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El Telégrafo
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Ciencia ficción

La no-película que cambió (y no cambió) el futuro del cine

Afiche de Dune, proyecto de Jodorowsky que nunca se rodó.
Afiche de Dune, proyecto de Jodorowsky que nunca se rodó.
28 de diciembre de 2015 - 00:00 - Juan Manuel Granja, Periodista y escritor

La película de películas, la obra maestra de 1976 o 1977, habría iniciado de este modo: nada menos que con una panorámica de la totalidad del universo, un movimiento de cámara pausado y expansivo, que ubicaría al espectador en la inconmensurable noche del espacio-tiempo para empezar una historia que abarca milenios y que, según su director, habría permitido a quien la viera alucinar como si hubiera consumido LSD. La película habría contado con un casting de otro mundo: Salvador Dalí como emperador, un obeso Orson Welles, David Carradine y Mick Jagger. La banda sonora habría estado a cargo de Pink Floyd y del extraño grupo francés de rock progresivo Magma. Nadie sabrá nunca lo que pudo haberse logrado: el supuesto prodigio de la ciencia ficción fílmica que jamás se llegó a realizar pudo resultar en un largometraje capaz de cambiar la historia del cine para siempre o —simplemente— en una porquería.

Se trata de Dune, pero no de la mediocre versión de la épica novela de Frank Herbert (1965) que finalmente estrenó David Lynch en 1984, sino del filme que nunca llegó a la pantalla grande, que se quedó en guión y storyboard, la versión de Alejandro Jodorowsky. El cineasta, dramaturgo, actor, escritor, psicomago (por la terapia ritual que él mismo inventó), músico, mimo y poeta chileno, siempre atraído por lo portentoso y surreal, había acabado de dirigir La montaña sagrada, un largometraje delirante y psicodélico que se desarrolla como una enciclopedia de símbolos. El insospechado éxito de este rarísimo filme de 1973 —en Italia, por ejemplo, solo James Bond la superó en taquilla— hizo que su ambición artística creciera. Ante la oferta de apoyo financiero de un productor francés y la apertura para filmar lo que quisiera, Jodorowsky se centró en su reinvención personal de una de las novelas de ciencia ficción más influyentes.

Tragedia en el espacio (o en el desierto)

El cliché dice que a Dune se la puede entender como el equivalente de El señor de los anillos para la ciencia ficción. Como en la obra de Tolkien, no se trata de una simple historia, sino de todo un universo que tiene su propia lógica, política, ecología y religión. El libro de Herbert es la saga de una civilización ubicada en un futuro distante y compuesta por clanes aristocráticos que se encuentran en pugna por un planeta desértico que contiene una droga conocida como ‘la especie’ o melange. Esta sustancia adictiva les permite a los personajes viajar por el espacio, vivir más tiempo, incrementar su vitalidad y expandir su consciencia; esto último de seguro llamó poderosamente la atención de Jodorowsky.

Dune está escrita en el código de la ficción científica pero no es una obra convencional dentro del género —si lo malentendemos como una forma dedicada a la simple evasión o como literatura menor—. La acción ocurre quizá más en el desierto que en el espacio exterior (hay una constante alusión al mundo árabe y una serie de evocaciones bíblicas), el argumento no se centra en la tecnología sino en la evolución biológica humana o humanoide, y Herbert intenta evitar el motivo de la inteligencia artificial. Las máquinas pensantes han sido prohibidas y su función ha sido tomada por los mentat, seres entrenados para desarrollar las capacidades cognitivas y analíticas de las computadoras. Así, la novela prescinde en buena parte del registro tecnológico que puede hacer de la ciencia ficción un género engorroso.

Por otro lado, la narración en el fondo es menos exótica y futurista de lo que parecería en un principio, pues recuerda a la novela histórica y temas como la caballería medieval y la colonización, además de que los personajes femeninos —como si en el lejano futuro perviviera un dominio arcaico— están relegados bajo una hegemonía machista. La obra trata más de la problemática material e histórica de la humanidad que de la intoxicación tecnológica futurista. Herbert, que además fue un periodista siempre atento a los vaivenes del poder (de hecho, la idea de Dune surgió de la investigación para un artículo sobre las dunas de Oregon), ansiaba que Estados Unidos recobraran el principio que lo fundó como país independiente: la desconfianza frente a los gobernantes. Es más, el escritor solía repetir que su presidente favorito era Nixon pues su régimen les enseñó a los ciudadanos a sospechar del poder estatal. En este sentido, la visión ecológica de la novela, la interdependencia entre el hombre y su ambiente, resulta sumamente crítica pues sus personajes nunca son libres. El lector choca con un universo opuesto al existencialismo: los individuos son menos que individuos, están siempre gobernados por sus roles, por su papel social, por un deber más grande que ellos: la sangre, la religión, el planeta, la melange. Como en la tragedia griega, en Dune el destino es irrevocable.

Además de que su argumento abarca el transcurso de milenios e incluye numerosos personajes, así como incontables neologismos propios al universo interno del relato, otro de los desafíos para la adaptación cinematográfica de la novela está en el estilo de su escritura. El autor experimenta con una forma de narración telepática pues introduce al lector en las cabezas de varios de los personajes al mismo tiempo: si alguien habla, por ejemplo, podemos saber lo que el resto piensa respecto de lo que se ha dicho. Al estar todas las relaciones y papeles sociales caracterizados por el juego de rivalidades, Herbert convierte al lector en una especie de analista que debe entender a los personajes como si se ubicaran en un tablero de ajedrez, como si fueran ratas dentro del laboratorio de las estratagemas políticas. El efecto que esto produce en la lectura es el de una especie de distanciamiento: resulta difícil para el lector de esta ficción identificarse con los personajes. Como ciertos dioses, semidioses o figuras ejemplares, hay personajes que pueden permanecer alejados de la empatía del lector. Sin embargo, como en el teatro de Brecht, en el trabajo del autor estadounidense esta característica permite activar una lectura más crítica que emotiva.

El libro, bajo las líneas de su complicadísima intriga de alianzas y traiciones, obedece a un esquema estereotipado, en realidad sus situaciones y personajes operan como arquetipos caracterizados por el maniqueísmo en lugar de estar construidos como figuras redondas y complejas. Son justamente estos esquemas arquetípicos y estos personajes desencarnados, que otros habrían juzgado como un demérito narrativo, lo que une —como si se tratara de hermanos jungianos— a Frank Herbert y a Alejandro Jodorowsky. Los personajes del cineasta suelen ser, más que seres de carne y hueso y vida concreta, alegorías y símbolos como los que figuran en el tarot de Marsella, sistema simbólico que emplea persistentemente en su trabajo tanto terapéutico como artístico.

De la alfombra roja al hospital psiquiátrico

Además de su fascinación conjunta por Carl Gustav Jung y el inconsciente colectivo (en Dune, la sombra animal de lo humano se expresa en la violencia monstruosa de las serpientes gigantescas del desierto) y de su predilección por la imaginación fantástica en vez de la pericia técnica o los pormenores tecnológicos, las sensibilidades del chileno y el estadounidense se ven convocadas por la grandiosidad. En la ambición narrativa de la novela, así como en la ambición audiovisual de la película jamás empezada (con su exorbitante casting y su genial equipo de producción), se hace referencia a un universo imposible de describir si uno permanece en la realidad concreta. Jodorowsky, o al menos así cuenta el mito online, estaba dispuesto a enfrentar todos los condicionamientos de la realidad con tal de realizar su película. El chileno, contagiado por el aliento de la novela, deseaba superar a todo el cine fantástico y sci-fi hasta entonces filmado, quería, por ejemplo, que los efectos de Dune superaran a los de Odisea 2001 de Stanley Kubrick.

Para arrancar con el filme mediante el cual buscaba, además, cambiar la consciencia de la humanidad —¡menudo proyecto!—, Jodorowsky decidió rodearse de un equipo de “guerreros espirituales” como él mismo los llama en el documental en el que cuenta la historia de la película que nunca fue: Jodorowsky’s Dune (2014). Mientras reunía al casting de superestrellas y genios (convenció a Orson Welles con comida gourmet y consintió el capricho de Dalí de convertirlo en el actor más pagado de la historia de Hollywood), el director conformó un equipo artístico que, un poco más tarde, ayudaría a renovar la estética del cine de ficción científica. Dalí le recomendó un artista suizo que jamás había pensado en trabajar para el cine: H. R. Giger. Por su parte, Jodorowsky, capturado por la creatividad de su trabajo en revistas revolucionarias de ciencia ficción como Métal Hurlant, integró al artista francés de cómic Jean Giraud, también conocido como Moebius. El reclutamiento de supertalentos congregó además al ilustrador británico Chris Foss, al encargado de efectos especiales Dan O’Bannon (quien había trabajado con John Carpenter) y a dos bandas de rock singulares: los psicodélicos Pink Floyd y los desquiciados Magma.

Semejante alineación no habría significado tanto sin un trabajo volcado a la experimentación radical. Jodorowsky realizó con Moebius un storyboard sumamente detallado de alrededor de 3 mil dibujos. Estas páginas, presentadas a varios estudios y productores de cine en Estados Unidos, aseguraron la leyenda de Dune, la película. Impresionado por la visión del filme, admirado por su equipo y elenco, el todopoderoso Hollywood guardaba demasiadas sospechas alrededor de Alejandro Jodorowsky y su visión, en definitiva, romántica del arte: cambiar el mundo a través del cine no era una prioridad en la agenda de los estudios californianos. La cuestión se agravó cuando el chileno desistió de reducir la extensión de una película que tendría que alargarse mucho más que un largometraje convencional, se dice que el filme debía haber llegado a las catorce horas de duración. Hollywood quería Dune pero no quería a Jodorowsky. El proyecto se canceló antes de haber iniciado siquiera el primer día de rodaje. Una suspensión traumática que, por ejemplo, dejó a Dan O’Bannon en la quiebra y que lo obligó a internarse por 2 años en un hospital psiquiátrico.

El fantasma de Dune se hospeda en Disney

Aunque Dune nunca se realizó, siguió merodeando la ciencia ficción de Hollywood como un fantasma, como un psicodélico Rey Hamlet. Al intentar realizarse como película revolucionaria, se desrealizó a sí misma como posibilidad hollywoodense y terminó haciendo de lo irrealizable una promesa siempre postergada. La industria gringa se encargó no solo de ‘secuestrar’ al genial equipo armado por Jodorowsky para que se pusiera a trabajar en sus películas, sino que varias de las ideas plasmadas en el guión realizado por Moebius y Jodorowsky se encarnaran en toda una seguidilla de producciones exitosas: La guerra de las galaxias (1977), Alien (1979), Blade Runner (1982) y Matrix (1999), entre otras. De este modo, Giger pasó a diseñar el impresionante monstruo de Alien (filme en el cual también participó O’Bannon, ya recuperado) y a trabajar en más películas; su estilo oscuro y biomecánico se filtró al arte pop y se convirtió en un referente del diseño de portadas de discos, esculturas y tatuajes. Jean Giraud (Moebius), por su parte, fue contratado repetidas veces como dibujante y diseñador en cintas tan variadas como Tron (filme de Disney de 1982 cuyo vestuario y set diseñó), Alien (1979), El imperio contrataca (1980) y El quinto elemento (1997).

Jodorowsky, aunque lleno de frustración y muy resentido con el establishment del mundo del cine, se reagrupó con Moebius para trasladar al formato cómic muchas de las ideas que habían desarrollado para Dune pues, lejos de una adaptación literal, lo que había querido hacer era una reinvención visual del libro. De esta manera, el cineasta trocó el fracaso en oportunidad y se convirtió en escritor de cómics. Así, creó toda una saga a partir de la serie El Incal (1981-2014) y demás libros de estéticas y tramas emparentadas como Los Metabarones (1992-2003) y Los Tecnopadres (1998-2006). No son pocos quienes argumentan que el mejor trabajo de Jodorowsky no se encuentra en el cine sino justamente en estos cómics seriales que conforman todo un universo ficticio cuyos fans y lectores suelen llamar ‘Jodoverse’.

El futuro ya no está de moda

Ahora bien, el caso de esta película no filmada, y cuya influencia fue determinante en varios aspectos para la renovación fílmica de la ficción científica, puede entenderse no solamente a partir de las ideas tomadas del storyboard (“del tamaño de un directorio telefónico”, en palabras de Herbert) que Jodorowsky iba repartiendo a los productores y estudios a los que se acercó para negociar la realización del filme. En este sentido, dicho libro preliminar podría tomarse como una especie singular de manuscrito encontrado: las páginas acabadas de un proyecto audiovisual inacabado que encendió el deseo fílmico y modeló varias de sus ‘nuevas’ ideas. Empleo aquí la idea de uno de los artificios literarios más productivos: no solo el Quijote funciona a partir del manuscrito encontrado sino también buena parte de obras mucho más recientes como la de, por ejemplo, Paul Auster. La reapropiación de estas ideas desafiantes, experimentales y que podríamos llamar también contraculturales por parte del mainstream hollywoodense da cuenta de una operación habitual relacionada con la necesidad de renovación permanente. Podemos jugar a creer que este manuscrito rechazado pero a la vez reencontrado y reapropiado permitió que lo experimental y radical pasara, no sin domesticación, al cine más comercial.

Por un lado, el mainstream puede adscribirse una connotación positiva ya que se lo puede concebir en el sentido de la cultura para todos. No obstante, varias connotaciones negativas se podrían adjuntar al mismo concepto como la idea de cultura dominante o hegemónica. La batalla mundial de la cultura, la información y la influencia social halla en el mainstream la forma de complacer a todo el mundo. Lo que sucedió con las ideas de Jodorowsky —un excéntrico, un outsider— para Dune, es de algún modo semejante a lo que sucede hoy en día con el emporio Disney y su dependencia de filiales creativas como Miramax, DreamWorks, Pixar, etc. La infinidad de secuelas y franquicias, la creciente demanda y oferta de contenidos fílmicos y culturales hacen necesarias la creación y la innovación constantes. Pero el mainstream no se puede renovar a partir del propio mainstream y por eso se ve obligado a alimentarse de la contracultura, de la experimentación y de la diversidad. El poder de la industria cultural estadounidense la hace querer ser todo y a la vez su contrario: tanto la propaganda como la crítica, tanto lo mainstream como lo contracultural, tanto la alta cultura como la cultura popular, así como lo masivo y a la vez lo comunitario (diversidades sexogenéricas, filiaciones étnicas o nacionales, tribus urbanas, etc.).

Es dentro de este marco que la idea de futuro en el mundo contemporáneo, tan tratada por la ciencia ficción, cobra un sentido distinto. La sola magnitud de una obra como Dune, ya sea la novela o la no-película, da cuenta de otra sensación y otra relación respecto al futuro muy distinta, y muy propia de décadas pasadas, frente a la actual fatiga de futuro de la que da cuenta, por ejemplo, la investigación de Judith Berman titulada muy apropiadamente Ciencia ficción sin el futuro. En este texto, Berman examina el estado actual de las principales revistas de ficción científica y concluye un sentimiento general de nostalgia y temor al futuro. Las obras de Herbert y Jodorowsky, aunque presenten el futuro como un tiempo conflictivo, bien podrían responder aún a lo sentenciado por Oswald Spengler en su libro El hombre y la técnica (¡1931!) en el que habla del deseo fáustico de Occidente como “un intento espiritual por alcanzar el espacio ilimitado”. El mundo contemporáneo, obsesionado con la decoración, la cuisine, el chisme, el diseño gráfico y atravesado por la metástasis de la ironía por todo lado, presenta una actitud muy distinta.

A partir de 2000, William Gibson, autor de ficción especulativa, dejó de ambientar sus novelas en el futuro y desde entonces todas ocurren en el presente. Gibson (nacido en 1948, 28 años después que Herbert y 19 después que Jodorowsky) opina que el siglo XXI real es mucho más extraño y rico de lo que podría ser cualquier siglo XXI imaginado. Hay algunos puntos en favor de su argumento: recordemos que China prohibió en 2011 toda película o libro que trate de viajes en el tiempo o historia alternativa como si el Estado pudiera adjudicarse el poder de prohibir la posibilidad inclusive de soñar una realidad distinta, menos aún un futuro divergente. En una conferencia de 2010, poco antes de publicar su novela Zero History, Gibson comparó a su generación obsesionada con el “Futuro con F mayúscula” con la juventud actual que “habita una suerte de Ahora digital infinito, un estado de atemporalidad”. Bruce Sterling, escritor pionero del ciberpunk, va incluso más allá al decir que la atemporalidad es un subproducto de la cultura web y que el concepto mismo de ‘futuro’ es un paradigma viejo pues la palabra misma dejará de usarse.

Frente a este presente sin espesor, de cara a la fatiga de futuro que ha venido a reemplazar a la antigua noción de shock del futuro vinculada a los avances de la carrera espacial y a la sensación misma de progreso —y sospecha— luego de la Segunda Guerra Mundial, la cuestión de la película no rodada y nunca proyectada se vuelve aún más problemática. No solo porque su impulso renovador haya sido fagocitado por el mainstream sino porque en su proyecto frustrado de alguna manera se percibe ya una falta de futuro, una imposibilidad no tanto de cambiar los contenidos del arte fílmico como de poder transformarlo radicalmente como medio. Sin embargo, siempre quedará la duda. Ante la posibilidad de que Dune se hubiera plasmado en una película insoportable y sobrecargada (como suele pasar, por ejemplo, con la música de las superbandas de rock que reúnen en una formación estelar a miembros de otros grupos influyentes para terminar sonando mal), quizá es mejor solamente imaginarla, soñar con cómo hubiera podido ser. Este sueño, esta conjetura, no obstante, sería ya retrofuturista, es decir, sería otra forma de nostalgia.

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