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La tormenta sobre una taza de café

Fachada del Café Tortoni, Avenida de Mayo 825, Buenos Aires. Foto tomada del blog crentechic.com.
Fachada del Café Tortoni, Avenida de Mayo 825, Buenos Aires. Foto tomada del blog crentechic.com.
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Un sol de invierno, inusual y efímero, se escabulle a las seis al otro lado de Plaza de Mayo. Un sentimiento de nostalgia envuelve el corazón inmigrante de quien se halla explorando territorio argentino.

Desde luego, la brisa atlántica confabula para el origen de un suspiro.

Buenos Aires luce majestuosa, bella: elegante dama que aguarda serena frente al Río de la Plata.

Allá, por Caminito, algunas palomas sobrevuelan las piedras y los colores vivos de las casas se mueven con la variación de luz que aplasta las últimas horas de la tarde.

En Puerto Madero, las pibas beben cerveza con sus novios y planean caprichosas y rubias un domingo en Pinamar.

Suena en el aire, llega de muy lejos, de alguna radio (Mitre o Rock and Pop), la música de Babasónicos.

La voz de Dárgelos me alienta: sofisticación más rock, glamurosos compases que flirtean con la electricidad y la cosmética porteña. Y es en este momento —cuando las horas de laburo se han cumplido— que los colegas de la oficina recogen sus maletines y en Avenida 9 de Julio, antes de cruzar el paso cebra, respiran con los ojos cerrados; otros se toman la cabeza, algunos maldicen en voz alta y, por ahí,una modelo silba una canción de Man Ray o piensa en su potro personal: ‘Chico dandy, recopado, rollinga, canchero’.

Nadie aquí, bajo el cielo de Buenos Aires, cree que regresar a casa sea un remedio (eso solo ocurre en los Andes: donde la gente se esconde en la tarde bajo pesadas cobijas de lana, abrazando a una gallina).

 Acá, esa es la diferencia, todos anhelan un café y un perfecto extraño para platicar sin prejuicios ni recelo; un té caliente y un affaire que dure nueve semanas y media; una cerveza en Recoleta y divagar mirando a las nenas cruzar la calle; o una copa de vino mendocino y hablar de libros (porque en esta ciudad la literatura es reina).

Es un deber en Buenos Aires —la nobleza obliga—: vestirse con el uniforme de tertulianos y anfitriones, frecuentar y celebrar a los carismáticos, y levantar una bebida con elegancia y generosidad.

Entonces, los cafetines respiran como gigantes envejecidos y abren sus puertas de cristal hacia el placer de la conversa. Las mesas, con el crepúsculo, reflejan un brillo sutil que se derrama sobre los cubiertos dispuestos para los clientes. Hay también manteles blancos para las manos suaves de las mujeres, aquellas que acuden presurosas a las citas pactadas con el amor.

En Baires resuena la leyenda del Café Tortoni: palacio de luz otoñal que abriga y seduce, marca registrada de los cafés porteños, la sidra tirada o el chocolate con churros. Una vez allí, es inevitable sumergirse en los ecos del tiempo mientras los enamorados se empecinan en recordar los vestidos perfumados de sus morochas infieles.

Se llega hasta el Tortoni para encontrar una sensación de paz, una charla enemiga al destino impuesto, una mesa para descifrar la desgracia o inaugurar/celebrar la amistad.

Afuera, el cielo ceniciento y la llovizna menuda, durante el invierno argentino, marcan la nueva historia de la tristeza.

La fachada del Tortoni, con la protección de una primorosa e ilustre marquesina, está  ubicada al filo de Avenida de Mayo, al 825. Han empujado las puertas dobles del local clientes como Francis Ford Coppola, Ernesto Sábato, Gabriela Sabatini, Osvaldo Soriano, Robert Duvall, Joan Manuel Serrat, José Ortega y Gasset, Federico García Lorca…

Desde la vereda se experimenta un enlace enigmático con un túnel del tiempo. Dentro del cafetín, los bustos inmemoriales (uno de Borges) y las placas que envejecen en las paredes (una de Alfonsina Storni) certifican que este es un templo de ilustres fantasmas que el viento y la muerte hizo pedazos.

¿Pero quién es el padre de este santuario olor a café? Un emigrante francés de nombre Jean Touan se propuso levantarlo en 1858, tomando vivo ejemplo de una cafetería homónima de París, donde se reunía la élite de la ciudad.

Juraría que en este invierno en Buenos Aires, esta tarde apuñalada por un vacío extraño, la silueta de Jorge Luis Borges cruza el portal del Tortoni.

Una luz ensoñada baña el ambiente del local. Los rostros de la clientela me parecen cuadros en color sepia y sus voces son tangos viejos que me devuelven al delirio: veo a Borges en cada anciano de levita, imagino al maestro —con la invariable puntualidad inglesa— dispuesto a calentarse la garganta con una infusión de té. Los faroles de las esquinas parecen registrar apenas el paso de su abrigo, los golpes secos de su bastón sobre el piso, sin miedo a conquistar el desierto de una mesa solitaria.

Al moverme curioso entre la gente, persiguiendo el rastro del bastón de Borges, me parece ver sobre la bruma anaranjada el rostro feliz de Fangio, agitando su puño en el aire, o el semblante de Alberto Olmedo, con su famosa sonrisa de ‘chanta’ rosarino.

Roberto Arlt (quien se afanó en inventar unas pantimedias irrompibles para salir de las deudas) era también un habitúe del Tortoni: quisiera describir el amargor en sus ojos, escritor rebelde ante una cerveza, un pucho humeante en la esquina de sus labios… Arlt, querido linyera, ‘discípulo salvaje de Dostoyevski’ (como se lo nombra en la colección Libro Amigo de Bruguera, 1981).

Falta poco para que anochezca en el Tortoni y la silueta de Borges se me escapa entre las pesadas cortinas rojas, donde un escenario con piano de cola me recibe farsante.

Es el comienzo de una sinfonía conocida: las risas y el sonido de un bandoneón, el barullo de las cucharitas sobre los diminutos platos de los cortados, el choque de las copas de fernet…

La luz amarillenta de las lámparas del techo, y de las farolas adosadas a las paredes, resplandece sobre las charolas de los meseros que se mueven deprisa, diligentes, peinados con gomina.

Las personas que pasan junto a mí son sombras luminosas, parlantes. Recorro los laberintos que se bifurcan sobre la alfombra y tropiezo de repente con un polaco de barbas blancas y casaca de capitán de barco.

Dispénseme, le digo. Todo bien, querido, me responde el también extranjero. Encorvado sobre la barra, toma asiento junto a una flaca. “Querida, podemos fugarnos esta misma noche. ¿Quieres eso?”, le dice, tomando su mano, sin dejar de mirarla a los ojos.

Antes de marcharme del Tortoni, asociando Buenos Aires con Borges, Borges y Palermo, Borges y el arco de un zaguán y Borges con todo signo y misterio del puerto, una leve llovizna desciende sobre Avenida de Mayo y las luces nocturnas se derraman como una acuarela sobre el pavimento mojado.

“Esta es la noche. Yo soy un hombre solitario que fuma en un sitio cualquiera de la ciudad; la noche me rodea, se cumple como un rito, gradualmente, y yo nada tengo que ver con ella. Hay momentos, apenas, en que los golpes de mi sangre en las sienes se acompasan con el latido de la noche. He fumado mi cigarrillo hasta el fin, sin moverme”.

 Retomo El Pozo, de vuelta en mi pieza del hotel, dispuesto a asumir la continuidad de la tormenta.

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