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El alero de las palomas sucias
Lunes de pabellón B
1.
Soñé que tenía cuarenta años y lloraba sin consuelo. Después me mojaba la cabeza en una de las duchas de El Rocío, los baños calientes de la Vicentina Baja. El humo del gigantesco fogón y el vapor del agua, más la desesperación de la gente que se bañaba sin quitarse la ropa, daba una atmósfera de cámara de gas. Empapado y descalzo, salía a la calle y me iba caminando hacia abajo, hacia el redondel donde fue encontrado el cuerpo hinchado del Juanfran, cosa que sí sucedió en la realidad. Después ya no lloraba y más bien tenía angustia. El redondel se había convertido en una calle polvorienta y desolada o, mejor dicho, en una carretera angosta llena de baches y que a los dos lados tenía abismo. Iba en una moto, en el asiento de atrás y llevaba un casco de buzo que era demasiado estrecho. Me apretaba la cara y el cuello y veía todo nuboso. Lo que más quería saber era a quién pertenecía el cuerpo desnudo que iba manejando. Un cuerpo helado y cubierto de grasa al que yo no quería apretarme pese al riesgo de salir disparado por los aires. Fue en una curva que la moto dio un brinco espectacular. No caí pero el casco con mi cabeza dentro salió disparado por los aires antes de estrellarse contra el empedrado. No sentí ningún dolor, aunque la sensación de ahogo dentro del bocalera insoportable. La última imagen fue la moto, a mil, atravesando un puente. En ella iba mi cuerpo decapitado atenazado a ese otro cuerpo que, recién pude ver, era el de mi tío Alejo.
2.
Las sirenas de las ambulancias que el amanecer de los lunes se cuatriplican, me despertaron, aunque necesité largos segundos para que la cabeza se me pegue debidamente en el gaznate y mi cuerpo cese de dar botes en la cama. Sueño de lunes, le dije a Sísifo, mi gato gladiador, el único felino que no escastrati en este mundo de béton, orden y espanto.
El lunes es un virus que contagia todo lo que tocamos hasta en sueños. Todo se enlunece, desde que nos ocurre el cordón umbilical hasta que nos caen en la cara las paladas de tierra que suenan como nuestros últimos latidos. Como las pisadas del perro celestial. En la época que la patria estuvo a punto de quedar como casona desocupada, nuestros migrantes en España solían andar enfiestados, ebrios, casi triunfantes, durante el fin de semana. La plaza de Cataluña, el parque El Retiro, el contorno de sus guetos, parecían territorios conquistados, hasta que el domingo vespertino sacaba las zarpas del lunes y todos eran tragados por la tierra. Salvo aquel borrachito de domingo vespertino que encontré sentado en el andén del metro, como un niño extraviado, mojando de llanto ecuatoriano la camiseta patria.
3.
A veces tengo un dolor en la base del cráneo que me despega de la silla y del teclado y me hace repudiar la literatura. En ese caso, destapo una cerveza blanca y glacial y con aire de jubilado marinero ante un transatlántico, me clavo en el balcón a contemplar el edificio que me roba todo el horizonte, por poco el cielo. Un cubo verde-agua gigantesco, zarpullido de ventanas y doce pisos de cuatro apartamentos por piso. Si esto se multiplica por los veinticuatro transatlánticos que conforman este barrio, cuya población está hecha de estudiantes, árabes y ancianos, podemos decir que en el aire flota el pabellón B. Incluso, en el extremo izquierdo está el famoso hospital siquiátrico de Purpan, que es otra ciudadela, y en el lado derecho se despliega como un abanico blanco el Hotel de Dieu, un hermoso hospital neoclásico destinado en la actualidad a los niños enfermos y que hace un siglo hacinaba tuberculosos.
Anoche era domingo, es decir, la punta del maldito lunes que se vuelve más insoportable cuando es tormenta. Es decir, viento salvaje, de altamar, que obliga a cerrar las ventoleras y la gente se acurruca ante la televisión, para no escuchar el estruendo de los basureros entrechocándose en la calle, los recipientes plásticos convertidos en drones, los sauces doblándose y llorando sin consuelo. Aunque, lo peor resulta el empeño desquiciado y ‘ululante’ del viento, por filtrarse a través de las ranuras de puertas y ventanas, como si también él tuviera miedo de sí mismo. Los perros y los gatos, bien comidos, bien castrados y habitualmente dedicados al sueño, con el furioso viento que empuja hasta las paredes, se crispan, se ovillan quejumbrosos al pie de sus amos. Sísifo el Gladiador, también tiene los pelos de punta y por eso no ha salido a su batalla amatoria de la que siempre llega rengueante, más tuerto que de costumbre.
4.
Así como llega, la tormenta suele irse de súbito. Y viene de irse esta medianoche, dejando un vacío casi insoportable en el pabellón B. En el piso de arriba y en los dos, contiguos, se oyen toses, pasos de pantuflas, refrigeradoras o alacenas que se abren, gemidos, sollozos. Es el lunes que empieza a colar como una luz oscura en los habitáculos. Es el insomnio con el que se inician los lunes. Pero hoy es una noche especial, porque aparte de la tormenta ya superada, un muchacho árabe, costillas al aire, mentón altivo y ojos echando fuego, pasa y repasa por esta calle gritando de dolor en el alma y con un bate rompiendo parabrisas. El pabellón B entero, salta de la cama, abre las ventoleras y se adhiere a las ventanas para vivir esa pesadilla colectiva: un ángel exterminador con las alas en llamas buscando la salida del infierno. Los dueños de los autos rotos gritan maldiciones sin mostrar la cara y llaman a la policía. La policía llega con sus sirenas y corta de un tajo las alas del ángel. Cunde el silencio, las pisadas, la tos, la sed, los cigarrillos, la tristeza de los cuerpos amándose como si todo fuera demasiado tarde. El lunes, trepa con sus reptiles en las camas.