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J.D. Salinger: una introducción

“Dios Todopoderoso, Franny. Si vas a rezar la Oración de Jesús, por lo menos dirígesela a Jesús, y no a San Francisco y a Seymour y al abuelo de Heidi todos en uno”.

Zooey Glass

“Preferiría no hablar de eso. He sido y espero seguir siendo amigo de Salinger, y no le gusta que hablen de él. Así que prefiero no contestar”.

William Maxwell, editor de The New Yorker, a Susan Stamberg en entrevista para la National Public Radio, el 24 de febrero de 1997.

 

Intro I

Tengo repartidas las obras de Salinger en distintos escondites de la ciudad por si alguna vez, como en la novela de Bradbury, a los bomberos se les ocurre organizar hogueras de libros para ahorrar a la humanidad la angustia de pensar a través de historias. Conocí El guardián entre el centeno apenas me había graduado del colegio: lo agarré por casualidad en una biblioteca de Santiago, me senté apegado a la pared en el suelo alfombrado de un pasillo entre las estanterías y lo leí de corrido. Quedé impresionado. En contra de lo que muchos lectores de medallita sostienen –que “está bien para ser una lectura de adolescencia”– siento lo mismo cada que repaso esos tres días que Holden Cauldfield a sus dieciséis años vaga por Nueva York. Eso me enorgullece. Desde entonces me dediqué a buscar todo lo que habían publicado –Nueve Cuentos y las historias de la familia Glass– que, se sabe, es apenas una pequeña parte de lo que escribió. Además de conocer su vida a través de biografías y textos periodísticos más o menos honestos. Lo que menos le gustaría a Salinger es justamente lo que voy a hacer: escribir sobre él.

Intro II

Si de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo primero que querrán saber es por qué un desequilibrado como Mark David Chapman se puso a leer El guardián entre el centeno después de perforar el pulmón de John Lennon, o por qué Margaret Salinger, la hija del escritor, publicó un amargo ajuste de cuentas hace catorceaños contra su padre sabiendo que no iba a obtener respuesta porque su oponente se había recluido en un mutismo religioso, o las demás puñetas –sí, “puñetas”, porque esa es la palabra que Carmen Criado, la traductora, inmortalizó en el primer párrafo de la novela– que son territorios del periodismo amarillista de chisme literario. Pero no tengo ganas de contarles nada de eso. Primero porque esa información la pueden encontrar en los primeros puestos de cualquier motor de búsqueda web. Tampoco crean que les voy a contar todo con pelos y señales. Solo voy a hablarles de unas cosas de locos que sucedieron en la vida de uno de los escritores que más cercanía ha llegado a tener con sus fans-lectores para arrojar nuevas luces a su escritura: guerra, éxito, ego, misticismo, silencio.

El exilio de Valley Forge

Corría el año 1932 y uno de cada cuatroestadounidenses estaba desempleado. La familia Salinger, en cambio, de origen judío por parte de padre, se estaba mudando al Upper East Side de Manhattan, una de las zonas más exclusivas de Nueva York, frente al Central Park. Solomon había hallado el éxito en la importación de carnes y quesos desde Europa mientras Miriam se dedicaba a mimar a su primer hijo, Jerome David, a quien cariñosamente lo llamaban Sonny. Pero apenas dosaños después, siendo aún adolescente, Sonny fue despojado de sus algodones: tuvo que trasladarse a la academia militar Valley Forge como un exilio necesario por su bajo rendimiento en las escuelas de la ciudad. Ese sería el germen de la disciplina a la que se sometería más tarde y, lo que es más importante, la materia prima –no el alma– de El guardián entre el centeno.

El porte deliberadamente neoyorquino de Sonny no le facilitó tener muchos amigos. “Siempre hablaba en forma pretenciosa, como si estuviera recitando algo de Shakespeare”, dice un compañero suyo. Es verdad que se dedicaba formalmente al teatro, pero lo más importante para el nuevo alumno era la edición del anuario Crossed sabres (Sables cruzados) del cual se dice que podría ser el suplemento pictórico de El guardián. En este tipo de publicaciones se nota claramente la voz que Salinger mantendría en el futuro: realizaba críticas de novelas a las que ya tachaba de “falsas” y mostraba una sensibilidad ante los detalles pequeños que le rodeaban. En una canción que compuso para el ultimo día del colegio –y que continúa utilizándose– dice: Then cherish now these fleeting days. / The few while you are here. / The last parade, our hearts sink low (1).

“Bust”: roto

Soony a sus veinte años ya era J. D. Salinger porque había decidido ser escritor profesional. Puede parecer extraño que se tenga que hablar de la guerra al tratar una obra que casi nunca alude a ella directamente. Pero es imprescindible. Tal es así que Margaret Salinger dijo que su padre nunca más volvió a ser un civil. En una de las decisiones más ingenuas de su vida, resuelve enlistarse en el ejército americano para la Segunda Guerra Mundial que apenas había empezado. Sus móviles fueron dos: salir de la casa de sus padres y no tener distracciones para escribir. Sin embargo, en los exámenes médicos le detectan una afección cardíaca leve. Frustrado, se dedica a la vida social, tiene un romance con Oona O’Neill –quien después sería esposa de Charles Chaplin y madre de ocho hijos– y se dedica a exponer y parodiar su hábitat, el único lugar que conocía: la clase alta neoyorquina. Esa frustración de sentirse parte de lo que se odia es lo que hace nacer a Slight Rebellion off Madison, el primer relato en el que aparece Holden Cauldfield. Se trata casi de la misma escena que aparece en El Guardián conversando con Sally Hayes, en una pista de hielo, tratando de convencerla de que deje todo ese mundo de apariencias y se casen y se vayan lejos. Ella, como es obvio, no le entiende.

→ Ya en la segunda mitad del siglo, J. D. Salinger se adentró absolutamente en la espiritualidad que le ofrecía el Evangelio de Sri Ramakrishna. Buscaba una relación personal con Dios, a través de quien podría conectar consigo mismo y con los demás para llegar a la paz interior. Estaba convencido de que su escritura era meditación...El ataque a Pearl Harbor a finales de 1941 cambiaría todo. Se necesitaba más gente en el ejército así que Salinger, ahora convencido del deber patriótico que estaba por cumplir, ya entraba en sus planes. Lo preparan para trabajar en contraespionaje y dos años después está desembarcando en Normandía enrolado en el Regimiento 12 de la Cuarta División de Infantería. Era el día D, el día que iniciaría la ocupación de los Aliados a la Europa controlada por los nazis, el día que empezaba un infierno que el escritor no vislumbraba todavía. Una equivocación en una postal que Salinger envió por esos días a su editor en la revista Story, Whit Burnett, es elocuente: en vez de verse la palabra busy (“ocupado”) se lee bust (“roto”). En Emondeville murió uno de cada diez militares para tomar una insignificante villa de menos de cien personas y en Cherburgo fue parte de una guerra casa por casa en la que tomaron casi dos mil prisioneros en dosdías. Fue recién el primer mes de guerra en el que Salinger no había podido ni siquiera darse un baño. Estaba aterrorizado.

Se dice que Hitler llamó a Dietrich von Choltitz en agosto de 1944 a preguntarle: “¿Arde París?” El general nazi encargado de la zona francesa se negó a cumplir las órdenes de no ceder la ciudad bajo ninguna circunstancia o, en el peor de los casos, dinamitarla entera. Esa desobediencia salvó la vida de Salinger, quien fue de los primeros en entrar a la capital. Las mujeres se acercaban para besar a los soldados americanos, les acercaban a sus bebés, los hombres les ofrecían vino. Cuando el escritor atrapó a un espía nazi, las turbas francesas lo arrancaron de sus manos y lo asesinaron en el acto. Ese era el nivel de acostumbramiento a la muerte que rodeaba a las tropas. Por esos días Salinger conoce a Hemingway en un encuentro que siempre recordará cálidamente.

Un mes después, la Cuarta División de Infantería ya estaba en Alemania, durmiendo en hoyos enfangados, tropezando con cadáveres, resistiendo a las contraofensivas de Hitler en la Batalla del Bosque de Hürtgen, tal vez la más feroz de la guerra. Rodeado por aquel fracaso militar, Salinger encontraba momentos para escribir. Aquí se encuentran los primeros indicios de la experiencia espiritual que todo aquello estaba generando. Llevaba siempre consigo los poemas ‘El cordero’, de William Blake, y ‘Sin mapa’, de Emily Dickinson, los cuales eran sus sustentos metafísicos. Años después, en su relato Seymour, una introducción, diría que su personaje Buddy Glass, cuando estaba en el ejército, se alivió de una manera casi mística de una pleuresía que lo aquejaba: el mismo poema de Blake, colocado en el bolsillo de su camisa, exudó un poder curativo parecido a un método de termoterapia.

‘El Cordero’, William Blake
Oh Corderillo, ¿quién te ha hecho?
¿Aún no sabes quién te ha hecho?
Te ha dado vida y alimento
junto al arrollo y sobre el prado;
te ha dado ropas deliciosas,
suavísima lana brillante;
y te ha dado una voz tan tierna
que el valle todo se alboroza.
Oh Corderillo, ¿quién te ha hecho?
¿Aún no sabes quién te ha hecho?
Oh Cordero, yo he de decirlo,
Oh Cordero, yo he de decirlo:
se llama por tu mismo nombre,
pues que Cordero a sí se llama:
es apacible y bondadoso,
de un niño tuvo la apariencia:
a nosotros, niño y cordero,
por su nombre nos llaman todos.
Cordero que Dios te bendiga.
Cordero que Dios te bendiga.


‘Sin mapa’, Emily Dickinson
Jamás hevisto un páramo,
jamás he visto el mar;
mas sé lo que es el brezo
y me imagino una ola.
Con Dios nunca he hablado,
ni el Cielo he visitado;
pero sé exactamente dónde están
como si tuviera el mapa.

Después de participar también en la Batalla de las Ardenas y tras el suicidio de Hitler, Salinger llega al Campo de Concentración de Dachau. Lo que tuvieron que hacer allí no pudieron entenderlo: liberar personas que no eran prisioneras de guerra. En su bolsillo estaba El guardián entre el centeno.

Fuego entre las palabras

En una carta, quien después fuera el editor de la revista Cosmopolitan, Aaron Hotchner, pedía consejo a Salinger sobre un texto que estaba escribiendo. La respuesta fue: “No hay emoción oculta en esos relatos. No hay fuego entre las palabras”. También, cuando asistió a algunas clases de Escritura antes de enrolarse en el ejército, leyó a Faulkner como ejemplo de “no interponerse entre el lector y el texto”. O, caso contrario, exponerse absolutamente. Son dos claves para entender la escritura de Salinger. Esa sordidez y esa ternura que solo surgen en el silencio, en los signos de puntuación, en lo sobreentendido. Y esa empatía vital que crean las angustias y las búsquedas de sus personajes con cierto tipo de sensibilidades.

El guardián entre el centeno fue el desfogue por el cual Salinger pudo manejar su estrés postraumático. Ese diagnóstico psicológico no era muy conocido a mediados del siglo XX y sus compañeros tuvieron que lidiar con él como si no hubiera pasado nada. El escritor ya había empezado a seguir a Daisetz Suzuki, mezclando misticismo cristiano con budismo zen, en especial sus ideas que conectaban arte con espiritualidad, escritura con meditación. De ahí surgía su obsesión por lo perfecto y la necesidad que tenía de que los editores no tocaran ni una coma de sus textos. En otoño de 1950, cuando ya había publicado su exitoso cuento El día perfecto para el pez plátano en The New Yorker, finalmente termina la novela que todos esperaban. El primer comentario que recibe, de la editorial Harcourt Brace, pregunta: “¿Se supone que Holden Cauldfield está loco?”. Sus editores en The New Yorker, por su parte, tampoco mostraron demasiado entusiasmo. Tiempo después, muchos críticos no se desviaron de aquella tendencia, lo que hizo que Salinger los despreciara para siempre por ser “incapaces de sentir la experiencia de El guardián”. Todos esos eran síntomas de un mal que se extiende hasta hoy: la incomprensión en la que sobrevive Holden Cauldfield. Por lo menos las ventas siempre estuvieron del lado de Salinger de una manera abrumadora.

Holden Cauldfield es un adolescente que es expulsado de Pencey, el colegio-internado en el que estudia. Fuma, toma, habla con “malas palabras” y deambula por los barrios bajos de Nueva York hasta que, tres días después, tiene que llegar a la casa de sus padres. Al mismo tiempo es extremadamente sensible –recuerda que Jane, mientras jugaba damas, nunca movía las fichas de la última fila y que su lágrima, ante los gritos de su padre, cayó exactamente en la casilla roja del tablero– y odia la hipocresía y falsedad en la que se desenvuelven todos –“si yo fuera pianista tocaría dentro de un maldito armario”. Aunque, al mismo tiempo, sabe que él es la persona más mentirosa del mundo. Otra vez está la dualidad de ser lo que se odia, de pertenecer a lo que se critica. La pérdida de fe que experimentó Salinger en el campo de batalla se proyecta en la pérdida de fe que tiene Holden en la inocencia tras la muerte de su hermano mayor. Phoebe, su hermana pequeña, uno de los personajes femeninos más entrañables de la literatura, es quien lo “rescata”. Se trata de una constante búsqueda de lo inocente, de lo sencillo. La interrogante de si en el mundo es posible llegar a ser adulto sin ser “falso”. Podría ser una metáfora en clave historia-adolescente de cómo la sociedad norteamericana marginó rápidamente el fantasma de la guerra. No es coincidencia que el fallecido hermano mayor de Holden se llame Allie, que en castellano significa “aliado”.

El valor de no ser nadie

Ya en la segunda mitad del siglo, J. D. Salinger se adentró absolutamente en la espiritualidad que le ofrecía el Evangelio de Sri Ramakrishna. Buscaba una relación personal con Dios, a través de quien podría conectar consigo mismo y con los demás para llegar a la paz interior. Estaba convencido de que su escritura era meditación, de que en cierto sentido no le pertenecía y la tomaba casi como un dictado. Decía que si se sentaba a escribir sobre unas zapatillas de deporte robadas, el resultado era un discurso religioso a propósito de unas zapatillas de deporte robadas. Se trataba de su destino ineludible. Años antes ya se había mudado con su esposa a los bosques apartados de Cornish, en New Hampshire, pero ahora incluso construyó una cabaña personal para poder concentrarse mejor –el sueño de Holden Cauldfield. El escritor se levantaba a las seis de la mañana, hacía yoga o un rato de meditación, desayunaba, metía su almuerzo en una bolsa y lo llevaba a su lugar de trabajo de donde no regresaría –cuando lo hacía– sino entre doce o dieciséis horas después. El problema era que en The New Yorker no aceptarían fácilmente reflexiones religiosas, así que Salinger debía encontrar el vehículo para hablar de aquello. El resultado fue la familia Glass –Seymour, Buddy, Boo Boo, Walt, Walker, Zooey y Franny–, una familia de siete hijos superdotados cuyo hogar era la pequeña cabaña de Cornish, llena de papeles pegados en las paredes con ideas para los relatos.

Los relatos ‘Franny’ y ‘Zooey’ fueron publicados en The New Yorker y después editados juntos como libro. La obra, que probablemente es la máxima expresión de la espiritualidad de Salinger, tuvo once ediciones el mismo año. Aquí está presente la lucha más importante que tuvo el escritor a lo largo de su vida: el ego vs. Dios. La pelea constante por aceptar la bondad de los demás. La frustración de buscar a Dios a través de su escritura, pero siendo el mismo resultado de aquello su mayor barrera. Franny le confiesa a su novio Lane, a propósito de su oficio, la actuación: “Me gusta el aplauso y que la gente me admire, pero eso no lo justifica. Me avergüenzo de ello. Me da náuseas. Me asquea no tener el valor de no ser nadie en absoluto”. Otra vez: estar cómodamente en el lugar que se detesta. Después se narra su experiencia con el libro La búsqueda del peregrino al repetir incesantemente las “mejores palabras” hasta convertirlas en una oración activa: “Jesucristo, Nuestro Señor, ten piedad de mí”. Y cómo Zooey la corrige por haberse convertido en una intolerante debido a la educación religiosa que recibieron desde pequeños y animarla a ver a “la señora gorda” –una metáfora de Jesús– en las demás personas. La novelista Mary McCarthy dijo en su reseña sobre la obra: “¿Y quiénes son estos niños fabulosos sino el propio Salinger? Enfrentarse con las siete caras de Salinger, todas sabias, dignas de amor y sencillas, es asomarse a un terrorífico estanque de Narciso”. No nos podemos imaginar cuánto deben haber destrozado esas palabras a Salinger.

Silencio de doble filo

Desde el inicio de su carrera como escritor, Salinger se dio cuenta de que durante sus intervenciones públicas inevitablemente se convertía en un locutor pedante, crítico y con tendencia a etiquetar todo. Eso, sumado a sus razones espirituales, lo llevaron pronto a recluirse, en medida de lo posible, en su círculo más íntimo. No quería publicar fotos de él en sus libros ni reseñas biográficas. Cuando lo hacía por obligación, incluía detalles erróneos. Eso llevó a que la sed por conocer sobre él se multiplicara, tanto en fanáticos que se trepaban los muros de su propiedad como en revistas que ponían a sus reporteros sin escrúpulos a llamar a todos los Salinger que encontraran en la lista telefónica. Su silencio nunca fue comprendido ni respetado.

También tuvo varias experiencias que le llevaron a la reclusión: entrevistas publicadas por engaño, subastas de sus cartas, recopilaciones piratas de sus cuentos, secuelas desastrosas sobre El guardián entre el centeno y una terrible adaptación cinematográfica de su cuento ‘El Tío Wiggily en Connecticut’. Todo eso era bastante doloroso para alguien que pensaba que publicar es una terrible invasión de la intimidad, “como andar con los pantalones bajados por Central Park”.

Epílogo: Victoria

En la web se puede encontrar una entrada de blog Al principio era el caos titulada de la misma manera que este texto. En la búsqueda de la autora nos topamos con una “Victoria” que es una calle sin salida. Delante de un fondo vino tinto, parecido al color de portada que Salinger escogió para Nueve cuentos, Victoria no se muerde la lengua después de haberse contenido en un trabajo académico que ha realizado sobre aquellos relatos. Decide confesarlo todo: “La excelencia literaria de Salinger es, para mí, un dogma de fe y ninguna otra cosa. (…). Es una de las pocas constantes de mi vida, quizás la única; sus libros son y han sido una búsqueda de ciertas verdades que se me antojan importantes, un consuelo, un consejo, una inspiración, una cuerda a la que agarrarse cuando lo demás se derrumba, una certeza. Y solo los dioses saben cuánto necesito las certezas”. Además cuenta que se alimenta de detalles y eso es lo que le proporciona Salinger, más que historias con estructura narrativa canónica. El post fue publicado el año 2007. Siete años después ha recibido únicamentesiete comentarios de siete “salingeradictos”. Uno ha estado a punto de echarse a llorar varias veces, otro comenta más detalles de las historias de Salinger –siempre detalles pequeñísimos pero increíblemente cautivadores–, otro quiere convertirse a la religión de Salinger aunque esta no exista, otro habla de la diferencia entre “perfecto” e “inmaculado” que se discute en el último relato que publicó el escritor, etc. Victoria está en algún lugar del mundo hispanohablante, tiene 17 o 53 años, probablemente olvidó la clave de acceso a su blog desactualizado desde el año 2009. Eso no es lo importante para ella. Hay algo que no tiene que memorizar, que no está compuesto por números, letras o signos, que probablemente –si logra mantener una extraña inocencia– le acompañe siempre. Algo que nace del fuego entre las palabras de los relatos de J. D. Salinger.

Nota:

1. Acaricien ahora esos días etéreos / mientras aún están aquí. / El último desfile, nuestros corazones se encojen lentamente.

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