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Lectura
Mishima: esas perdidas gracias del mar
Le gustaba imaginar su corazón como una enorme ancla de hierro que resistía la corrosión del mar, y que, desdeñosa de las ostras y percebes que hostigaban los cascos de los buques, se hundía bruñida e indiferente, entre montones de vidrios rotos, peines sin dientes, tapones de botella, preservativos...
Es probable que ninguna revisión o acercamiento a la literatura japonesa —ese esmerado afluente del que provienen muchas de las obras más importantes de las letras universales(1)— pueda dejar de lado la obra de Yukio Mishima. A manera de sumario, se podría iniciar una larga lista de razones que lo ubicarían en su lugar particular, no solamente entre los grandes escritores nipones sino entre los mejores narradores de su época alrededor del mundo.
Se habla, para empezar, de aquel excepcional tratamiento de lo bello y lo oscuro, de una estética profundamente elaborada y de inagotable potencia descriptiva, del trazado fino de tramas complejas y perturbadoras; pero, además, podría añadirse —¿por qué no?— una serie de condiciones específicas tanto del Japón de Mishima (posterior a la Segunda Guerra Mundial), como del mismo autor (actor de cine, maestro de artes marciales, piloto de aviones, entre otras múltiples disciplinas que practicaba), que suman de manera indiscutible a su obra.
Por ejemplo, en un estudio comparado de las literaturas japonesa y ecuatoriana, para Abdón Ubidia sucede, en Mishima, una “respuesta neurótica, dual, ambigua, rabiosa de una globalización que empezaba ya a consumarse”(2). Un aire trágico que acontece entre la destrucción de un mundo (el japonés tradicional) y el nacimiento de uno nuevo (el del Japón modernizado por la fuerza de la guerra y la conquista occidental). La afirmación de esa idea de Nietzsche de que la guerra es una época de sueño para la cultura, de la cual el hombre emerge más fuerte, para bien y para mal(3).
Motivos narrativos como la muerte, el honor, el deseo, el vacío del mundo, el incesto, la nostalgia, la ira, la belleza, la devastación se confrontan desde voces y personajes que Mishima inventa con una potencia ante la cual, Yasunari Kawabata, su maestro, admitía que provenía de un genio que solamente nace cada 300 años.
Pero, vale la pena decirlo, es necesario reconocer el lugar de esta narrativa formando parte de un boom japonés posterior al boom latinoamericano, junto a otros genios como Tanizaki u Oé(4), que también comparten, cada cual a su manera, aquellas mismas problemáticas de su época.
De ahí que, a título personal, destinaré este artículo a una breve revisión de la novela El marino que perdió la gracia del mar (1963), lejos del empeño de abarcar o conjeturar sobre sus virtudes como novela, sino partiendo de tres momentos del relato: en la habitación de la madre, desde el barco del marino, y a través de las guaridas del grupo de niños (esos “diques secos”).
La habitación de Fusako
La luz es un rasgo en la narrativa de Yukio Mishima. Una iluminación que atraviesa descripciones, para crear lugares similares a pinturas, escenarios donde acontecen pinceladas de palabras: el aliento de un narrador que alumbra los rincones y se detiene en los detalles, casi como un montaje o una representación, pero donde se sospecha —en medio de una luminosidad perfecta— el sueño de la muerte.
El reflejo del sol en el mar —o de la luna por el sur—, desde una amplia ventana que da paso a la luz en el cuarto; un espejo ovalado con bordes que brillan “como astillas de hielo”; dos sillas; una mesa baja; un bastidor de bordados con algo similar a un pájaro; unas medias nylon sobre un canapé de damasco. El perfume de Fusako —viuda y madre de un muchacho de 13 años— en cada rincón, en el aire que circula con desasosiego. Una habitación donde la mujer, incluso en las noches menos sofocantes, se sienta frente al espejo desnuda y se mira por algunos minutos, “con los ojos vacíos, como agostados por la fiebre, y los dedos perfumados hundidos en los muslos…”. Una especie de templo —como una extensión del propio cuerpo—, el cuarto donde esta mujer, que es madre, es viuda y es joven, pareciera refugiarse del mundo externo. Y en un rincón de este templo, detrás del ropero y casi imperceptible, una mínima apertura que da al cuarto contiguo donde el hijo ha descubierto, dentro de un armario, el ángulo desde donde espiar a la madre por ese agujero.
Pero, además, entre la mirada escondida del niño y el siseo de la faja de Fusako al desnudarse —“a la altura del pecho, como si una lámpara la iluminara desde dentro […] una blancura cálida y carnosa”—, la espalda almizclada, asoma la silueta de un marino de hombros anchos y cuadrados, y ojos brillantes a la luz de una lámpara…
…la conjunción de la luna con un viento febril, de la carne desnuda e instigada de un hombre y una mujer, del sudor, del perfume, de las cicatrices de una vida en el mar, de la oscura memoria de puertos de todo el mundo, de una abertura estrecha, exenta de aire del corazón de hierro de un chiquillo…
La partida del vapor Rakuyo
Al final de esta escena puede verse al marino desde la popa del Rakuyo, ocupado en sus labores apenas la nave ha soltado las amarras. Desde el muelle, se alcanza a distinguir el brillo de una trencilla dorada en la gorra del marino. Fusako y su hijo lo observan mientras el barco se aleja sobre las aguas. Suenan las sirenas y queda atrás una blanca cola de humo. La promesa de escribirse. El término del verano y del encuentro entre la mujer y el marino. Ambos, sin mucho que decirse debajo de un parasol de mango de plata; mientras que el hijo de Fusako, aparentemente despreocupado, cuida y guarda para sí la belleza de una despedida.
Riuyi, el marino que elige su profesión por antipatía a la suerte de los hombres en la tierra, indiferente a las cosas de un mundo fatuo, aplastante; un sujeto hecho de vientos marinos y estrellas abalanzadas en la noche; un navegante que se supone destinado a la gloria de derrumbar el mundo, ansiando que estalle una tormenta en las tierras del hombre que no es “lo suficientemente diminuto ni gigante para vencer a nada”.
“Un hombre encuentra a la mujer perfecta sólo una vez en la vida, y la muerte siempre sale al paso”. Mishima se acerca, en realidad, a otro motivo propio de su obra: un sentido de no pertenencia, el rechazo del mundo por la gran causa, “que es otro de los nombres del sol tropical”. Riuyi, el marino, resulta un héroe a fuerza de la distancia que lo separa de aquel universo hecho por los hombres en tierra, donde, “en el oscuro delirio de las cosas había algo directamente ligado a la muerte”.
El mar, “la cima de la virilidad”, el sitio fuera de alcance de la gloria y de la muerte, donde se contorsiona el oscuro oleaje del océano con la altísima luz del borde de las nubes. O quedarse junto a la mujer “y renunciar a tan luminosa libertad”.
Desde la más oscura noche de los tiempos, las mujeres de toda casta habían dicho estas palabras a marinos en todos los puertos. Palabras de dócil aceptación de la autoridad del horizonte, de atolondrado homenaje a aquella misteriosa frontera azul. Palabras que, aun en las mujeres más altivas, jamás dejaban de expresar la tristeza, las vanas esperanzas, la libertad de la ramera.
Los diques secos
Noboru, el niño de 13 años, y su grupo de amigos, como es por demás usual a esa edad, ocupa la mayor parte de su tiempo vagando por la ciudad, entrando y saltando cualquier verja, construyendo guaridas donde pasar las tardes a salvo del sol.
Los niños, apenas salidos de la niñez, como Alicia o Peter Pan, intuyen el error, la maldad del mundo adulto. Estos niños japoneses crecen mirando a los adultos convertir en un basurero al universo. Así lo piensan: “Lo peor que pueda existir sobre la capa del mundo: un padre”. Es decir, quien afirma _—con la decisión de tener un hijo— ese mundo caótico y agreste de los adultos.
Pero mientras Alicia cae en un agujero y Peter Pan vuela a Nunca Jamás, Noboru y sus amigos deambulan por la ciudad, cerca del parque o el muelle, planeando su gloria, y después de un refrigerio, se disponen a la cacería de un gato. Encuentran al animal que constituye una prueba para ellos, una posibilidad de escape o de solucionar el caos del mundo. Lo atrapan. Entonces, piedra en mano, toman su vida; con un bisturí, abren el pelaje y asoma la carne aun tibia que poco antes fuera el recipiente de algo más; observan la labor de la muerte como un rito de purificación.
Noboru, al tiempo que seguía sus propios y soñadores pensamientos, pudo atender escrupulosamente a los detalles. Las pupilas muertas del gato eran de un púrpura moteado de blanco. La boca abierta se veía llena de sangre coagulada, con la lengua retorcida entre los colmillos. Sintió el ruido de las costillas al quebrarse bajo las hojas de las tijeras, amarillentas por la grasa. Miró atentamente cómo el jefe hurgaba en la cavidad abdominal, sacaba el pequeño pericardio y extraía de él un corazón diminuto y oval. Cuando estrujó el corazón entre los dedos, el resto de la sangre brotó a borbotones y se extendió por los guantes, enrojeciéndolos por completo…
…Noboru había soportado la ordalía de principio a fin. Ahora, su semiaturdido cerebro entrevió cómo el calor de las vísceras diseminadas, de los charcos de sangre del abdomen, hallaban su más alta perfección en el éxtasis del alma lánguida y grande del gatito muerto. El hígado, flácido junto al cadáver, se convirtió en una suave península, el corazón aplastado en un pequeño sol, los intestinos desenredados en un blanco atolón, y la sangre del vientre en las aguas templadas de un mar tropical. La muerte había transformado al pequeño animal en un mundo perfecto, autónomo.
***
La historia de un marino desgraciado que renuncia al mar… Ahora, un mar que se ausenta en la narración; ya un mar poblado de olas y paisajes pintados en el cielo; una gracia improbable en tierra. Pero también, la novela es el relato del psicoanálisis, claro, que atraviesa el mito de un pequeño Edipo moderno.
Hay en Mishima una manera de disponer elementos narrativos casi como en una pieza de teatro, donde prima la ubicación de elementos —una manifiesta representación en la que la historia asoma cargada de signos—, cuidadosamente seleccionados, bellamente adjetivados, lóbregos y trágicos.
Se dice de Mishima que su filosofía manifiesta un pensamiento fascista, imperial, conservador y tradicional. Pero aquellos monstruos que surgen de su visión del mundo (llamarlos monstruos no es más que una convención) anhelan recomponer algo. Así, es inevitable que un anhelo heroico mueva los hilos, maneje las razones de estos monstruos hermosos, retratados con el filo luminoso de una espada.
Notas
1. Basta tener en cuenta que son las primeras novelas —como género– de la literatura universal, escritas en el s. X, El libro de Almohada y El romance de Genji.
2. Ubidia, Abdón. Japón y Ecuador en la Literatura. Ensayo, 2009.
3. Nietzche, Friedrich. Humano demasiado humano. Madrid, Mestas, 2007.
4. Cfr. Ubidia, 2009.