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Los cuerpos de Diamela Eltit

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Por eso, tal vez, desde mi infancia de barriobajo, vulnerada por crisis familiares, como hija de mi padre y sus penurias, estoy abierta a leer los síntomas del desamparo, sea social, sea mental. Mi solidaridad política mayor, irrestricta, y hasta épica, es con esos espacios de desamparo…

 

Llegué a la literatura de Diamela Eltit a través de su primera publicación en España, con el libro Jamás el fuego nunca, pero fue definitoria la lectura de una recopilación de 3 de sus novelas: Los vigilantes, El cuarto mundo y Mano de obra, para intuir que estaba ante un proyecto literario de gran calado dentro de la narrativa contemporánea escrita en América Latina. Su obra hoy goza del prestigio y reconocimiento de la academia y cada vez son más los estudios en torno a su trabajo, tanto en EE.UU., como en nuestro continente.

Escribir sobre Diamela Eltit (Chile, 1949), es un ejercicio que puede dar lugar a múltiples entradas y bifurcaciones. Desde hablar sobre el cuerpo, el género, la política, el feminismo, la obra radical, la ciudad, la enfermedad, la locura, el límite, lo sumergido, hasta la complejidad de lo popular-marginal.  Diamela se inicia junto a Lotty Rosenfeld (artista visual), Raúl Zurita (poeta), Juan Castillo, Fernando Balcells, entre otros, en el grupo CADA, (Colectivo de Acciones de Arte), o lo que más adelante llamaría Nelly Richard la ‘escena de avanzada’. Este colectivo artístico nace durante los años de la dictadura de Augusto Pinochet y se convertiría en el movimiento de resistencia artística y política más relevante frente al régimen de terror que sembraría la dictadura. En la obra de Diamela existen cruces entre literatura, artes plásticas y visuales, performance y teatro, influencia directa de su trabajo con el colectivo. Las posvanguardias en América Latina, que entre otros factores se nutren de la tradición de la literatura comprometida de los treinta, conjugaron en el CADA, el arte y la política, dando lugar a una propuesta contemporánea y de gran alcance estético, frente a militancias de izquierda más ortodoxas que aparecieron en la misma época.

En la red he encontrado una foto suya tomada en la plaza de San Francisco, en Quito, que inmediatamente me remite a Lumpérica (1983), —L. Iluminada, personaje principal de este texto, cuyo papel se desenvuelve en una plaza pública—, su primera novela, publicada a los 34 años, que despertó muy poco interés en la crítica, seguramente por la dificultad que conlleva su lectura (no olvidemos que también ante la amenaza de la censura, los artistas debieron inventar artilugios para pasar inadvertidos). Para David Oubiña, que ha escrito sobre las formas de lo ‘extremo’ en la literatura y el cine; una obra construida inmersa en lo extremo, no puede ser apreciada dentro del concepto de obra abierta, porque ese espacio de radicalidad desea ser intencionalmente un lugar cerrado, un espacio de dificultad y de incomodidad.

El poder, la ciudad, el capital y lo marginal-popular se conjugan con lo patológico y lo corporal, todos trabajados a partir de una potenciación o exacerbación de lo simbólico. En Los vigilantes (1994), el símbolo exacerbado será el frío, y el encierro que produce en una ciudad; en Mano de obra (2002), lo será el supermercado, como el capitalismo más feroz; en El cuarto mundo (1988) lo será la familia, por poner unos pocos ejemplos. Toda su obra está construida a partir de lo simbólico iluminado, agrandado, desbordado; de la mano de un complejo quiebre del lenguaje, en que la comodidad del lector es puesta a prueba.

Han sido varios los autores y la tradición en Chile que han mostrado gran interés por el uso y la recreación del habla popular, una de ellas fue Violeta Parra (la familia Parra en general, Nicanor incluido),  cuyo trabajo de recopilación de cantos populares de corte campesino son una fuente riquísima del espíritu del pueblo. En Diamela también presenciamos un interés por lo popular, pero esta vez en lo popular urbano, traducido en el cuerpo marginal en la ciudad. La mirada que posa sobre su peculiar universo citadino abre el ojo a la provocación lumpen y a su habla.

En una época de cosmopolitismo literario, su postura se adscribe a un contexto de desamparo de gran ciudad latinoamericana —propio, quizás, de las posvanguardias más políticas— que de una u otra manera interpela el papel del escritor en nuestros días;  Diamela es una especie de sobreviviente del antiguo artista comprometido, pero con una renovada actualidad frente al giro autobiográfico de clase media que empieza a sustituirlo. Su apuesta por una escritura contundente a través de lo popular reside en el tránsito por zonas que son ajenas a la mayoría —del público lector—, su interés en estos cuerpos que se alejan de la experiencia media y uniforme del hombre de ciudad se aproximan a un lejano hombre arcaico. Eltit está muy consciente de la innovación formal que demanda la novela contemporánea; su radicalidad consiste en impactar en franjas profundas del espacio en que circula y su capacidad de interpelación al poder, en todas sus esferas. 

Muchas de las autoras de su generación en el continente se inscribieron dentro de una literatura de fácil lectura con recurrencia a temas femeninos, que de una u otra forma crearon un prototipo de ‘autora latinoamericana’; Eltit, en cambio, marcó desde un inicio una ruptura frente a la expectativa en torno a la ‘escritora latinoamericana’, su estilo es comparable al talante más descarnado de autoras europeas o norteamericanas. En una entrevista habla del asombro que debe producirse en el autor al momento de la escritura, si ese asombro no se produce, difícilmente se llegará al lector, señala. Sin duda su lectura es perturbadora.

Junto con Lotty Rosenfeld recorrió lugares marginales de la ciudad para hacer entrevistas. En 1989 publicó El padre mío, libro que recoge la transcripción de un testimonio oral realizado a un vagabundo entre 1983 y 1985 y que puede leerse como una historia esquizoide de Chile.  El libro El infarto del alma (1994), pensado como un proyecto conjunto de la mano de la fotógrafa Paz Errázuriz —quien retrató parejas en un manicomio a partir de las cuales Eltit elaboró los textos—, es un trabajo sobre las posibilidades del afecto cuando el cuerpo se ha dañado y el alma se ha escindido.

Estos procedimientos que Eltit ha infringido a esta corporeidad mestiza, con sus cuerpos azules de frío, cuerpos rojos vaciándose de sangre, cuerpos enfermos, cuerpos deformes, cuerpos rotos, cuerpos oscuros, cuerpos de la miseria, cuerpos del incesto, cuerpos del caos, cuerpos desobedientes, cuerpos estropeados, cuerpos sin tecnología, son finalmente cuerpos sobrevivientes, cuerpos usados como mínimas armas. El cuerpo se ha separado del alma en la tradición de Occidente, al igual que el cuerpo individual y el cuerpo social, y es justamente la ciudad moderna el escenario que ha contemplado esta división. Pareciera que en esa persistencia de Diamela para hablar sobre el cuerpo, también quisiera hablarnos sobre el alma.

 

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