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Nocturno de Bolaño

La verdadera transgresión literaria está en la muerte.

Roberto Bolaño

 

– 1 –

 

Domingo diaperro. Las calles están vacías. Los únicos sobrevivientes son un manojo de Niños Grises que ríen en cámara lenta desde el otro lado del pegamento. Mañana es lunes todo el día. A estas horas se cumplirá una década exacta del instante en que Bolaño salió en puntillas de la vida. Se fue con las manos vacías, aparte de su tabaco eterno. Se fue legándonos el vasto reino en llamas de su obra literaria, que entre otras cosas resulta un espejo de una generación entera ; algo así como diez mil poetas cayendo sin apuro en el matadero. Se fue dejándonos el humor que al mezclarse con la melancolía nos cubre de un polen del que no nos salvará nadie. Como decir que habiéndose ido se nos quedó para siempre. Además, nos dejó, fresco, contundente, el ejemplo de su vida de poeta caminando al filo del abismo, desbrozando la realidad sin concesiones, ni siquiera ante la enfermedad y la muerte. Samurái mayor que debe tener una silla, un plato, un espejo, en el habitáculo de cada escritor, con el fin de no olvidar jamás que el verdadero samurái se prepara todos los días para la lucha contra el dragón a sabiendas de que es imposible vencerlo. Tener el valor de salir a pelear, sabiendo previamente que se va a ser derrotado: eso es la literatura, nos dejó diciendo, y así vivió y escribió y murió. Pero ahora es domingo. La ciudad está vacía. Todas las puertas están cerradas y en los muros imagino como un largo grafitti una de las frases más tristes de Bolaño, cuando venía de culminar la portentosa 2666: “Y esto es todo, amigos. Todo lo he hecho, todo lo he vivido. Si tuviera fuerzas me pondría a llorar. Se despide de ustedes, Arturo Belano”.

 

– 2 –

 

Domingo diaperro. Las calles están vacías. Hasta los Niños Grises duermen casi uno sobre otro. Mañana se cumplen 10 años de la muerte de Bolaño. Casi once de la tarde barcelonesa en la que lo ví por única vez todavía vivo. Se hallaba estampado al fondo de un corredor sin salida del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona. Chaqueta de cuero con siete trajinadas vidas, tabaco, lentes de gastado muchacho librófago, todo un Jamesdean sin moto, en una ciudad bombardeada. Lo que más recuerdo de aquella tarde es el silencio conciso, igual que un aura, igual que un círculo de tiza al que no podría atravesar ni Dios, ni tampoco Bolaño salir de él. Era la oportunidad del siglo, tanto que por un instante sentí que era capaz de encaminarme hacia él. Solamente bastaba rodear un pasamanos y dar unos veinte pasos. Hubiese sido oportuno el tener a la mano uno de sus libros para acercarme con el pretexto de un autógrafo, pero no tenía sino un rollo de fotocopias engrapadas con un poemario de ana sexton. Me sentí aliviado cuando ví que se despegaba del muro y con el teléfono en la oreja, se distanciaba rumbo al interior del CCCB.

 

Salí de allí con la sensación de estar salvándome de un aprieto y entré en el frío vespertino de las calles, con el sabor que pocas semanas antes me había dejado su novela breve y tristísima, que por poco no tiene título, Novelita Lumpen. Una novela sobre dos adolescentes que a causa de un accidente se quedan huérfanos, y a partir de entonces la realidad se quita la máscara y muestra su visaje que es la sordidez, la desolación, el desamparo. Detrás del gran teatro del Liceo, en una callejuela salpicada de bares decadentes, entré al Marseille en donde me recibió, melosa y trasnochada, la voz de Edith Piaf. Pedí un café con cognac y me senté en una mesa pegada a la ventana. No quería leer ni escribir, sino hablar con alguien. Me busqué el teléfono al tacto mientras mi vista se enredaba en la gente de la calle. Fue entonces, cuando lo vi caminando desde el fondo de la callejuela. Venía, solísimo, con el cuello de su chaqueta levantado y el tabaco humeante, por medio de los pocos transeúntes que, no sé por qué, me parecía que iban o venían sollozando. Tuve el arrebato mental de salir del bar y abordarlo, pero como sabía que de ello yo no sería capaz sentí de antemano la desazón de verlo cruzando frente a la ventana y esfumarse como había aparecido. Nada de ello ocurrió, porque no pasó frente a mi ventana, sino que entró en el estrecho Marseille y se sentó en una mesa contigua. Mientras yo bebía un segundo carajillo, Bolaño bebía una infusión de manzanilla y anotaba en una libreta lo que parecía una cadena de signos árabes o chinos.

 

Mientras Bolaño miraba la callejuela, yo, en ráfagas, lo miraba. Mientras él fumaba y bebía, yo fumaba y bebía, pero más que nada me puteaba con el alma por no tener el coraje de acercarme hacia su mesa. Eres un estúpido, me respondía, para qué acercarte, qué podrías decirle. Y buscaba frases con las cuales llegar a su mesa dignamente, pero no las hallaba. No las hallé nunca. Hasta cuando una mujer rubia y delgada, entró, se encaminó hacia Bolaño, lo besó, se quitó el abrigo y efusiva, cariñosa, habladora, se sentó a su lado. Meses después sabría que se llamaba Carmen y que sería ella, en su vestusto auto, que lo conduciría casi en coma rumbo al hospital, en donde días después lo recibiría la muerte. Pero esa tarde de invierno barcelonés, Bolaño estaba vivo, a tres metros de distancia de mi copa de cognac sin café. Un cognac que se fue calentando entre mis diez dedos y después en mi garganta, en donde aleteaba moribunda una enorme mariposa negra. Por suerte, empezó a llover y en esa lluvia pude disolverme como todo fantasma.

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