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Marilyn en el Caribe: Una nouvelle como la mirilla de una puerta

Detalle de tapa de Marilyn en el Caribe, una mirada histórica, pero -sobre todo- literaria, a la rubia más famosa de Hollywood.
Detalle de tapa de Marilyn en el Caribe, una mirada histórica, pero -sobre todo- literaria, a la rubia más famosa de Hollywood.
27 de julio de 2015 - 00:00 - Mónica Ojeda. Escritora y docente

No existe buena prosa que se escape de la fuerza extensiva de la poesía. Si comprendemos la literatura como un arte que -a partir del lenguaje- anuncia o propone un mundo, entonces las delimitaciones entre lo poético y lo prosaico resultan más bien formales. Después de todo, el efecto que producen una buena novela y un buen poema es precisamente el mismo: la apertura del sentido, la ampliación del espacio, la resignificación, la redescripción. Entiendo la literatura, entonces, como una ventana hacia la mirada de un sujeto, o hacia la voz -como solemos llamarla desde los estudios literarios- que nos permite atisbar un pensamiento ‘otro’ sobre las cosas. Marilyn en el Caribe, la última novela de Raúl Vallejo, maneja una narrativa que -más que una ventana- se me parece a la mirilla de una puerta por la que los lectores somos capaces de intuir todo lo que está más allá de los márgenes.

Una mirilla nos obliga a cerrar un ojo y a mirar de una forma diferente, con insistencia: nos invita a buscar algo en un ‘afuera’. En la novela de Raúl, el afuera es un personaje histórico, Marilyn Monroe, cuya vida -metonímicamente- se convierte en el paisaje de una época. En torno a ella se teje una observación de búsqueda reflexiva que construye no solo a dicho personaje, sino a todos los demás. Así, Raúl borronea los límites imaginarios entre lo privado y lo público y nos lleva, a través de la voz de un viejo jardinero estadounidense residente en Cuba, a pensar en los efectos de la política y del poder sobre las personas.

Con una prosa libre de preciosismos, al servicio de la narración, y con la inteligente capacidad de llevar a los lectores más allá de lo narrado, Marilyn en el Caribe consigue, en sus pocas páginas, presentarnos una historia que aborda el amor, el espionaje, los crímenes de guerra, los estereotipos femeninos y de la cultura del entretenimiento, la política -tanto la de la Guerra Fría como la de nuestros días- y la vejez.

John Greene, el jardinero protagonista, posee el diario de Marilyn Monroe, un objeto que venera y que lee con la intención de comprender a esa mujer que ya nunca conocerá. Sin embargo, a través de las palabras de Marilyn, Greene es capaz de revivirla y de ver en el destino de la rubia más famosa de Hollywood el resumen de toda la violencia y la crueldad de uno de los períodos más tensos del siglo XX.

“El poder es una maquinaria que devora la belleza”, dice un personaje en el capítulo final, como resumiendo uno de los sentidos que propone la novela. Pero a pesar de Marilyn, John F. Kennedy, la Guerra Fría y los roces entre Estados Unidos y Cuba, no estamos hablando de un texto histórico, sino de un ensayo de la mirada, una literatura que piensa el pasado y el presente estableciendo nexos entre una diosa norteamericana y una diosa cubana, entre Kennedy y Berlusconi, entre el espionaje de la Crisis de los Misiles y el de nuestros días con WikiLeaks y Julian Assange. Y, a pesar de todo esto, el centro de la mirada que ensaya se posa en dos mujeres -una norteamericana y otra cubana una muerta y otra viva-, ambas víctimas de sociedades muy distintas en las que son utilizadas como mercancías y, simultáneamente, mujeres empoderadas a través de sus cuerpos y de su sexualidad.

El escenario de espejos que Marilyn en el Caribe plantea para sus lectores a partir de estas dos mujeres que, de alguna forma, han marcado la vida del jardinero Greene, es otra articulación de sentido que el autor teje para extender la mirada fuera de los márgenes de lo narrado.

Una de las decisiones que más celebro de Raúl en esta nouvelle es la inclusión de partes del diario de Marilyn como textos intercalados que tienen varios efectos en la lectura: el primero es el de hacernos sentir igual que ese jardinero que busca entre los intersticios de las palabras un acercamiento imposible; el segundo, el contraste entre la sobriedad de la tercera persona que narra casi todos los capítulos y la potencia de la primera persona interrumpiendo en los momentos más oportunos: esa interrupción es carne, es sujeto deseante, es verbo; y el tercero, la sensación de fragmentariedad que nos recuerda, a su vez, que jamás podremos acceder realmente al pensamiento de Marilyn, que la escritura es un intento siempre fracasado de decir un yo que va transformándose en la escritura misma: que -como el jardinero Greene- tendremos que conformarnos con atisbar algo desde una aparente cercanía, algo que nos permita imaginar una subjetividad que nos es ajena.

En ese sentido estamos frente a una novela en la que lo anecdótico sugiere múltiples posibilidades relacionales e interpretativas. Los personajes son complejos y están llenos de opacidades, se nos escapan y -a la vez- nos permiten asir algo así como una miniatura de ellos, un perfil, una dimensión que es humana por su misterio y que acontece como un atisbo de subjetividad conmovedora.

Marilyn en el Caribe consigue crear un mundo que se extiende, una mirada que nos invita y nos impulsa a un espacio que está fuera de sí misma; es decir, es una novela corta que se alarga en el lector, y esa actividad prolongada, rítmica y sugerente es la literatura.

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