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Notas sobre la corrección narrativa de Mario Vargas LLosa

Imagen de portada de Cinco esquinas
Imagen de portada de Cinco esquinas
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Hace tiempo que no leo cosas que sé que no me van a gustar. Ese encono que sentí al comienzo de mi trayecto como crítica, esas ganas de defenestrar, de poner las cosas en su sitio, de ejercer autoridad (qué modesta y vaga es la autoridad que puede ejercer un crítico en cualquier medio, sobre todo el ecuatoriano) pasó por suerte tras un breve período. Me di cuenta de que era una manifestación de mezquindad y no de potencia.

No hago mea culpa: fue el modo que se me ocurrió para intervenir en el campo ecuatoriano, del que me sentía distanciada por mi larga estancia en Buenos Aires, y muchos nos divertimos con eso. Cuando reviso mi blog a veces me invade la vergüenza: una forma de lo extraño es leerse y no reconocerse en ni una sola de las líneas que uno ha escrito. Fantaseo con borrarlo todo, desaparecerlo, pero me falta algo, o tal vez me sobra el apego por las cosas que ya no existen.

Trato de traducir ahora la incomodidad que me produce escribir sobre algo que me disgusta. Soy, a pesar de mí misma, propensa a la indignación y a la exageración, por eso, estos años he decidio aproximarme a lo que me exalta de modo positivo, lo que me da alegría, lo que me impulsa a encontrarme con mi capacidad de autodiferenciación. Lo contrario es leer cosas horrendas o abyectas: ante ellas uno se afirma en lo que es, se reconoce, suspende cualquier búsqueda y se invade de vanidad. El ser racional que cierra todas las vías de acceso a lo desconocido: eso es leer para lo que uno es y no para habilitar la aparición de lo que uno podría, tal vez, ser.

Hay libros que solo pueden servir para que el lector/crítico sienta autocomplacencia; definirse por sustracción es una mezquindad que suele darse ante objetos que llevan a cabo una operación inversamente proporcional: saben lo que son y lo exhiben sin restos de duda, con esa facilidad que tienen algunos para afirmarse en sí mismos como sobre una roca inamovible. Evito esos libros porque son un espejo de lo que yo también puedo ser: evitarlos es un modo de preservación ética contra mi propia abyección.

Dicho esto, me rindo a la evidencia: hay libros que detesto. Autores que me irritan. Gente que cada que abre la boca me hace virar los ojos y emitir un suspiro de pereza. Me suele pasar con los ‘incorrectos políticos’ que son más bien la cúspide actual del más recalcitrante bien pensar. Son liberales de derecha, odian al movimiento de mujeres, bregan por una neutralidad que enuncian desde el privilegio (y no se dan ni cuenta); medidos, correctos (más correctos que nadie aunque se crean rebeldes en este mundo loco que ahora quiere dar voz a la subalternidad), defensores del statu quo.

Todo esto sonará para muchos muy político y muy poco literario: allá ellos. Muchos pensarán eso de que la obra y el autor son cosas diferentes, etcétera. Yo hablo de lo que me cae mal, eso me pidieron. Así que voy a poner uno de los ejemplos más grandes de esto que vengo diciendo (ya rendida otra vez al vicio de la diatriba): el peor libro que he leído en estos últimos años se llama Cinco esquinas y su autor es el nobel Mario Vargas Llosa.

Hace rato había dejado de leerlo por distanciarme de esa prosa eficiente en el peor sentido, aburrida, tan convencional que no puede generar más que estereotipos. Cinco esquinas es una suerte de thriller precario al que se le ven todas las costuras: desde el erotismo vetusto de la relación lésbica entre las esposas (son siempre las esposas, y tan tontas que es inútil tratar de imaginarles otro rol que no sea el de ponerle picante a un relato tan obvio) hasta el trasfondo histórico y político del fujimorismo y de Sendero Luminoso.

Es una novela mala de manual, sin búsqueda, sin nada que indique que este escritor es el mismo de La ciudad y los perros y Conversación en La Catedral, relatos cuya vigencia podría discutirse pero que evidentemente exploraban: ahí alguien ponía el cuerpo. En Cinco esquinas pareciera que el aceitado narrador que lleva escrita una veintena de novelas y el divulgador político de derecha se hubieran juntado en la cabeza del señor poderoso que es Vargas Llosa y le hubieran dictado un relato soso, desangelado, absolutamente burocrático. El paisaje político es caricaturesco: Vargas Llosa escribió una novela correcta para descubrir el agua tibia (incluso para una lectora ecuatoriana nada experta en política peruana) sobre Fujimori, Montesinos y Sendero Luminoso.

El mensaje, como corresponde a la ideología del nobel que impregna cada línea que escribe desde hace años, es que hay una especie de maldad en cierta gente, y que poco importa en qué estadio de la política se encuentren: desde el Estado o desde la clandestinidad, el mal es humano y existe como fenómeno ajeno a cualquier análisis. Y él siempre lo mira desde un pedestal moral. Por eso el relato piensa la política del mismo modo que a la prensa amarillista (otro descubrimiento de la novela: el amarillismo es malo) y a las mujeres.

Escribir porque sí: escritura correcta (siempre la corrección en estos incorrectos profesionales), segura de sí misma y con sus principios bien aprendidos y ejecutados. Elogio del punto muerto, de la frase bien escrita, del equilibrio, de la burocracia narrativa, del oportunismo. Sin cuerpo, sin nada. Si algo me molesta de escribir estas líneas, es que haciéndolo me siento un poco así, un poco autosatisfecha y yo, como diría uno que sí pone el cuerpo y el espíritu en la búsqueda de su propia diferencia, «lo único que quiero es no ser como vos». (I)

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