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Louis Ferdinand Celine: lecciones de abismo

Louis Ferdinand Celine: lecciones de abismo
30 de junio de 2014 - 00:00 - Marcelo Recalde, Catedrático y escritor

El señor Celine es un plagiador de los graffitis que leemos en los baños públicos.

 

Bagatelas para una masacre

 

Atrás muy atrás; al fondo muy al fondo; flotando o sumergido, pero nunca en tierra firme, se encuentra Louis Ferdinand Celine: el traidor, el delator, la ‘amenaza nacional’ de los franceses; el judas de su literatura.

Lo imagino, a pesar de todo esto, es decir a pesar de la cárcel, el desprecio, la persecución e incomprensión de sus contemporáneos, esbozando una sonrisa amarga de resignación ante este peculiar drama que lo rodeó. En el fondo, Celine sabía que ese era su destino (pues escribir es un destino) y que no quedaba sino sentarse a ejecutar esa especie de don maldito que es la escritura.

Para el Doctor Louis Ferdinand Auguste Destouches —nombre original de Celine— la literatura no fue sino un gran dolor de cabeza. Si juntamos los números y hacemos la suma exacta, la literatura le queda debiendo. Y, sin embargo, tenemos a un hombre, un médico, obstinado en escribir —en una prosa verbosa y furibunda— lo que piensa y cree de la vida; un hombre empecinado en publicar libros que una gran mayoría censurarán y despreciarán; un hombre que no se calla a pesar de los inconvenientes políticos y legales que esta oscura ocupación y sus palabras le traen.

No olvidemos que el escritor francés, aunque pudo sacar muchas ventajas -como casi todos harían, como casi todos hacen- del éxito social de su primera y mejor novela, Viaje al fin de la noche (1932), no lo hizo. Por el contrario, parece que existiera en él un cierto gusto en autosabotearse, un empecinamiento especial en ir en contra de lo que conviene y de todas aquellas personas que lo empiezan a admirar y a alabar por la revolucionaria obra que ha escrito.

Le gusta decepcionar. Hay en él cierta fruición espiritual, cierta convicción y placer en demostrar que no hay grandes causas ni grandes hombres, y que ni su propia obra vale mucho ni sirve para fines tan nobles. La vida le ha dado lecciones de cinismo; la vida, su vida, le ha mostrado el lado vil y despreciable de la condición humana. En el mundo, en el que vivió, si es que es posible vivir en otro, adquirió conciencia de que la gran mayoría de veces triunfan los peores canallas y —como lo demostró en su obra Semmelweis— caen derrotados, o van para el manicomio, los hombres nobles. Pues bien, la vida que exploró siempre hasta el límite, le enseñó verdades que configuraron en él ese carácter de mala leche, de escéptico y descreído de todo.

Por ello, no ha de extrañarnos que luego de que un grupo de intelectuales franceses, entre ellos Aragon, lo llevaran en 1936 a Moscú, para ganárselo al socialismo, nuestro autor escribiría a su regreso del viaje Mea culpa, una diatriba violenta en contra de la URSS, país al que supuestamente su novela debía servir de insignia (así de desagradecido, así de honesto era el caballero Destouches).

Ya el agudo Leon Trotsky había advertido que Celine “podía ser un gran escritor, pero jamás sería un socialista, porque en él no existía la esperanza”.

Verdad inobjetable, será precisamente esta constatación —su desesperanza— la pulpa de donde surgirá el jugo amargo de la clave para entenderlo. Decepcionado de los grandes ideales humanistas, su indiferencia ante el sentido y propósito de los actos humanos, su relativismo frente a las elecciones ideológico-políticas que el compromiso moral obliga a tomar, su fascinación por el mal y la muerte son raíces de una actitud cínica que —sobre todo en su vida política— lo emparentarán con ese otro gran pesimista de todos los tiempos: Schopenhauer.

En este sentido, Celine sería un ‘anti-Sartre’ o, para ser más precisos, Celine superaría a Sartre en su pesimismo, pues mientras el filósofo existencialista opone el compromiso y la libertad ante la absurdidad de la vida, Celine opone el cinismo, a rajatabla, ante un mundo que se le presenta como una broma macabra.

Pocos críticos han visto en el cinismo al que nos referimos la clave que explicaría de forma más profunda la relación entre el artista y el moralista, entre el escritor de novelas de una intensidad y profundidad inéditas, con el escritor de esos manifiestos políticos que incentivaban el exterminio de los judíos.

Será, pues, necesario que se realice este ejercicio y que a la luz de ciertos datos biográficos (en una primera parte) y la interpretación de su novela más emblemática, Viaje al fin de la noche (en una segunda entrega), nos acerquemos a este enfermo de lucidez que se erigió como el radar de una época, como el lector y descriptor más preciso del tormentoso corazón de la gente de entreguerras.

El desencanto

“Ninguna vida es fácil”, le gustaba repetir a Camus. Celine nació en un apartado barrio parisino (Courbevoie), el 27 de mayo de 1894. Se crió en un ambiente que se parece menos a un claro sueño que a una confusa pesadilla. Cada uno tiene su porción de destino y el de Celine es un pantano. Jamás este autor conocerá el piso firme de una condición social sólida en la que los valores suelen ser estables. Su vida es un caminar por una cuerda floja, es un vivir al límite y en los confines de una clase social que se aferra a no desaparecer: pequeños burgueses; artesanos que están siendo relegados y casi empujados hacia la pobreza por la rápida industrialización de principios de siglo XX.

En medio de todo este ambiente de valores desmoronándose, está la familia Destouches. Su padre, empleado de una compañía de seguros, ama el dibujo pero vive amargado por esa vida que lleva y lo aleja de sus sueños; su madre, una costurera que ha heredado de su progenitora un pequeño local donde se venden encajes, ve el fracaso de su negocio.

Es en este mundo de despechados y de decepcionados, en el que el pequeño Ferdinand empieza, con una aguzada visión y sensibilidad, a observar y comprender cómo son y se comportan los humanos. Día a día, en el negocio de la madre o junto al padre, los grotescos seres, hipócritas y resentidos, de esta clase social a la que nos hemos referido (desempleados, jubilados, burgueses empobrecidos que habitan las periferias de París) desfilan ante sus ojos como muestra del fracaso de una época. Este será el principal aprendizaje de su infancia, estas sus “primeras verdades”, como las llamaba Bergson.

Y, no obstante, en medio de ese teatro de monstruos en el que le tocó vivir, tenemos al artista; al muchacho de oído fino que encuentra en todas esas palabras el ritmo y la música de esas desgracias; al sinfonista de cañerías que recoge los matices más precisos del lenguaje y la expresión popular.

No ha de resultar extraño que Louis Ferdinand sea, años después, el primer escritor francés de su generación que se distancie de la actitud y la postura convencional de sus contemporáneos (aferrados al uso del acartonado francés oficial y académico) y se obstine en el uso de ese francés coloquial, nervioso y chapucero que usará en sus novelas. Este lenguaje desenmascarado e histérico (sus famosos puntos seguidos, el uso abundante de signos de exclamación) fue el mejor, y yo diría único, vehículo posible para expresar el drama de una época. Arraigado en la cultura popular de los barrios parisinos, este lenguaje —en manos de Celine— adquirió ecos universales.

El desertor

Mentir, follar, morir.

Viaje al final de la noche

 

Un hombre ha vivido. Alguna vez este hombre fue honesto, fue un soñador, tuvo ilusiones. A todo lugar que iba llevó su corazón en bandolera. Pues bien, el mundo cogió ese corazón y lo estrujó y lo pisoteó en su cara. El mundo tomó sus sueños y los mandó por el piso. Luego, este hombre fue un escéptico, sí. Este hombre fue incrédulo. Este hombre desconfió y supo de las verdaderas intenciones del corazón humano. El destino quiso que viera la historia del mundo desde primera fila, desde el asiento de los derrotados. Su infancia y adolescencia fueron un par de bofetadas del destino. El destino es un bribón y no se cansa de dar pruebas que nieguen esto; tampoco se cuida de darle un golpe de gracia: el destino le da una guerra.

En 1912, a los 18 años, Louis Ferdinand Destouches tomó una decisión que marcó toda su vida: se enlistó en el ejército francés; dos años después, en Europa estalló la Primera Guerra Mundial. La brutal música de su infancia y adolescencia, marcada por el furibundo argot del resentimiento del mundo popular francés, cedió la batuta al violento y asesino sonido de las bombas.

Sin embargo, al poco tiempo de vivir la guerra, el escritor francés, harto de falso patrioterismo, asume la conciencia de lo absurdo de esta lucha y está decidido a desertar. Justo cuando decide hacerlo, un obús, en el frente de Flandes, revienta junto a su cabeza dejándolo inconsciente; cuando despierta, el futuro novelista ya se encuentra en un sanatorio. Los médicos dictan su diagnóstico: incapacidad física para la guerra con graves secuelas mentales (ciertas paranoias y un zumbido que jamás desaparecerá del todo). Algunos autores, entre ellos el argentino Daniel Prieto, creen que después de este incidente el autor francés quedó algo desquiciado y responsabilizan a este detalle de la mayoría de impertinencias de su vida pública.

Valioso resulta el testimonio de una carta en que el autor se refiere a este hecho: “Uno es virgen del horror como lo es de la voluptuosidad… ¿Quién podía prever, antes de entrar verdaderamente en la guerra, el contenido de la cochina alma heroica y holgazana de los hombres? En aquel momento estaba agarrado por el engranaje de la fuga en masa hacia el asesinato común, hacia el fuego. Aquello surgía de las profundidades y había llegado”.

Fue, sin embargo, en esta etapa de su vida, la de la guerra, en la que se intensificó su obsesión por la muerte y la insignificancia de la vida humana frente a ella: “miles de hombres muriendo, miles de vidas mucho más dignas que la mía yéndose de un día al otro por el retrete”. A pesar de todo ello, y luego de su salida del ejército, tomó la decisión de estudiar Medicina, carrera que le deparó importantes sorpresas. Una de ellas: el encuentro bibliográfico con un tal Semmelweis, un personaje de la historia de la Ciencia del que aprendió algunas cosas.    

Un médico de barrio

Es el año de 1924. Lo más importante ha pasado. La lucidez se construye. La mirada de un derrotado es todo un trabajo. Se ha tenido que vivir mucho, se ha tenido que sufrir mucho. El resultado: un vacío, un hueco, una decepción. Sin embargo, es el momento de callar. Es el momento de retirarse (claro, luego de que cada uno de esos pacientes arrojen sus respectivas monedas) y humildemente preguntar a la noche. Las verdades son silenciosas raíces que se esparcen en el corazón. Celine escribe. Sin esperanza, pero escribe. Poco a poco, e ignorándolo, está dando existencia a una de las novelas más emblemáticas de la historia literaria. Sueña con ella lo mismo que un ciego con la luz.

Apenas tiene 30 años, pero parece que Celine lo ha vivido todo. No sabe si esa novela que bosqueja será apreciada, valorada; le importa poco. Escribir es una revancha. Un balbuceo incontenible y desesperado, una confesión. Se ha recibido de Médico, pero antes de eso ha tenido que escribir una tesis sobre Philippe Ignace Semmelweis (1818-1865), importante personaje en la historia de la Medicina. ¿Qué es lo que hay detrás de este hombre que intriga a Celine?

Semmelweis, médico húngaro, según se sabe, arribó en 1837 a Viena para terminar sus estudios de Medicina. En el pabellón de maternidad de un hospital austriaco, el futuro médico observa día a día la muerte, en ocasiones inexplicable, de las parturientas. Según él, estas muertes se producirían por la falta de higiene de los médicos que las asisten, quienes luego de realizar otro tipo de operaciones, autopsias por ejemplo, se vuelven a atenderlas apenas y lavándose las manos, es decir, sin realizarse un aseo profundo. Sin saberlo, está tras la pista de un descubrimiento capital para la Medicina: los microbios. Luego de recomendar unas sencillas normas de higiene, como el lavado de manos con cloruro cálcico, Semmelweis consigue reducir considerablemente el número de muertes en el hospital austriaco. No obstante, y aquí la ironía, nadie le da la razón. A sus superiores sus ideas les parecen tontas. A pesar de sus demostraciones, Semmelweis despierta envidias y animadversiones que lo obligan a salir del hospital y de Austria para ir a Hungría. Sin embargo, pasaría lo mismo en su ciudad natal, Budapest, donde sus colegas también le darán la espalda. La incomprensión del mundo, su soledad, la injusticia de la vida, generan en Semmelweis desequilibrios mentales (alucinaciones paranoicas). Un día, para demostrar su teoría, en una clase de medicina forense, clava un bisturí repetidas veces en el cuerpo de un cadáver, luego se realiza un corte en el brazo: Semmelweis muere por una aguda infección antes de que se cumpla un mes de este hecho.

Un cínico

Todas estas experiencias a las que nos hemos referido conformarían en Celine su cinismo pesimista, esa cosmovisión en la que la injusticia y el mal no solo son manifestaciones a nivel cotidiano tanto como condiciones ineludibles de la naturaleza. Para el escritor francés, la voluntad de vivir necesitaría del egoísmo y el mal como requisitos esenciales para la supervivencia y la evolución de la especie humana.

No resulta crédulo observar que la visión de Celine, sobre todo a nivel político, es muy parecida al pesimismo de Arthur Schopenhauer (filósofo al que sin duda leyó). Ambos sienten inclinación por esas ideas y comportamientos que para el sentido común y la mayoría de gente son absolutamente condenables y despreciables: el Colaboracionismo nazi del que formó parte Celine, la indiferencia política de Schopenhauer. Sin embargo, y a pesar del odio general, ellos se obstinan como partidarios de esas acciones extremas y deleznables, porque en el fondo, han concluido que el mal de los individuos no es mejor ni peor que el bien.

El bien y el mal, la vida y la muerte, la creación y la destrucción, son indiferentes entre sí, porque son esenciales a la naturaleza de un universo cuya lógica es cuantitativa y no cualitativa. Es más, para Celine, el optimismo ingenuo de ciertas gentes (representado por la filantropía humanista de algunos miembros de la Resistencia) sería mucho más tóxico que el mal consciente del Colaboracionismo pues, la mayoría de las veces, lo que ocultan estas supuestas gentes de bien, son los rasgos egoístas y destructivos de todo hombre, es decir, lo esencial de la naturaleza humana.

Sin embargo, todas estas reflexiones, encontrarán lugar en sus obras, y, sobre todo, en aquella que por esos años el escritor parisino se hallaba tecleando, Viaje al fin de la noche, novela que en la próxima entrega reseñaremos para comprobar la tesis de la que hemos partido.

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