Publicidad
La antiguía del lector
Habría que decir de entrada que este texto no constituye más que una confesión de parte, un testimonio al paso del lector que me habita.
Este proyecto de bitácora se escribe en plena travesía literaria. La lectura es parte consustancial de mis actividades, en especial en los últimos años. Con un libro en las manos hago casi todo: los paseos familiares, los viajes en Ecovía, las horas de oficina y hasta los almuerzos. Leo y leo sin brújula alguna, gracias a mi inutilidad expresa para seguir guías y a un impulso irresistible por saltarme normas y etapas. Me he sometido gustoso a los variables vientos de la literatura, confiando, confiando….
Como mercenario-lector debo reconocer que hace poco me encontraba perdido. Y lo peor es que no podía pedir ayudar.
En primer lugar cruzaba por mi mente por la atrapante historia del asesino Gary Gilmore protagonista central de La Canción del Verdugo de Norman Mailer de más de 500 páginas; en segundo estaba La Gran Novela Latinoamericana de Carlos Fuentes, de otras 500 y finalmente Creía que mi Padre era Dios de Paúl Auster de otras 400 “bien puestas”.
¿Cómo llegué a esta situación?, evidentemente por un deseo insaciable de leer, pero sobre todo, por mi afán de extraer de las grandes mentes del universo su conocimiento y de extraerles los secretos a los magos de las letras.
Quería librarme de esa presión y el único camino que me permitía era hacia adelante, debo confesar que sentía incesantes llamados a dejar esos libros a la mitad, sin embargo no me atrevía.
El peso de los nombres (Auster, Mailer, Fuentes) me hubiera quedado grabado en la conciencia como un tatuaje. Hasta que de repente toqué tierra. La contemplé, diminuta a la distancia y luego seguía diminuta y hasta cabía en mis manos. Desembarqué en una isla del tamaño de un ratón. Arribé a Firmín, una obra de apenas 240 páginas sobre un roedor de biblioteca.
Satisfecho, disfruté de un pequeño reposo antes de enfrentar el gigantesco problema de tener dos enormes bajeles bajo los nombres (Mailer y Fuentes) abandonados en puerto. En semejante situación, tomé la decisión más “garciamarquiana” posible y busqué… otro libro.
En el periódico leí con avidez, un comentario sobre los encuentros reales entre una desesperanzada Manuelita y Herman Melville en la costa de Paita. Me decía el artículo que ese encuentro se lo aborda también en La Costa Secreta de Costaguana, libro de Juan Gabriel Vásquez. Vásquez. El colombiano no es un extraño para mí, pues había disfrutado y mucho de El ruido de las cosas al caer y del El arte de la distorsión, aparte la obra sobre Costaguana descansaba en mis astillados anaqueles.
Esa lectura resolvió las restantes, las aligeró. Me motivó su velocidad, su tráfago y me transmitió la energía mental necesaria para enfrentar las siguientes.
Renovado enfrenté los asedios de Fuentes y su erudición hasta el final; me quedé con apenas dos libros en la maleta, mejor dicho en la mochila. Así logré mantenerme a flote en este océano, con cargas compensadas y deliciosas que constituyen una gloria durante mis extravíos mentales.
Pronto sin embargo, emprendí nuevos desafíos. Quise descargar (kindle de por medio) La invención del amor de José Ovejero a $ 9.99, condición básica para animarme a escucharlo en Quito. Al no lograrlo, desistí de ir. Me sentía traidor a mí mismo y entré a una librería dispuesto a curar letra a letra mi tristeza.
Pronto salí con un Augusto Monterroso, valioso y barato como es Literatura y Vida y con un confiable texto de Iván Egüez, La lectura esa íntima batalla. Sentía ansiedad por revisar mis libros, por jugar con ellos, en fin de mojar mi vida en esas letras, hasta el punto de beberme el agua en la que floto.
En otra parada les cuento cómo Sergio Pitol llegó “pitando” en la tarde.