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Música

¿La venganza del rock noventero?

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Hubo un tiempo en que traficar riffs de Nirvana era el pan eléctrico de cada día. Tener a la mano una guitarra y no saberse el inicio de canciones como ‘Come As You Are’ —en particular ‘Come As You Are’— era, para los adolescentes viciosos de MTV y movidos por el rock de mediados de los noventa, algo así como en la actualidad no saber cómo descargarse una canción en mp3. Pocos podían presumir de saberse esas letras entre crípticas y divertidas pero siempre había alguien capaz de mostrarte cómo tocar ‘Smells Like Teen Spirit’; aunque por joder se hiciera costumbre reemplazar el final de la canción en la que Cobain grita con abandono: “a deniaaaal, a deniaaaal” (que quiere decir rechazo o negación) por: “Aguinagaaaa, Aguinagaaaa” (reapropiación que da cuenta de nuestra monotemática dieta nacional: fútbol sazonado con política y de postre: más fútbol)… Resultaba más fácil sacar el gancho que inicia y atraviesa de ‘The Man Who Sold The World’. Un tema de David Bowie rescatado de entre las telarañas setenteras por la versión que toca Nirvana en su célebre Unplugged, aquel concierto en formato desenchufado para MTV que tiene el aspecto de un funeral con sus velas y cirios blancos. Un detalle irónicamente atinado dada la muerte cercana del guitarrista, compositor y vocalista de la banda. Nirvana cantó y bromeó en su propia misa de réquiem.

Kurt Donald Cobain se suicidó hace 20 años. Escopetazo. El antihéroe del rock alternativo y sus colegas de Seattle(1) habían logrado explorar más allá del rock de testosterona como el que habían hecho los misóginos (aunque a ratos sensibleros) Guns N’ Roses o, a su acelerado modo de machos vikingos, Metallica. El grunge podía ser contagioso y hasta ‘karaokeable’, pero también ruidoso, de arrestos punkeros y visión apática. Y esto es como decir que era casi(2) perfecto: su bullicio espantaba a padres y madres pero además —y esto es clave— era fácil de tocar. ¿Cuántos garajes resonaron con covers de Nirvana? ¿Cuántas tareas de historia dejaron de hacerse por tratar de aprender temas del histórico disco Nevermind? Quizá nunca lo sabremos pero puedo asegurar que más de un ejecutivo exitoso que hoy recorre Quito en su auto europeo soñaba con ser, o al menos verse, como Kurt Cobain (o aunque sea como Scott Weiland, vocalista de Stone Temple Pilots). El punto es que Nirvana destapó una irresistible caja de Pandora. La fama de este trío permitió que el mainstream reconozca al inconsciente del grunge como un paraíso perdido del rock, ese que va en tren subterráneo desde finales de los setenta a inicios de los noventa. El punk, el post-punk y el indie rock (que habían contribuido al torrente sonoro de Cobain junto con Cheap Trick y Black Sabbath) empezaron a pasar de la bodega a las vitrinas frontales.

Fue entonces que descubrimos lo que MTV nos había quedado debiendo. Chocamos con Sonic Youth. Nos dimos de bruces contra Pixies. El mundo pre-Nevermind (álbum publicado por Nirvana en 1991) se presentaba como un universo paralelo de insuperables bandas menores, palabreja que en este caso quiere decir: ventas bajas pero inspiración de altísima plusvalía. Secretos de anteayer chismoseados por guitarras eléctricas a todo volumen.

El grunge había digerido estos sonidos, había canalizado actitudes que iban desde la línea dura del hardcore punk de Black Flag al experimentalismo caótico de The Raincoats. Kurt Cobain fue la figura que permitió traducir (algunos dirían trivializar o hasta prostituir) esta diversidad de expresiones under desde lo musical a la cultura popular en general. Logró convertir la anti-moda en moda: jeans rotos, camisas leñadoras, barba de tres días, cabello hasta los hombros. Consiguió hacer que la desilusión y la ira parezcan las actitudes más auténticas para crecer (o rehusarse a crecer) en los Estados Unidos post-Reagan. Kurt pasó de ser el barrendero del colegio —cuando sus compañeros ya se habían graduado e iban a la universidad— a superestrella atormentada. De loser a héroe y de héroe a mártir. Sin embargo, algo de aquella aura obedecía al artificio de la imagen ‘massmediática’: una estrella de rock necesita parecer un desadaptado y a la vez vender posters. En el libro de Mark Yarm, Everybody Loves Our Town: An Oral History of Grunge, el baterista de The Melvins, amigo de Cobain y quien tocó alguna vez en Nirvana, dice: “Todas esas historias que se escriben sobre Kurt durmiendo debajo del puente. ¡No son ciertas! Sé que lo hizo una vez, pero no como lo dijo después, que pasó horas y días allí convirtiéndose en el artista atormentado. Ahí está el mito más grande: Kurt Cobain, ‘el artista atormentado’. La gente no se da cuenta de que era un hijo de puta muy divertido”.

Y ese hijo de puta muy divertido escuchaba música muy divertida. Música desafiante que, por ejemplo, era más apreciada en Inglaterra que en su propio lugar de origen, Estados Unidos. En 1987, cuando una banda llamada Pixies se iniciaba y publicaba su primer EP (titulado Come On Pilgrim) hubiera sido impensable creer que, casi 30 años después —en 2014—, estarían tocando en Argentina, Chile y Brasil como parte de conciertos con más de 140 mil asistentes. El éxito de esta agrupación, a diferencia de su influjo inmediato en varios grupos de los noventa, se dio algún tiempo después de su disolución en 1993. Otro de los hitos noventeros, el festival Lollapalooza creado por Perry Farrell, vocalista de Jane’s Addiction, permitió este abril en su versión sudamericana y por primera vez en Buenos Aires, que esta banda que inventó el grunge antes de que se llamara grunge comparta fechas con estrellas actuales como Jake Bugg, Vampire Weekend, Julian Casablancas y Lorde, así como con leyendas de los años noventa como Nine Inch Nails, Soundgarden y el gran acto de cierre: Red Hot Chili Peppers.

Cuando nació en 1991, Lollapalooza fue el evento musical que mejor sintonizó la vibra de la música emergente de aquella década. Fue una bandera clave para la fundación de lo que se llamaría —quizá con demasiado optimismo y exceso marquetinero— la ‘Nación Alternativa’: esa comunidad imaginaria de roqueros alternativos y jóvenes inquietos enlazados por la diversidad musical. Mucho de esto suena un poco calcado de los años sesenta pero así como el flower power apagó sus colores lisérgicos con las muertes de Jimi Hendrix, Jim Morrison, Brian Jones y Janis Joplin —todos a los 27 años—, este Woodstock de la era grunge nunca pudo cobrar una deuda histórica con la Generación X (como se llamó a quienes habitaban desorientados los años noventa). Se suponía que Nirvana iba a encabezar el cartel de 1994. Un escopetazo se interpuso: Kurt Cobain, quien bromeando con Farrell le dijo que armaría un festival propio y lo llamaría Lollapaloozer, se mató a los 27 años.

Sin embargo, el poder escuchar hoy a Pixies en vivo es algo que en buena medida se lo debemos a Kurt. Black Francis (ese es el alias del líder de la banda: Charles Thompson) aún es el genial gordo vestido de negro —guitarra rítmica en brazos— capaz de dar alaridos tan enervantes como pegajosos y decir cosas como: “te ves tan bonita cuando me eres infiel”. Joey Santiago, el guitarrista que conoció a Thompson mientras estudiaban antropología en Boston, aún puede taladrarte la cabeza sin usar más de dos notas. Joey va del surf al ruido blanco sin que nada de lo que hacen sus dedos sea desechable. La banda tiene temas nuevos (que no son malos) pero no hay nada como escucharlos tocar sus canciones de siempre: ese rock caprichoso y absurdista que no se toma el canon roquero desde la seriedad sino que lo atropella y viola sus convenciones. Son ruidosos y a la vez melódicos, alternan los ritmos rápidos con los lentos, sus letras —crípticas y humorísticas— abordan lo brutal y extraño (sadomasoquismo, fetichismo, ufología, violencia bíblica, el amor metaforizado como cataclismo geológico o abducción alienígena, entre otros temas). En estas canciones, las guitarras eléctricas no están pensadas como trampolines para el virtuosismo del estereotipado guitar hero sino como textura recrudecida. La voz no es tanto un renglón para articular palabras como una estridente —y a veces susurrante— sustancia sonora (que incluso incurre en un atropellado castellano: sonar más que decir). En Buenos Aires, Pixies se mostraron como siempre: desaliñados, espontáneos, concisos y sin afán de espectacularizar sus gestos escénicos (basta recordar que una de sus bandas contemporáneas eran los sobreproducidos e híper histriónicos Poison). Se les perdona incluso la ausencia de la carismática bajista original, Kim Deal, reemplazada por la argentina Paz Lechantín, exintegrante de A Perfect Circle. Lo que importó fue la música. (Y algo de dinero: David Lovering, el baterista, antes de reagruparse estaba en la bancarrota y durmiendo en las casas de amigos y parientes). Eso es grunge, aunque jamás hayan aceptado etiquetas.

Alguna vez se oyó decir a Cobain que Nirvana debería haber sido una banda de covers de Pixies. Por su parte, Johnny Greenwood, guitarra de Radiohead, dice en el documental Gouge que la razón por la cual su banda usa cada vez menos guitarras eléctricas se debe a que, durante su carrera junto a Thom Yorke y compañía, ha sentido que todo lo que han hecho ha sido plagiar a Pixies. Y cabe preguntarse (pues la banda de Boston sepultó a los ochenta y dio el salto al rock noventero, al grunge y a la reapreciación de cierto under): ¿Por qué la vigencia actual de estos sonidos noventeros? Por más nuevas bandas dentro de la lista los que encabezaron Lollapalooza, por ejemplo, fueron las estrellas de los años noventa —más, tal vez, Arcade Fire— las que se llevaron el oro del festival. Por supuesto no hay que descontar un relevo generacional: quienes eran adolescentes en los noventa hoy cuentan con un poder adquisitivo que también impulsa la contratación de artistas de ese entonces. Se trata, además, de un festival noventero por antonomasia. Y aun así: ¿Por qué su vigencia? ¿Vivimos una actualidad paradójica de una conectividad voraz que se ha mostrado con la capacidad de acaparar tanto lo retro como lo inmediato, incluso lo que ni siquiera termina de ocurrir?

Hoy, en la era del vinilo rescatado de ultratumba y de los millones de canciones que caben en el bolsillo, los músicos saben que una de las formas principales de ganar dinero ha vuelto a ser el concierto en vivo, el declive del mercado físico de la música así lo dicta. Los noventa fueron quizás la última década en la cual la música era algo tangible: un CD —y aún más un disco de vinilo— requieren de la atención y el espacio de los cuales un archivo de mp3 —borrable, dispensable, reciclable— no necesita. Ahora, sin embargo, la música de las grandes bandas se vuelve tangible en los shows en vivo, así grupos importantes llegan a escenarios a los que hace años no habrían llegado. Es más, muchos consideran como el verdadero rockstar de la actualidad al curador: esa persona-formato-portal-facilitador-herramienta-algoritmo capaz de enlazar la música adecuada con la persona que la precisa en el momento apropiado.

No obstante, hace ya cerca de 30 años el famoso filósofo Slavoj Zizek escribió, en referencia a la tecnología de la videocasetera y a su obsesiva cinefilia, que su compulsión de grabar cientos de filmes producía el efecto paradójico de que cada vez veía menos películas. El hecho de tenerlas a la mano y saber que lo aguardaban para que las viera en cualquier momento le hizo pensar en la acumulación como reemplazo de la experiencia. En la era digital sucede exactamente lo mismo pero en una magnitud mucho mayor: la disponibilidad permanente de bibliotecas y museos enteros llenos de archivos del más variado tipo suele producir una postergación permanente. El consumo cultural, de esta manera, se vuelve profundamente contradictorio pues parecería que basta la posesión de algo para que su consumo real no se realice, opera un desplazamiento constante que además implica una valoración más distante respecto a estos productos o, en este caso, canciones, bandas, música. En una palabra, no hemos aprendido a valorar lo que no nos cuesta. Todos vemos a diario fragmentos de videos o algún tema de artistas nuevos o viejos en tablets, smartphones o computadoras y, sin embargo, entre tanto mensaje digital y oferta audiovisual en pantalla portable, no obtienen la atención con la que contaba, por ejemplo, un video musical de un artista popular en la televisión de los años noventa.

¿Es Nirvana, entonces, una banda fundamental del rock alternativo o un grupo sobrevalorado cuya celebridad se disparó con el suicido de su cantante (pues, musicalmente, buena parte de lo que produjo ya se encontraba en Pixies y otras agrupaciones)? ¿Fue Nirvana una de las últimas bandas realmente legendarias del rock porque con la avalancha digital los grupos famosos ya no obtienen la atención que podrían haber obtenido en otra época? Se trata de preguntas abiertas, simples inquietudes en una época que permite un acceso inédito a la información y que, sin embargo, resalta más las dudas que las certezas. De ahí, quizás, el revival del vinilo: los melómanos quieren celebrar la nostalgia por la calidez del sonido no comprimido, recuperar el detenimiento que supone conseguir un disco, transportarlo, escucharlo, darle la vuelta, guardarlo, entregarle el tiempo y los cuidados necesarios. ¿O es el boom del vinilo otra faceta de la misma voracidad de compra y acumulación, en este caso, de artículos escasos que le brindan a ese consumo una capa extra de prestigio, sofisticación o exquisitez hipster? (Cabe resaltar que el disco analógico fue el formato musical dominante por alrededor de ocho décadas y solo una parte mínima de esa historia sonora se ha transferido a digital. Además, su tecnología de fabricación no ha dado un solo paso hacia adelante: un vinilo de Franz Ferdinand se produce exactamente de la misma manera en que se producía uno de Pink Floyd).

Como dijo alguna vez Frank Zappa: “La información no es conocimiento. El conocimiento no es sabiduría. La sabiduría no es verdad. La verdad no es belleza. La belleza no es amor. El amor no es música. La música es lo mejor”. Y la música, la mejor música —y eso es cuestión personal— siempre encontrará el camino para lograr desconectarnos por un momento de los innumerables anzuelos digitales que se encuentran flotando en las mareas del ciberespacio. Es en ese momento cuando las máquinas, reproductores y demás aparatos de última tecnología pasan a segundo plano. Es entonces que la música se gana toda nuestra atención y redescubrimos su poder. Es entonces que agitamos la cabeza y seguimos el ritmo insistente de los tambores. Es en ese momento que empezamos a elevar la voz sin atención a la vergüenza —no importa ya si alguien nos alcanza a escuchar— y empezamos a elevarnos con aquella melodía, empezamos cantar. Es entonces que una canción puede pasar al otro lado —de la bocina a los órganos internos de la emoción— y convertirse en una canción favorita… A menos, claro, que en ese preciso instante se nos acabe la batería.

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