leve fruncimiento de los labios y un entrecerrar de los ojos me daban el aviso de que ¡ya! La nota resuelta, el asombro ante el funcionamiento de su cerebro que le dio con la forma de resolver el acertijo. A veces una foto vieja le basta, un nombre, la dedicatoria de un poema, una fecha en una carta, una complicidad enclaustrada en los renglones del remitente. A veces solo le basta un sueño.
Me siento afortunada por haber sido testigo directo del nacimiento de este cuaderno, de haber seguido su crecimiento día a día, de haber presenciado los ojos brillantes de satisfacción por cada nota resuelta y también de la preocupación que precede a cada desvelo del misterio.
Me he asomado a la ventana de su hombro y le he visto buscar en un libro y otro, y otro, durante meses, la chispa con que ha encendido esta hoguera pasionaria y he leído con él los poemas que le han emocionado especialmente, esas cartas dentadas o aquellos artículos rabiosos que nos exprimen una exclamación rotunda. Y me he asomado a su corazón para encontrarlo con sus amigos, los buenos amigos que no han dejado de apoyarlo enviándole libros, noticias, artículos y todo lo que le hiciera falta. Gracias a ellos. Salazar ya vino al mundo con las palabras de Dávila Andrade: No perdones nunca a los malandrines ni eches de tu memoria a tus amigos que te quieren. (Hay un cierto olor a Stendhal en sus pasiones). No es de extrañar que se entregue a muerte a sus amigos y desprecie a muerte las afrentas.
Lastimosamente la amistad es un espíritu que no nos asistió a nosotros, pero la admiración mutua la suplió con creces. Complicado de entender, cosas de artistas, raras configuraciones no de los astros, sino de la vida, la literatura y los malos o buenos genios. Por este motivo es preciso aclarar que quien esto escribe no es una amiga, no redacta desde el impulso vehemente y miope del corazón, sino más bien desde el respeto y la admiración que se prodiga a quien ha sabido ganárselos en cada uno de sus gestos.
Y su genio, insoportable, le llamo, antisocial, y no, no es del todo cierto, es que la mediocridad le molesta, la imbecilidad de los personajes que pretenden entrometerse entre el hombre y el artista, y desatar ese nudo que los une. Nunca podrán las larvas humanas chupar su mirada ingeniosa ni su palabra inteligente.
Para la construcción de este edificio ha hurgado en la piel de la noche de la presentación de su anterior cuaderno, yo lo sé, yo sé la culpa de esa noche que bendita sea, yo sé la fuerza de las noches y el hastío de los días, sé sus dedos casi transparentes de buscar la tierra exacta, el hierro más resistente para los pilares; el cemento mejor para alzar los pisos, uno sobre otro hasta los ochenta y cuatro; el vidrio más transparente para que la lucidez y la rabia sean advertidas fácilmente por el lector; la madera del árbol más viejo para las puertas, donde se oirá llamar a la posteridad.
La tarea del investigador no se limita a buscar datos y publicarlos con una leve nota aclaratoria, es apasionarse, y he usado esta palabra varias veces porque eso es lo que es y hace Salazar en cada uno de sus actos: pasión elevada a la velocidad de la sangre en las arterias, pasión desatada en los latidos de una correspondencia vivificante; pasión, en el levantamiento del patíbulo, al ordenar la caída de la guillotina, en los ojos vidriosos de quien ha logrado dar el tiro de gracia a su cuaderno, al coser sus miembros para hacer un Frankenstein terriblemente vivo, de una sensibilidad atronadora.
César Dávila Andrade, autor de Espacio, me has vencido, se ha levantado como una Catedral Salvaje por obra y gracia de Gustavo Salazar, y con él sus Galo René Pérez, Benjamín Carrión, Jorge Salvador Lara, su grande y extraño artista, Oswaldo Guayasamín, y tantos otros que con él hicieron su camino literario y real.
Era preciso que le dedicara este cuaderno, era preciso que se entregara a esta ilusión que sus lectores agradecemos, que nos contagiara la pasión de su trabajo para que a golpes de luz se nos llenaran los ojos de infinito.
Salazar también es recíproco, por ello toda una página dedicada a los agradecimientos. Nadie se le escapa, están todos quienes de una u otra forma contribuyeron a la construcción de este cuaderno, y hasta nuestro placer de leerlo lo agradece.
Mira su edificio y sonríe de satisfacción del reto conseguido. Salazar, el inaudito, el monseñor al que no vence el espacio ni el tiempo, ni la cuchilla de ocho filos de los días.