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La primera máquina de guerra

Todo empezó con una Olivetti Lettera 25, que no parecía fabricada sino concebida en leche. Tenía una blancura casi sobrenatural, salvo en el rodillo cuya negrura era la de un cañón en la noche. Sus teclas parecían fichas de azúcar. También su estuche era níveo, de tal manera que daba pudor de usarla sin guantes. Me la regaló Talita, una tía que vivía en Roma y a la que conocía solamente en fotos. Y me la regaló porque semanas antes de su legendaria visita, yo había ganado un concurso de poesía convocado por un centro cultural casi fantasma.

 

La tía llegó con un circo entero, integrado por un par de gatos angora, un marido casi redondo que pasaba las puertas de perfil, tres hijos bullangueros que pasaban las puertas agachándose, y, como número de fondo, silenciosa y perfecta, Nathalie.

 

Naturalmente, me encantó la máquina y me hubiese encantado aun más si Nathalie no me arrancaba el corazón de manera tan violenta. Era divina, o sea una evidencia de que Dios existe y que a veces se dedica a la escultura, incluso a la música, porque, hablara o riera o estuviera en silencio, Nathalie era música sacra. El timbre de su voz, el cantado italiano de su cojo español, por poco me desintegraba. Una noche la ví semivestida, yendo y viniendo en el dormitorio general de mis primas que eran sus primas. Otra vez, la espié desnuda saliendo de la tina y entrando en la toalla. Conforme pasaban los días iba enfermándome de amor al estilo del siglo dieciocho. No tenía apetito, no tenía sueño, no quería ver a mis amigos. Lo único que quería era estar cerca de ella, siempre que haya más gente para que no se me desate el pasmo.

 

En la noche anterior a su partida yo estaba en mi habitación cometiendo un poema titulado Nathalie, poblado de palmeras, retazos de luna en el agua, velero hundiéndose en el horizonte y desde el puerto mirándolo un perro. Con rabia estaba tachoneando versos en pos de rescatar aunque fuera un trío de palabras decentes, cuando irrumpió ella, entera, descalza, el pelo mojado y la boca como una fruta roja y abierta. Me puse de pie de un golpe y me quedé petrificado. El único signo de vida estaba en mi mano siniestra que al disimulo iba aguiñapando el garabato de versos. Con el talón de uno de sus pies esculpidos por Miguelángel, cerró la puerta y se me fue acercando hasta ponerme bizco. Hasta hundirme en el perfume de su piel mediterránea. Hasta sentir sus labios hirvientes y mojados. Hasta sentir el incendio de su lengua dentro de mi boca. Hasta ya no sentir nada, o, mejor dicho, todo, todo, es decir un lento naufragio en el que me fui disolviendo como los ahogados felices en el fondo del mar.

 

Al día siguiente, el circo italiano de la tía Talita dejó a la casona, desolada como un descampado. Por su parte, Nathalie me dejó un cráter en el pecho. Mi cara de enfermo se acentuó, la solitariedad me volvió un lobo estepario y la poesía se fue por donde vino. Mi única actividad vital fue cuidar como orquídeas en invernadero los intensos recuerdos de Nathalie. Y leer, de uno en uno a todos los poetas que se habían dedicado con esmero de entomólogo al sufrimiento amatorio. Y al género epistolar con palabras mitad auténticas, mitad plagiadas. Y a esperar las cartas italianas de Nathalie, con estampillas que reprodujeran grabados de Venecia, Pissa, Roma, con la preciosura de su letra confesándome amor eterno, con el carmín de sus labios impregnado sobre su nombre. Cartas que nunca llegaron, como si Nathalie hubiese sido mi primera ficción o todo lo hubiese soñado.

 

Tiempo después, saqué de su estuche la Olivetti Lettera 25, como si de su nicho sustrajera un cadáver. La ausculté, la acaricié con dedos de necrófago, le introduje una hoja virginal que iluminó su blancura, y con dedos temblorosos escribí “te kiero morir”. Esas fueron las únicas tres palabras que escribí con ella. Semanas después, intacta, nívea, muerta, nathalizada, y yo necesitado de dinero para mi pasaje a Roma, se la vendí a una vecina cuya hija empezaba a estudiar mecanografía. Ni un solo verso, ni una sola historia, pude escribir con esa maravillosa máquina, como si su destino no fuera la escritura sino preservar el silencio fatal del primer amor. Mucho más tarde aprendería que el silencio es una forma de escritura. Así como la escritura es una tentativa de alcanzar la contundente perfección del silencio.

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