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La misión de los contadores de cuentos. Sobre Saving Mr. Banks, de John Lee Hancock
Esta es la clase de película que a la crítica progre le gustará destrozar movilizada por el acto reflejo de que el protagonista no es otro que Walt Disney. Discriminador con las mujeres, maccartista, empresario implacable para los negocios, racista, Disney distaba de ser una joyita como persona. Pero en este caso se encontrarán con otro problema: P. L. Travers, la autora de Mary Poppins, tampoco era una persona para estimar: separó a 2 hermanos mellizos para cuidar solo a uno, prohibiendo que los niños se siguieran viendo. En suma, la Travers de la película tampoco es la Travers de la vida real. ¿A qué viene todo esto? Que esto es ficción. Y lo único que importa es la historia que se cuenta. El que quiera saber la veracidad de los hechos que vaya a las fuentes históricas. Saving Mr. Banks retrata la conflictiva relación que los Estudios Disney tuvieron con P. L. Travers cuando, tras 20 años de ofrecimientos, la autora de Mary Poppins se dignó en aceptar la invitación de Walt Disney para considerar adaptar su personaje al cine. Travers fue, auténticamente, un tiro en el pie para el equipo creativo.
En Saving Mr. Banks se vertebran 2 historias en paralelo: por un lado, la elaboración de la película con el continuo boicoteo de Travers y, por otro lado, el recuerdo de la infancia de la autora de Mary Poppins, con un padre bueno pero alcohólico. Esta última historia es la más débil aunque argumentalmente sea imprescindible. Ambas se refuerzan: los ecos de la dura infancia de Travers se multiplican, como espejo, en cada línea del guión de Mary Poppins. No tardamos mucho en darnos cuenta que la oposición de Travers no se basa en principios estéticos: la escritora está dejando en manos de Disney su infancia atormentada, aunque su delicada situación financiera la obliga a ceder ante el Imperio. Pero el proceso de la cesión de derechos es una tortura cotidiana para su autora. Ella no solo lamenta dejar su criatura en manos de alguien a quien no respeta: ella está viviendo, otra vez, el drama infantil, sin poder sublimarlo como lo hizo al escribir Mary Poppins.
Esa es una idea interesante: lo que el creador pone de sí, de sus propias entrañas, al escribir una historia. No hay posibilidad de negociación sin dolor, porque esas historias tipeadas en la máquina de escribir son más reales que la realidad. “Mary Poppins y los Banks son mi familia”, declara, angustiada, Travers en un momento del filme. Poppins y los Banks tienen carnadura, son parte de la esfera de afectos. Principalmente porque detrás está la figura del padre, un hombre que intentó cultivar la fantasía de su hija, dorarle la píldora de un mundo luminoso y mágico, tan distinto al cruel mundo de la vida real. Y en esa proeza el padre se derrumbó sin éxito. Travers puede creer que ha traicionado a su padre por negociar la historia: en realidad, ya lo ha traicionado cuando ha dejado de creer en la sola posibilidad de magia en el mundo.
Hay un tono en el filme que evoca la misma sensación de Mary Poppins: ese sentimiento tristón al contemplar el esfuerzo que hacen los adultos para que los niños no pierdan la magia de la infancia. Malabares torpes para que tarden en desayunarse sobre la injusticia básica del mundo. Esfuerzos para que sigan creyendo, para que se prolongue el tiempo de los juegos y de la inocencia. El esfuerzo es inútil pero no deja de ser noble. Y visto desde la distancia, conociendo el resultado, no deja de ser menos noble ni menos melancólico. Y, creo, esa actitud de resistencia tiene muchos puntos de contacto con la conducta del contador de cuentos, con el artista.
Precisamente, la tesis principal del filme es la postulación de la misión de los contadores de cuentos: restaurar el orden del mundo. “Porque eso es lo que hacemos nosotros, los contadores de cuentos, restauramos el orden con la imaginación”, declara Walt Disney en la escena clave del filme. Eso es el arte. Una manipulación del corazón para que la realidad no sea todo lo cruel y feroz que sabe ser. Un acto heroico para creer que la felicidad puede esperarnos a la vuelta de la esquina. “Incitamos la esperanza una y otra vez”, insiste Disney.
Esa es la grandeza destacable de seres como Disney o Travers, probablemente infames en la vida cotidiana, pero con el don mágico de regalarnos un mundo de ilusión. Ese es el fin de cualquier contador de cuentos, ilusionista barato con trucos de cartón, timador que logra arrancarnos la sonrisa, gastada, fatigada, pero sonrisa al fin, para seguir el trecho por un rato más. Alabados sean los contadores de cuentos porque ellos logran redimir a las almas puras pisoteadas en el engranaje implacable de la realidad.