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Ecuador, 23 de Junio de 2025
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El alero de las palomas sucias

Jugando con fuego

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La redondez del mundo rodando en el universo y nosotros acá en los graderíos oyendo el galope de la sangre. Y nosotros acá en la sangre oyendo el galope de los graderíos. Porque se oye la sangre en las sienes, en el pulso, el corcoveo del miedo, el gemido húmedo de la eternidad a punto de trizarse en los músculos del futbolista, en la desesperación de sus zapatos que hundiéndose en la tierra y despeinando el césped, corre, huye, apropiado del planeta de cuero, perseguido por un tumulto de zapatos y jadeos decididos a frenarlo, a sumirlo en el fracaso.

Porque de eso se trata la contienda llamada fútbol: una suma de gestos heroicos, despliegue de tácticas y decisiones súbitas, como puñaladas, como evocaciones fulminantes, que si no cuentan con la ayuda de la magia o el milagro, terminan de forma sistemática en el fracaso. Dos, tres, cinco pespuntes en el césped, dos tres cinco pases que inician el tejido maravilloso, vehemente de una danza, pero nuevamente, en forma ineluctable, la atesorada esfera es recuperada por el equipo adversario que, a su vez, después de tres o cuatro pases, vivirá el mismo fracaso. Noventa minutos dura el tejido invisible que si al final del match un holograma permitiera verlo, sería un compuesto de contados segmentos bellos, compactos, coloridos, y una gigantesca telaraña furiosamente rota, andrajosa, tejida por el fracaso. Pero esa obra trágica, invisible, cuenta en el fútbol más bien como un sistema estimulador, como un mecanismo multiplicador de ansia, apetito, adrenalina. Aunque lo único que objetivamente tiene un valor indiscutible sean los escasísimos destellos, no siempre factibles en los partidos: los goles, el gol.

El pie asesta el golpe en el balón y este, por disposición divina, abre un sendero súbito entre el tumulto de piernas y el vuelo del arquero, para inflar las redes, las gargantas, los corazones, porque ha llegado el premio, el gol, la victoria aunque fuese tan fugaz como el grito. Y, al mismo tiempo, tan estridente como el silencio de muerte que viven los goleados en la cancha y en el graderío. Pero qué sentido tendría el denuedo, la audacia, la furia de los dos equipos si no hubiese al fondo de cada lado un rectángulo en el cual meter la bola. Qué sentido tendría si el juego endiablado del fútbol careciese de goles. Sin ellos, el fútbol sería un laberinto para locos, como el castigo de Sísifo, como un castigo perpetuo al aire libre.

Tejer y tejer pelotazos, figuras de aire, engaños milagrosos, golpes accidentales, apropiación y expropiación del balón, ir y venir, sudorosos, atrapados en el juego y sin salida, como reos, porque el solo escape, aparte del tiempo de juego, está en el arco. Allí se ubica el paredón en el que se cumple o no se cumple el fusilamiento que lleva a la gloria a unos, y a otros, a la derrota. Y acentuando la hipotética locura, qué sería el fútbol si además del arco y los goles, careciera de pelota. Veintidós gladiadores, de anatomías helénicas y una fuerza de semidioses, corriendo por la cancha sin ningún derrotero, buscando en el aire, en el vacío, un destino para sus zapatos, la pasión, el latido salvaje de la sangre. A menos que, de pronto, por una orden atávica, empezaran a gruñir, a morderse, a caerse encima, a combatir a muerte con el solo afán de ser sobrevivientes.

 

2.

Hay gente que vive de espaldas al fútbol. Y otra gente que tiene el mentón asentado en la cornisa, desde donde se ve de manera impecable cómo va mudándose de manchas el paredón. Todo es lo mismo en suma. Los estadios son los mismos y no siempre la muchedumbre que los llena asiste por la misma causa. Se vende abiertamente cerveza, comida, plásticos para meter la cabeza. Se vende clandestinamente aguardiente, veneno en pastillas, condones en caso de gol. Hay gente que se duerme o que desliza sus dedos hacia el prójimo. Hay gente que juega cartas mientras se decide la suerte del mundo en la cancha. Hay parejas que se besan o se apuñalan sin haberse visto nunca antes. En medio de los gritos unánimes, hay niños que gatean o se pierden para siempre. Hay un mercado de carne nueva en los graderíos posteriores, mientras las madres venden el diario del día siguiente. Hasta cuando el gol parte, en dos pedazos perfectos, el cielo, la cancha y el graderío. La gente, entonces, se lanza encima de la gente y se enciende el fuego. En el desolado césped aúlla un perro buscando entre las llamas a su dueño.

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