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Perspectiva
J. D. Salinger: encoge la realidad, por favor
Vio la ilusión en sus ojos cuando el parque Inglés se reflejó en las pupilas, iba a vivir al frente, en el tercer piso del condominio, sobre los árboles, a dormir con el invasivo susurro del viento de agosto entre las ramas, su hija caminaría, aún no lo imaginaba, veintidós meses después sobre la hierba, recogiendo las flores amarillas que el cholán deja caer cada temporada como gotas de sol para su alegría. Todo era perfecto hasta que se percató de que iban a vivir juntos el resto de los días, una lágrima en contra de la costumbre brotó, le besó con fruición tratando de esconder la evidente tristeza que sentía por la inminente realidad que se le venía encima.
Al leer El hombre que ríe (el párrafo anterior es nada más la historia del inicio de una vida que aún no empieza, anónima), de J. D. Salinger, se corre el riesgo de sentir terror por las aventuras salvajes que el jefe les cuenta a los comanches, de imaginar la risa malévola de un asesino en serie, de interpretar el texto como la experiencia del autor, haciendo de espía y soldado; o también de caer en la anodina historia de amor entre John Gedsudski y Mary Hudson, narrada desde cierta ambigüedad que huye de los hechos fácticos o de la expresión de “verdades” evidentes que serían groserías verbales en la simplicidad del lenguaje del escritor norteamericano, quien al parecer nunca tuvo tacto y menos fue políticamente correcto ni como creador, ni —cuentan quienes lo amaron en (la) realidad— como ciudadano.
→Pizpireto, curioso y provocador, inteligente pero sin genio, Salinger no hizo mucho, como buen americano burgués: terminó la academia militar, más tarde empezó a escribir, anheló publicar como un grande y lo hizo en una revista famosa en la que también trashumaban grandes autores de la época como Norman Mailer, Truman Capote o Tom Wolfe.
El hombre que ríe está relatado desde la perspectiva vital de un púber, con la emoción del béisbol, de acampar en medio del bosque y escuchar historias por las noches; que se impresiona con una delgada y guapa jovencita con carácter, la inútil y a la vez inevitable partida del jefe hacia la madurez. No sé por qué, me digo a mí mismo, Salinger, en este y en todos los demás relatos (incluyendo El guardián entre el centeno) que conozco, trabaja y reelabora con fina ironía —o cínico desparpajo— los clichés del universo estadounidense blanco (migrantes todos) que se nos ha venido vendiendo dentro y fuera de la literatura, luego de Mark Twain, que aún soñaba a ese país, hasta la muletilla sardónica del cine de Woody Allen.
J. D. Salinger, luego de sus derroteros por Europa como judío, más tarde como soldado medio cristiano, evitó la realidad, intentó encogerla usando la mentira, la evasión, la vergüenza, la ingenuidad —impostada o no— como recursos literarios para exhibir impúdica pero veladamente —parece una contradicción, pero no: una mujer desnuda puede ser una bella y espiritual obra de arte en un lienzo; esa misma mujer desnuda con una joya adornándola puede ser un ejemplar en venta, criticó alguien— a la mediocre inteligencia de una sociedad que se debatía entre el anuncio publicitario, un ideal nacionalista necio y el diván como producto de consumo masivo. Este cuento, como otros, visto desde el 1133 de Park Avenue, entre el furtivo estruendo de los trenes de un Manhattan lo suficientemente prosaico como para que sigamos pensando que la capital del mundo es ese trauma monstruoso y soberbio llamado Nueva York.
El Jerome David Salinger de treinta años parece el arquetipo del usamericano triunfador, inteligente —fotográficamente hablando— que bien puede vender suburbios amanerados y mesócratas con metro cuadrado de pasto para mutilarlo los domingos, por el frente, y otro adoquinado por detrás para barbacoas sabatinas; también el actor para cine negro o el galán que igual anima el show de un casino opulento o copula con las reinas de belleza de condados recónditos que creen que el brillo de la piel de un zapato en un hombre de sonrisa abierta puede ser el puntapié literal para cambiar sus vidas definitivamente. No presagio nada, me adelanto a una cita que ya tuve antes con Jerome.
En más de uno de los textos de Nueve cuentos (1953) redescubro las american road tales movies que me han sucedido sin augurio ni pedido, esa escabrosa simplicidad narrativa que me va ocultando ciertos deseos venéreos, ofreciendo otros imposibles paraísos, diagnósticos piadosos pero impíos y me sumerge en ciertas actitudes humanas sórdidas, en desvíos mentales espantosos que no suceden en los relatos, que ni siquiera los sugieren, solo en mi cabeza y en mi culpa. Lector que camina con las palabras de un autor que está desesperado por encoger eso que le sucedía cotidianamente en su constante huida.
Cuentan que Sonny (dicen que su padre lo llamaba así; me parece cariño mafioso, prejuicio de Mario Puzo, quien nació un año después, en el mismo barrio) era de vida acomodada, hijo de un millonario, digo yo, judío vendedor de carne y quesos; creció untando normando camembert sobre tostaditas de centeno y repeliendo todo aquello que de lo humano venía, o se parecía, nada más contradictorio que tener todas las estrellas del firmamento en línea para ser todo lo que quisiera en la tierra, con belleza y estatura, pero todo ya era kitsch, él mismo era algo así como el eco de algo que había sido y seguía resonando con su existencia, una cosa era ser descendiente de la casta del gran éxodo, y otra un ser un mestizo migrante entre la multitud, la inteligencia no se le notó sino hasta que empezó a escribir sus cuentos.
Pizpireto, curioso y provocador, inteligente pero sin genio, Salinger no hizo mucho, como buen americano burgués, terminó la academia militar, más tarde empezó a escribir, anheló publicar como un grande y así lo hizo en una famosa revista en la que también trashumaban grandes autores de la época como Flannery O’Connor, Norman Kingsley Mailer, Truman Capote o Tom Wolfe. Viajó a Europa para descubrir su judaísmo y se topó con que tenía media médula católica irlandesa, y entonces se vino la Segunda Guerra Mundial con ese nazismo atroz que todos —desde este lado— sabemos de oídas o hemos visto en series como Combate, o leído sobre los campos de concentración en Sin destino, por ejemplo, del húngaro Imre Kertész.
→Fortuna tenía y la fama literaria llegó a hacerle mala compañía, y la trató como un chulo a una mujerzuela, como Holden Caulfield, protagonista de El Guardián entre el centeno, rebelde desbocado que no sabe lo que quiere, la madurez parece ser el hacha que decapita la vida que hasta la adolescencia parece ser una oportunidad.
J. D. Salinger fue a la guerra, y lo hizo por varios frentes: lo hicieron agente de contraespionaje y participó hasta en el desembarco de Normandía. Fue parte del 12º regimiento, que liberó los campos de concentración de Dachau. El sufrimiento de la humanidad lo vivió, había matado, había visto morir a cientos de soldados, la guerra y la crueldad del nazismo lo conmovieron hasta hacerlo casi un autista ante la humanidad de la que parecía repudiar ser parte. Continuó su vida con la tozudez de un evangelista basto y en el camino hizo amistad con Ernest Hemingway, quien era corresponsal de guerra de la revista Collier’s, en la que Salinger publicó —entre otros— ese cuento para muchos maravilloso: ‘Un día perfecto para el pez plátano’. Acabada la guerra, se quedó a desnazificar Europa. Cuánto lo habrá logrado, nadie lo sabe, pero cuentan que se casó con una alemana nazi y se la llevó a América como francesa, para dejarla ir un par de años después. El amor es un asunto narrativo, al hombre solo le sirve la fe, de la que duda, a la que busca para soportar esa realidad absurda que no consigue asumir.
Fortuna tenía y la fama literaria llegó a hacerle mala compañía, y la trató como un chulo a una mujerzuela, como Holden Caulfield, protagonista del El Guardián entre el centeno, rebelde desbocado que no sabe lo que quiere, la madurez parece ser el hacha que decapita la vida que hasta la adolescencia parece ser una oportunidad. Dos obras más, la inacabada saga de la extraña familia Glass (Franny y Zooey; y Levantad, carpinteros…) y un par de mujeres formalmente, dos hijos en una década que, si no pudo ser de agonía, sí fue de un frenético vivir a contracorriente con el alma huyendo de su cuerpo. Nueva York era solo ruido, estruendo y brutalidad, escogió el campo para seguir huyendo de la especie y de ese trillado anuncio de neón con genuflexiones incluidas: escritor de culto.
Casi medio siglo escondido en Cornish, un pueblo protestante en el condado de Sullivan, tierra de antiguos cuáqueros, tierra donde “se vive libre o se muere”, dicen que continuó escribiendo con fanática devoción pero se negó rotundamente a publicar, siguió buscando lo imposible: su búsqueda era saber el porqué de esa realidad tan feroz como intensa que se generaba cada ser humano vivo del planeta. Dicen que ayudó a fundar religiones como la cienciología y otras que no me constan, y que su hija Margaret escribió una biografía, que no he leído, en la que confiesa que su padre era un ser brutal, consigo mismo y ante los demás.
Viejo áspero y largo como el fuste de un árbol, con traje de lana y camisa blanca, mira con furia a un periodista que intenta entrevistarlo, Salinger tiene casi ochenta años y sus ojos llevan el fuego de quienes dicen haber visto la hoguera de algún dios entre la nieve. Asusta, conmueve y no puedo sino imaginarlo intentado encoger la realidad entre sus manos para arrojarla al tacho de basura y hacerse justicia por propia mano, lo hizo a su manera, se enjauló y vivió con la única paz que logró: no publicar sus textos que, según Andres Hax, trataban acerca de las singulares tribulaciones de la familia Glass.
Vio al Central Park como fuego encendido esa tarde de otoño de 1932, desde el piso del condominio de sus padres, donde hace poco había bateado algunas veces su pelota de béisbol; aún no lo imaginaba, pero la realidad empezaba a poseerlo trepando desde la piedra caliza del edificio, entre las junturas de los ladrillos italianos de la fachada, atravesó el cristal y le dibujó una sonrisa que solo pretendía ocultar que su tarea sería escribir para evitarla, que su literatura sería admirada hasta por individuos como yo, y que moriría a los 91 años como un mito universal con algunas miserias exhibidas y más de un escándalo provocado por el oficio que ejerció a lo largo de su encierro: iniciaba a jóvenes ninfas, aspirantes a escritoras, a cambio de que encogieran la realidad con él.