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Papi, de Rita Indiana: el vuelo poético para narrar la violencia

Papi, de Rita Indiana: el vuelo poético para narrar la violencia
07 de abril de 2018 - 00:00 - Ernesto Carrión

Papi es como Jason, el de Viernes 13. O como Freddy Krueger. Más como Jason que como Freddy Krueger. Cuando una menos lo espera se aparece. Yo a veces hasta oigo la musiquita de terror y me pongo muy contenta porque sé que puede ser él que viene por ahí. La musiquita es a veces mami que me dice que papi llamó y que dijo que viene a buscarme para llevarme a la playa o de compras. Yo me hago la loca segura de que no viene por ahora porque al que le van a hundir un machetazo en la cabeza no le avisan, por eso es que van tan brutos (…) Pero en lo que más se parece papi a Jason no es en que se aparece cuando una menos lo espera, sino en que vuelve siempre. Aunque lo maten. Cuando papi se fue la primera vez para los Estados Unidos con una cubana, que no quería que papi le mandara dinero a nadie, mi abuelita Cilí dijo: está muerto para mí. Y cuando papi le dijo a mami que se iba a casar de nuevo, pero no con ella, mami le dijo: te me moriste (...) Y es que además por matar a Jason no meten a nadie preso.

Así comienza Papi, novela de la dominicana Rita Indiana, una obra que desde el inicio nos somete a su propio ritmo, a la forma audaz en la que se mueve, y al exagerado y visualmente fantasioso modo de hablar de su narradora, una niña de 8 años devota de su padre, un gánster-súper macho-papi chulo que tiene un séquito de adoradores apostado en las calles de Santo Domingo como si fuese un monarca.

En un mundo donde ser original parece imposible, Papi lo es. No se parece a nada, y al mismo tiempo, el modo en que funciona la novela nos hace pensar en un realismo mágico dinamitado desde las entrañas, en una película de acción de los ochenta en la que los narcos se tomaron el mundo, y en una vertiginosa canción que mezcla el lenguaje de la calle y los referentes de la cultura pop con una realidad dominicana que exuda por todas partes su verdad caleidoscópica y subterránea.

La niña que cuenta la historia se convierte en una portavoz de la realidad de su país, aunque esté mirándolo todo desde su lugar privilegiado como la hija oficial de Papi, el narco-dictador-rey de los pobres más importante de la nación. Y cuando habla (narra) hablan por su boca absolutamente todos los personajes, así los vamos conociendo y desconociendo. Desde la primera línea entendemos que la niña está impregnando su narrativa de una superlativa imaginación que difumina cualquier objetividad (¿y qué importa?) en el relato para convertirlo en algo insólito, carnavalesco, y tan violento y sucio que su prosa se hace poesía pura. Como la que proviene de la música y que aún podemos hallar en las canciones de Eminem o Calle 13, y que mantienen un vuelo poético estimulante.

Nos están alcanzando, le digo a papi, que saca una pistola de debajo de su asiento y me la pasa diciendo: dispara, mientras baja la cabeza al nivel del guía porque nos están disparando, nos están tirando piedras, granadas, pelucas de cerámica que explotan muy cerca de la carrocería de nuestro carro que rueda haciendo cortes de pastelitos a doscientas millas por hora en el malecón. Saco un brazo y hago fuego y hago fuego y hago fuego y se oyen los gritos de las novias de papi cayendo de sus carrozas, heridas de muerte, agarrándose un pecho. Y sigo haciendo fuego con las armas que papi no deja de pasarme sin mirarme y bajando la cabeza y manejando con las rodillas y con la otra mano bajándome a mí la cabeza para que no nos maten, para que las bazookas de las hijas de la gran puta pasen de largo.

No sé si la técnica de Papi esté en su clave barroca que logra extender la mirada poliédrica de la niña (que irá creciendo) como una exageración del amor (filial en este caso) que atiborra la realidad de una fantasía deslenguada y maravillosa, pero provista también de una marginalidad incendiaria (atigrada con lo que también se hereda de Norteamérica) que apuesta por plasmar la vida de un narcotraficante, su familia, sus novias, sus hijos ilegítimos, sus fieles seguidores, sus socios y todo el infierno que viene con el poder. Quizás lo que Papi tiene es precisamente que carece de la pretensión de una técnica.

Podría denominarla como «inclasificable», lo que es un cliché para justificar su experiencia. Lo cierto es que se trata de una obra construida con un ritmo propio, con una prosa que en sus giros disimula la voluntad de la novela y exhibe la libertad de su autora; y la independencia de la voz de una niña que no se detiene ante nada, que irá narrándolo todo como quien se para sobre un cerro a vomitar nubes, casas, calles, carros, cuerpos, canciones, reflejos, balas y paraguas. La sensación final es la de un dominó eléctrico que barre con rapidez la propia mirada del lector.

A diferencia de una novela que pretende escandalizar por escandalizar, Papi saca al lector de su área de confort en algunos niveles. Uno sería el estético, pocos lectores están acostumbrados a leer una novela que huye todo el tiempo, sincopada, y a esa fuerza imaginativa llena de violencia con la que la niña va construyendo su primer andar por el mundo. Un segundo nivel sería el despliegue de una realidad dominicana-americana del submundo de los narcos, que no se distancia del modo de vida que otros narcos sudamericanos debieron tener en los ochenta y noventa. Y un tercer nivel es su lenguaje, poético, atronador.

Una novela de la Latinoamérica más profunda, y una bachata rap en la que se escucha la desintegración de la conciencia de una sociedad subyugada al dinero, que adora a sus Chulos número #1. Ojalá que el lector pueda encontrar este libro, al igual que La mucama de Omicunlé (finalista de la Bienal Mario Vargas Llosa) y Nombres y animales, también de Indiana, que producen el placer del hallazgo de algo distinto en un mundo plagado de novelas estandarizadas.

Mami y yo escribimos una carta, mami me la dicta y yo la escribo con mi letra que cada vez me sale más bonita, dice mami. Y en la carta mami y yo le pedimos a papi una televisión a colores, le pedimos que no mande más bicicletas, que lo que queremos, que lo que yo quiero, que lo que yo necesito es una televisión a colores porque a las bicis se la está comiendo el salitre (…) Y papi manda a decir que él no va a mandarle televisores a los vagos que mami mantiene. Entonces llama por teléfono y yo le digo a papi que yo quiero ver Bugs Bunny en colores y él llora del otro lado y yo lo sé porque papi tiene un jipío cuando llora y cuando cuelgo suena el timbre y abro la puerta y es Corporán de los Santos, el campeón de la televisión dominicana, con su afro, con sus siete corporettes botando confeti y serpentinas por la nariz que viene a hacerme entrega del televisor que me manda papi, en una cajota muy grande con la que me hago una casita, mientras mami y su novio miran la telenovela de las siete y media.

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