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El alero de las palomas sucias

La escritura del Gabo: caramelo con veneno

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4:20 de la mañana. Llueve como para siempre. Estoy desnudo y solo, estirado en un camastro alquilado por una noche. Calor de trópico, lluvia en la madrugada y un bicho trepando lentamente por la pared. ¿Qué más quieres como atmósfera para escribir un texto sobre García Márquez? Cierro los ojos y oigo el monocorde tono de la lluvia y a su vez me viene la voz de Isabel, viendo llover en Macondo: “En la intensidad uniforme y apacible se oía caer el agua como cuando se viaja toda la tarde en un tren (...) parecía como si estuviera lloviendo de otro modo, porque algo distinto y amargo ocurría en mi corazón”.

Fue con ese monólogo que descubrí a García Márquez y, como en ese entonces yo era huérfano, lo adopté como mi padre. Así es que, prestando, expropiando, fotocopiando, leí toda su obra de manera compulsiva, como un ciego que repentinamente va adquiriendo la maravilla de la vista. Leía uno de sus cuentos y salía como en estado de ebriedad a descubrir el mundo, a palpar sus bordes, su espesor, su funcionalidad, y a encontrar nuevamente el sentido de la palabra que le correspondía a cada cosa, porque todo, hasta la piedra, tenía sueños, magia, vida. Una maravilla. Una prodigiosa experiencia hasta entonces solamente vivida una vez, allá en el medioevo, cuando de mi estado natural de analfabeto encallé en el Silabario, aquel folleto sobrenatural que me permitió adjudicar a cada signo escrito un fonema que al salir de mi boca suscitaba la mágica aparición de la cosa pronunciada. Ca-sa —leía— y delante mío aunque estuviese lejos, aparecía la casona. Pe-rro —decía— y mi oído interno se llenaba de ladridos y lengueteos del enorme Monseñor.  Algo así, pero en dimensión cósmica, me ocurrió con la obra de García Márquez, a través de la cual la magia de su lenguaje pronunciaba el amor, la soledad, la tragedia, y la realidad volvía a inaugurarse. 

Recorrer, de ida y vuelta, El Coronel no tiene quien le escriba, sin duda alguna una obra perfecta, me significó separarme de los legajos y anales históricos tradicionales, más bien pobres y penumbrosos, para volver la vista a la imaginación y reinvención de nuestro propio mundo, de nuestra memoria de familia. La ciudad blanca, que así se sigue llamando Ibarra, era un manojo de calles donde no ocurría nada porque el tiempo hasta allá no llegaba, pero al contacto con el mundo garcíamarquiano, para mí se transformaba en una cantera de primera calidad, como lo era Macondo. Bastaba evocar a mi abuela para encontrar en ella la Mama Grande, aunque sus funerales no hayan sido ni fastuosos ni modestos, ya que alguna vez, enlutada, hierática, como Úrsula Iguarán, salió rumbo a la iglesia y no volvió más o, mejor dicho, se disolvió en el aire. Estaba convencido de que si García Márquez hubiese conocido a mi tío Alejo, que para mí medía unos tres metros y que al fondo del tercer patio lo tenían enjaulado, hubiese hecho un texto maravilloso como aquel titulado ‘El ahogado más hermoso del mundo’. El defecto, quizá, hubiese sido no disponer de la cercanía del mar, el consecuente tufo del cielo y los cangrejos entrando a las casas con toda confianza. Pero a cambio, se tenía a la mano otros encantos propios de los Andes, pródigos en desdicha, fuenteovejunismos y apego visceral a la mezquindad. A diez cuadras de la casona se desplegaba el bullanguero mercado Amazonas, en cuyo entorno ejercía en persona su colorido oficio Baclaman, el vendedor de milagros.  Al doblar la esquina sur, a veinte pasos, estaba el conventillo donde vivía y vendía empanadas de viento doña Dolores, una señora aún joven con un pecho legendario, digno de Amarcord. Y en la noche, una vez que sus dos hijos pequeños estaban dormidos, ella, camuflando con colonia Rosas del Sur el aroma a cebolla y viento de sus empanadas, atendía a sus clientes casi en fila, como si ella fuese en la noche la cándida Eréndira y en el día su propia abuela desalmada. Y así, en hilera, tenía a la mano los materiales propiciatorios para seguir las huellas del maestro colombiano.

Pero, como no podía ser de otra manera, bastó hacer el gesto de ir vertiendo aquel cosmos real y patrimonio imaginario en el papel, para darme contra los muros. Para conocer la vergüenza, la impotencia y una fundamental enseñanza:  que a diferencia de Borges, Onetti y Vargas Llosa, y tantos otros maestros cuyas obras forman a un joven escritor, la narrativa de García Márquez resultaba un caramelo con veneno. Si fascinaba al leerla, al momento de escribir, su estilo subyugaba, enajenaba, de tal manera que aquello que en el maestro era magia, en uno terminaba siendo un torpe truco. Y, lo peor, es que la escritura de uno, por más que intentaba distanciarse de la pegajosa influencia aunque fuera escribiendo sobre la adolescente banda de asesinos de taxistas, terminaba con las palabras pegoteadas de un realismo más que mágico, ‘chiveado’.

 Entonces, sin más, sin aspavientos ni quejidos, colgué los primigenios guantes de escritura y continué la exclusiva, la privilegiadísima vida de lector, pues, nada se compara con ella. Como muy bien lo dice Bolaño, escribir no es normal, lo normal, lo saludable, es leer. Y, de paso, conviene repetir, respecto a la escritura, la legendaria frase de Bartleby, “Preferiría no hacerlo”.

 

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