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La presencia de lo inhóspito en un arte civilizado
El impulso del arte actual desde el Museo de Pumapungo es una realidad que lleva a pensar en la responsabilidad que tienen los espacios públicos a la hora de ofrecer una programación de arte contemporáneo necesaria. En esa dirección, estamos en la última parada de la muestra itinerante titulada Las ciudades invivibles, un proyecto de Hernán Pacurucu que supone una doble lectura de un tema pertinente que acucia por su actualidad. Por un lado, saber cuál es el lugar que ocupa el arte en el seno de la sociedad. En segundo lugar, mostrar la reflexión llevada a cabo por una precisa selección de artistas ecuatorianos desde un paradigma crítico. Si Italo Calvino jugaba con la imaginación utópica, partiendo de una construcción ideal o personal de la ciudad como un lugar de la intimidad, en el caso de esta exposición podemos encontrar una serie de dispositivos que muestran el lado menos amable de lo urbano, cuando precisamente es el arte un espacio para crear espacios habitables y críticos.
Si la reflexión sobre la arquitectura social ha conducido a que en buena parte las ciudades de hoy sean mejorables, la aportación de este proyecto supone también que seamos conscientes de lo que queda por hacer. No queremos decir que se den soluciones desde el arte para que podamos arreglar el caos urbanístico, los problemas de convivencia, el tiempo pasado en los atascos, la inseguridad o la imposibilidad de encontrar soluciones colectivas a problemas que como ciudadanos podemos padecer en mayor o menor medida. Se trataría de ofrecer una lectura cuyo eje principal sea encontrar cuál es el espacio que le corresponde a las artes en el seno de la ciudad. ¿Qué es lo que podemos considerar invivible en nuestras urbes? ¿Qué pueden aportar ciertas disciplinas artísticas en el modo de comprender lo que nos queda cuando se construyen las ciudades actuales?
Probablemente, las diferencias entre el campo y la ciudad desde la modernidad hayan también servido para saber cuáles son las diferencias entre la cultura y la civilización. Si el campo aparentemente constituye el sustrato desde donde aprendemos a conocernos a nosotros mismos, quizá sea la ciudad, entendida como el escenario de la civilización, el espacio donde aprendemos a convivir con y contra los otros.
Las ciudades invivibles es una exposición itinerante que ha sido expuesta no solo en Guayaquil y Cuenca, sino en Chile o Brasil, en espacios museísticos que muestran la importancia que puede recobrar un arte ecuatoriano actual a la hora de ser también una manera de aportar una cierta deriva crítica apropiada a la situación que podemos encontrar partiendo de la ironía. Así, la participación de Adrián Washco nos enseña el camino de ida y vuelta que pueden sufrir aquellos que deciden emigrar por distintas razones, al tratar de encontrar una vida mejor a través de la distancia que se puede encontrar en el propio viaje hacia ninguna parte. Una vez en la ciudad, Damián Sinchi ofrece una lectura irónica de la problemática sufrida al pasar de ciudadanos a consumidores, en una lógica capitalista dominada por los estereotipos sociales y la forma de ser bien considerados, partiendo de la asunción ciega a los dictados de la moda. En el caso de Aníbal Alcívar, encontramos cómo el uso del cuerpo, con relación al arte público, puede ser un espacio de resistencia ante el sueño. Esta imposibilidad para encontrar un espacio consciente para el arte tiene también una simbología particular. Es el caso de Diego Muñoz al ofrecer ciertas alternativas a una pintura que dé un nuevo paso más allá de lo previsto como disciplina actual del arte.
A través de otras operaciones metafóricas, el trabajo reconocido de Juan Pablo Ordóñez sobre la diferencia entre el valor y el precio de la moneda, esta vez se ofrece desde su impulso inicial, mostrando una reflexión no solo sobre la economía, sino con relación a la representación y la copia, donde el valor original del dinero está influido por baremos externos al gasto como motor social. En esa relación entre la multiplicación y la forma de aparecer, los dibujos de Julio Mosquera constituyen una representación imaginaria de ciertos habitantes que hacen la experiencia de la alteridad propia de las ciudades.
Es importante subrayar la variedad de formatos que encontramos en esta exposición. Si la presencia de acciones en el seno de la urbe está relacionada con un factor de riesgo, en el trabajo de resistencia habita un cierto peligro, como el mostrado desde las prácticas suicidas de Valeria Andrade. En el caso del paso dado por Larissa Marangoni aparece también esa necesidad nietzscheana de pensar durante el paseo, desde las huellas a punto de ser borradas. Esa pisada es una metáfora que nos transporta hacia el espacio de marginalidad donde no debe caer la presencia del arte en las ciudades. Olmedo Alvarado ofrece una relectura crítica de la supervivencia a la que nos vemos abocados como ciudadanos en trance, mientras Saskia Calderón nos hace ser conscientes de la presencia del ruido como efecto contaminante y devastador.
Si la polución, el desarrollo negativo del urbanismo o la falta de encuentro de lugares habitables son el eje del trabajo arquitectónico crítico de Marcos Sosa, es posible dar con soluciones prácticas que desde el arte constituyan una nueva manera de comprender el urbanismo desde una posición pública que no desdeñe la importancia de sus interacciones con lo privado. Esa es una de las mayores influencias del grafiti llevado a cabo por Chamuska 2 y Thoser en esta última estación del proyecto en el Museo de Pumapungo. Una prueba de que el arte es significativamente un espacio político porque siempre precisará de un lugar de exhibición, donde no solo se muestren espacios invisibles de nuestro tiempo inhóspito, sin caer en la repetición o la extrañeza ante lo que nos pasa, reclamando la presencia del espectador convertido en ciudadano.