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La miel de la higuera o el corpus delicti de Cristóbal Zapata
Hace diez años me regalaron el libro Te perderá la carne de Cristóbal Zapata, y nunca olvidaré lo que produjo en mí el poema La niña en el charco:
Desprevenida, con su falda corta
veo andar a la niña sobre el charco
ignora que el agua es un azogue
donde se refleja su calzón blanco.
Descubierto su secreto más tierno
en ese turbio espejo de agua
sólo quiero volver a encontrar su imagen
entre las ondas que deja a su paso.
Pero es tan repentino y fugaz el misterio
más súbito y veloz que el deseo o el aire.
Cuando torno a abrir los párpados
sobre el opaco cristal ya no hay nada.
Apenas consigo con mis dedos
acariciar la suave ondulación del agua.
Esa imagen delirante, suntuosa y terrible que dura apenas unos segundos, con la que un hombre abrasado por la imposibilidad del deseo se santigua y se moja con ese reflejo en el agua, me ha perseguido y atrapado desde la primera lectura hasta la actualidad. Este breve y estupendo texto es un claro ejemplo de cómo Zapata resuelve —nunca sabré cómo lo hace— de una forma tan singular muchos de sus poemas; es decir, toda una historia con su entramado y desenlace abisal, es sintetizada de forma lacónica y precisa: gatillazos sin pirotecnia verbal ni digresión. Son dardos que van directo a la diana, sin esguinces ni florituras. Poemas que en rigor y en su amplitud son epifánicos: manifestación, revelación o aparición donde nuestro nigromante interpreta visiones más allá de este mundo: los infortunios de la virtud. Como lo ha hecho con el célebre cruce piernas de Sharon Stone en Instintos Básicos, o en el poema Love Story, parte de su nuevo libro:
El ferruginoso aroma de tu sangre
invadió la habitación
convertida, de repente, en la escena de un crimen.
En un instante entré en tu cuerpo virgen, niña
sin que tú me lo pidieras.
Me tomó muchos años
encontrar la salida
Como se observa, el estupor y el quebranto se renuevan ante la descripción de un momento fugaz. En estos poemas cabe la expresión narrativa en términos líricos, es la revelación súbita de algo, son los arrebatos de hechos y circunstancias consuetudinarias como entendió Joyce las epifanías: algo cotidiano deja entrever su otro lado. El autor permite que la esencia de los elementos conecte y así se convierte en un voyeur profesional para la cirugía simbólica del cuerpo; como quien observa escondido un acto copulativo detrás de la cortina, escondido en el clóset, a través de la cerradura.
CORPUS DELICTI
Tras la custodia del vestido
arde tu forma sagrada
que alabo y adoro en su perfección.
Este es el cuerpo del Amor.
dichosos los llamados a su cena.
Esta poética que celebra “lo entreabierto” tiene una fascinación que coquetea con la antropofagia y canibalismo, se podría asociar con una afirmación de la poeta española Olvido García Valdés: “Cuando un elemento de la naturaleza capta nuestra atención, ocurre una fascinación, de la que hablaba Sartre. La fascinación es un fenómeno de la atención, un fenómeno pasivo, que puede dar lugar o no al poema. Consiste en que lo que está ahí de pronto nos absorbe y llena, como si el yo que percibe fuese un yo carente, por eso se llega a la poesía por carencia y precariedad existencial”.
Capaz de leer su propio trabajo, como si fuera de otro, Zapata ha dicho de sí mismo: “los dominios de la carne entendidos como desembocadura sagrada o profana, delta de Venus o Sodoma, atraviesan su poesía. Abertura, intersticio, tragaluz al infinito, el cuerpo femenino es el centro magnético de la poesía de Zapata: el lugar desde el cual mira y comprende el mundo. El poema ocurre en su contemplación ritual, en su búsqueda atribulada, en su posesión experimentada con un gozo ceremonial, sacramental y al mismo tiempo pagano. Erotismo y cristianismo se entrecruzan en un espacio donde la diferencia o la disidencia —en clave paródica o alegórica— llevan la voz cantante […] la elegancia elocutoria, de resonancias clásicas, alterna o se funde con ciertos giros y modulaciones del habla, fusión de la que resulta una transparencia no exenta de connotaciones y ambivalencias. A veces próximo al cultismo suntuoso y voluptuoso de Villena, o a la veta meditativa de Cernuda, de los dos hereda la recurrencia al monólogo dramático para elaborar sus ficciones poéticas. Alternando la prosa y el verso, el relato y la visión, combinando autobiografía e invención, su poesía es también una reflexión sobre la escritura misma, un ejercicio de autoconciencia creativa.” Véanse en La miel de la higuera los hermosos poemas Fernando de Herrera lee El Cortesano o Leyendo el Endimión de Keats en Playas de Villamil.
En el punto de inflexión del texto como monólogo dramático me detengo, ya que es un recurso singular y recurrente en la obra de Zapata. Tal cual lo hizo con su poema Porto Ercole, verano de 1610 de su libro No hay naves para Lesbos, personificándose como Caravaggio, o en tres textos de su anterior poemario Jardín de arena, en los que imagina las voces de David Ledesma Vásquez, César Dávila Andrade y Jorge Carrera Andrade. Ahora lo vuelve hacer con el artista venezolano Armando Reverón y el poeta cuencano decimonónico Ernesto López Diez (a quien acaba de consagrar un libro con esa prolijidad que caracterizan sus ensayos y estudios de largo aliento). Este punto a su vez se abre para nombrar otra impronta en su obra: los preámbulos o “vestíbulos” que a veces anteceden a sus poemas a modo de microensayos. Proceso de escritura que nos transporta a esa rigurosa y prolífica veta ensayística y narrativa de la cual goza el autor (no olvidemos su libro de cuentos El pan y la carne, Premio Joaquín Gallegos Lara en 2007).
Otro aspecto a notar es la correspondencia que mantiene Zapata con el reino visual. Prueba de ello son los múltiples ensayos sobre arte y una decena de poemas sobresalientes en sus distintos títulos. Su relación con las artes plásticas parece esencial en el aprendizaje y uso de procedimientos y técnicas visuales. En muchos de sus poemas hay un trabajo sobre la pintura, casi una fenomenología del ojo emocionado: relación entre las imágenes de la naturaleza y las imágenes pictóricas o conceptos artísticos. No en vano, le gusta repetir un adagio de Wallace Stevens: “Los problemas de los poetas son los problemas de los pintores, y los poetas deben recurrir a menudo a la literatura de la pintura para discutir sus propios problemas”.
Para quien escribe “la raja del sexo es la bisagra del mundo” es indudable que siempre va a ser tan importante el folle como el fuelle. Su relación genital con el lenguaje produce poemas lubricantes; estamos ante un Sumo Pontífice del Templo del Morbo. En Mil mesetas Deleuze y Gautari señalan: “Cada vez que el deseo es traicionado, maldecido, arrancado de inmanencia, ahí hay un sacerdote. El sacerdote ha lanzado la triple maldición sobre el deseo que es carencia (¿cómo no iba a carecer de lo que se desea?). El sacerdote ha relacionado el deseo con el placer”. A esta estirpe sagrada pertenece Zapata.
En poemas como “La miel de la higuera” o “En el aire” — escrito significativamente “a bordo de un Embrear”, para agudizar la ambivalencia—, se manifiesta el frenesí sexual a través del olfato, la manualidad y la oralidad. Pero, como no hay tiempo para perder en prólogos ni en mucha milonga, nuestro autor en un zarpazo delirante, súbito y prestidigitador, hace estallar la vulva “como una granada vegetal” hasta chupar “la pulpa encarnada” —en el primer poema—, o pasa —en el segundo texto— de preguntarse cuál es la esencia que atraviesa los cuerpos de las azafatas para concluir que “saben a cielo”.
Uno de los poemas esenciales del libro es “En la Foch”. En un acto paródico al tedioso discurso patriótico y ligero de cada 24 de Mayo, Zapata hace de su happy hour en un bar de la Plaza Foch una verdadera proclamación de independencia política, poética y sexual, y lo hace con el aire distendido y relajado de quien que se sabe fugaz y foráneo en otra ciudad: “los ojos pican sexos, ancas, senos. / Pican y sorben su savia escondida: / flujo-miel, sangre-miel, leche-miel”; “Abrir un cuerpo es hallar su tempo, su sabor, su verdad. / No las manos, / los ojos abren los cuerpos”; “Cuídense de mí. / Yo lo veo todo, yo lo leo todo. / Yo chupo sus cuerpos que pasan / de dos en dos, / como dos mojitos, como dos cocktails, / en la hora feliz / de la tarde”. Nuestro autor se percibe a sí mismo con un chupaflor pronto a desmitificar la cerradura y mojigatería de la quiteñidad: “Colibrí. / Pájaro insaciable, / diminuto y eficaz, / mi cuerpo entra y sale / de pétalos que se entreabren, / cuando cae la tarde equinoccial”. Es conveniente detenernos en este contrapunto que Zapata establece conforme se avanza en el poema, puesto que además de exhibirse como un lascivo incorregible, es obsesivo con la disidencia sexual —otro tema medular en su obra. Zapata es un ferviente soldado no practicante de la disidencia sexual, el “liróforo” que canta todas las heterodoxias.
En su libro anterior, Zapata había dicho que “de algún modo el cuerpo de Lorca sigue corriendo en el de Arenas, como el de Arenas continúa su fuga en el de Roy Sigüenza”, que “quisiera filmar esta posta del cuerpo pagano, esta carrera a campo traviesa”. En el poema de la Foch rinde homenaje a los “sodo-míticos” y neobarrocos Reynaldo Arenas, Severo Sarduy, Néstor Perlongher, Oswaldo Lamborghini, casi todos ellos víctimas del VIH, “seropositivos”, mientras —por contraste y autoirónicamente– nuestro poeta se afirma “un cero negativo / un cero a la izquierda / de la ciudad ajena”. Una vez más, los códigos de la disidencia sexual parecen ser capitales en la generación de puntos de fuga o aperturas espirituales y vitales. Tal como ocurría en sus libros Te perderá la carne o No hay naves para Lesbos, hay una correlación entre la disidencia sexual, poética y política, lo cual resulta coherente si recordamos que el Marqués de Sade fue sacado en andas durante la Revolución Francesa.
Así como el gran poeta brasilero Haroldo de Campos culturalizaba desde las cosas más insignificantes hasta las más trascendentales, Zapata lo erotiza todo. Es un lanzallamas erotómano, heredero de la obra poética de Carrera Andrade, pero sostenido frente al artificio de un video de Youporn en su estética de la percepción del mundo. Para muestra algunas de sus imágenes: “pulpa encarnada”, “noche seminal”, “fanerógama en flor”, “el deseo recuerda otro lugar”, “me faltan pechos para sus bocas hambrientas”, “entre sus piernas temblaría de deseo el presente”, “soy la madre multípara de mis deseos”.
La mujer es capital y núcleo en su poesía. Hurga el cuerpo femenino hasta extinguir su última sutura y escarbar en la hondonada lóbrega o umbral sagrado. Al igual que el chileno Gonzalo Rojas en Zapata se da lo sacro y lo concupiscente a la vez, simultáneo. Es un místico concupiscente.
Poeta “lentiforme”, Zapata escribe demorándose. Prudente con los tiempos de publicación, paciente, fragmentario, acumula para disparar certero. Su obra no es cuantiosa, es precisa. El deseo siempre va a pedir algo más hermoso decía Baudelaire.
Faltaría espacio para hablar de las dedicatorias del libro que celebran la amistad en un pirotécnico ejercicio de inteligencia; las Estancias, los Tributos, la nostalgia de los aromas y pasadizos de la infancia celebrados en el poema a su hermana, su homenaje a la terrible Amy Winehouse, la carne y el espectro de Marilyn Monroe o El Monte de Venus (una fábula).
Libro extremadamente ordenado, extensión de la simetría de un verso de Jardín de arena “cuando no se puede hablar de belleza, es suficiente con su abrumadora evidencia”; o de algunos versos de Te perderá la carne “desde aquí has visto caer la noche sin gloria, exhausto de buscar un sitio, un cuerpo en ella. ¿Quién te dirá lo que fuiste, lo que quisiste ser? Te perderá la carne Escriba, te perderá la carne Escriba y nadie dirá nada por vos, nadie”. Con Zapata aprendimos que la única revolución posible es la del cuerpo. ¡Hasta la Victoria Secret querido liróforo!