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Literatura

Imre Kertész: Auschwitz está en todas partes

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En 1963, el escritor español Jorge Semprún (1923-2011) publicó su ópera prima, El largo viaje, una novela basada en su propia experiencia como prisionero en el campo de concentración de Buchenwald. Afiliado al Partido Comunista de España en 1942 —cuando ya Francisco Franco había tomado el poder—, Semprún fue denunciado y apresado al siguiente año. El largo viaje, que narra en flashbacks algunas de las experiencias del escritor durante la guerra civil española, fue publicada en francés y luego traducida a varios idiomas, entre esos el húngaro. Al llegar a Budapest a mediados de los sesenta, la obra fue muy aplaudida. Pero Semprún había escogido una técnica equivocada, según Imre Kertész —como dijo en su última entrevista, concedida en 2013 a The Paris Review—, pues el español narraba “solo los eventos más espectaculares”. Según el húngaro, premio Nobel de Literatura de 2002, era un método “espectacular, pero no genuino”.

Justo en los años en que la primera novela de Semprún había llegado a Budapest, Kertész (fallecido el pasado 31 de marzo) se encontraba escribiendo su propia historia sobre el Holocausto, Sin destino. Basada en su propia experiencia vital —aunque siempre se preocupó en aclarar que su obra no era una colección de anécdotas personales—, Kertész tenía problemas para encontrar la forma de transmitir lo que es la vida dentro de un sistema totalitario, algo que había vivido de primera mano: luego del Nazismo en la década de los cuarenta, a Hungría había llegado, en los cincuenta, el Stalinismo. Y la preocupación de Kertéz tenía que ver, sobre todo, con su intención de narrar una historia tan atroz sin ser cursi. Quería sonar genuino. Y para ello, tuvo que forjar un lenguaje preciso y contundente desde cero.

Kertész ha descrito al régimen nazi como “una máquina tan eficiente que la mayoría de la gente no tuvo ni siquiera la posibilidad de entender los eventos que habían vivido”, por eso para él era esencial encontrar la forma de narrar la experiencia de manera que su libro no se convirtiera en un productor de lágrimas, o peor, de lástima.

Tenía tres consideraciones principales: lenguaje, forma y trama. Tenía que mantenerme concentrado. Sabía que estaba por empezar una novela que fácilmente podría convertirse en una obra sensiblera, entre otras cosas porque el protagonista es un niño. Inventé un niño porque en una dictadura, todos viven en una especie de estado infantil de ignorancia e indefensión.

Sin destino narra el paso de György Köves, un joven judío de 15 años (un reflejo del propio Kertész, uno de los más de 400.000 judíos deportados hacia campos de concentración el último año de la Segunda Guerra Mundial), por Auschwitz y Buchenwald en plena Segunda Guerra Mundial, durante el último año de lo que Hitler llamó “La Solución Final”, el plan con el que pretendía aniquilar a los judíos. Narrada por el propio György, a medida que avanza Sin destino, es posible sentir cómo el protagonista va transformándose. El joven, que aún ve el mundo con inocencia, pasa a convertirse en aquello que necesita cualquier persona para sobrevivir.

Operetas, o inicios como escritor

Durante el régimen nazi, Kertész era considerado como un indeseable por su condición de judío: llevaba una estrella amarilla y el plan era en algún momento acabar con la vida de todos los que eran como él. Cuando cayó el Nacional Socialismo, con el final de la Segunda Guerra Mundial, en Hungría se instauró el sistema comunista, y para aquel nuevo régimen, él era hijo de un pequeño burgués, un intelectual, un decadente. Otra vez —sin siquiera haber hecho nada— era un enemigo: del pueblo, del Estado, de la ideología oficial. Al menos entonces no querían asesinarlo.

Trabajó trece años en Sin destino. Su vida era entonces muy difícil. En el ambiente represivo de la época comunista, tenía que escribir sin que se supiera. Así que le tomó un tiempo darle forma a las primeras oraciones, y entender qué era lo que quería. Pero sí sabía que le interesaba abordar los sistemas totalitarios que había vivido, una realidad difícil de transmitir en palabras.

Pero en el medio, tenía que encontrar una forma de sobrevivir. “No tiene mucho sentido que haya empezado a escribir. Mi situación financiera no era para ser escritor. Ni siquiera tenía una pluma”, le contaba a The Paris Review.

Un amigo suyo que había tenido algo de éxito en Broadway vio cómo vivían Kertész y su esposa Magda en un departamento de menos de treinta metros cuadrados, —“¿Están esperando morirse de hambre?”, le había preguntado— y entonces le sugirió que le ayudara a escribir operetas para sustentarse. Aunque no tenía experiencia en el teatro, sí era bueno con los diálogos. Y mientras realizaba ese trabajo como guionista, a Kertész —quien siempre dijo que un hombre se convierte en escritor cuando edita sus propios textos— lo asaltaban frases que sentía que le podrían servir en la novela que escribía. Mientras se le ocurrían aquellas ideas, iba dándole forma al tono en que hablaría su protagonista, el adolescente judío.

De pronto, se me ocurría una oración. “Me gusta más el nabo que la zanahoria”, ese tipo de declaraciones nada espectaculares. No puedo recordar la oración exactamente, pero en algún momento, supe que ese sería el método de mi obra. Anodina como puede ser, una línea así iluminaba el principio fundamental de la novela: mi necesidad de elaborar un nuevo lenguaje. Es gracioso que una sola oración pueda darle vida a todo este asunto.

Para entonces, Kertész ya sabía que quería ser escritor, y que su experiencia en un campo de concentración y luego el régimen soviético era material fantástico para esa intención, pero no siempre estuvo seguro de que era eso lo que haría con su vida.

Intenté escribir y luego terminé arrepintiéndome de todo lo que puse en el papel. Entonces traté de mejorar todo lo que ya estaba ahí. Creo que un hombre se convierte en escritor al editar sus propios textos. Me di cuenta de repente de que me había convertido en un escritor. Escribir cambió mi vida. Es una dimensión existencial, y a todos los escritores les sucede. Cada artista tiene un momento de profundo despertar.

Tenía unos 24 años cuando le ocurrió aquel despertar creativo. Aún vivía en Budapest, donde se estaba desarrollando la Revolución Húngara de octubre y noviembre de 1956, que días después fue aplastada por la represión soviética. Por esa época, Kertész estaba maravillado con la música de Wagner, y recordaba un evento que le había traído a la catarsis, algo que narró en su novela La bandera inglesa (1991). Conocida como The Union Jack, esa bandera estaba colocada en un jeep que circulaba en una calle por la pasaba Kertész. En un país en el que se habían instalado varias banderas extranjeras, Kertész tuvo este pensamiento:

Un día maravilloso de primavera, supe de pronto que existe solo una realidad, y esa realidad soy yo, mi propia vida, este don frágil otorgado por un tiempo incierto, que había sido tomada, expropiada por fuerzas extranjeras, marcada, a la que tuve que recuperar de la ‘Historia’, esta terrible Moloch, porque era mía y sólo mía ...

Imre Kertész, La bandera inglesa

El margen

Nacido y criado en un país con un fuerte problema de racismo, para Kertész el Holocausto fue una metáfora de algo que estuvo siempre bajo la superficie de una modernidad aparentemente civilizada: “No parecía, por supuesto, pero luego todo tipo de cosas era posible, después de todo”, escribió en Sin destino.

Pero más allá de eso, la geografía y su sociedad le jugaron en contra al autor. El problema del racismo es grave en Hungría, sobre todo hacia los judíos. Cuando el país estuvo en poder de la Unión Soviética (uno de los países vencedores de la Segunda Guerra Mundial) estaba prohibido cualquier tipo de antisemitismo en la literatura. Pero aquel racismo era un sentimiento latente. Cuando cayó el Muro de Berlín, empezaron a asomar de nuevo los discursos antisemitas. En la política húngara de hoy es común escuchar discusiones en las que se niega el Holocausto. Y cuando se publicó Sin destino, en 1975, la novela fue prácticamente ignorada por la prensa. Era un asunto incómodo, y era mejor no tratarlo. Aquello lo llevó a decir estas amargas palabras en 1986:

Siempre seré un escritor húngaro de segunda fila, ignorado y malinterpretado.

Recién en la década de los noventa, cuando se mudó a Alemania (donde empezó a trabajar como traductor), Kertész empezó a ganar algo de fama como el gran escritor que era. Se había mudado allá porque percibía un ambiente de cultura y libertad. La gente se aprendió su nombre, aunque no había llegado a la reunificada Alemania para complacer a Occidente: mientras todos hablaban de las maravillas de una Europa unida, Kertész seguía con su mensaje de que vivimos en una civilización aparente, capaz de explotar en cualquier momento. Siempre sus palabras serían incómodas.

Kitsch

La crítica que Kertész le hizo al libro de Semprún, es totalmente honesta: el húngaro ha construido su obra desde el mantra de que la espectacularidad no lo es todo. Del mismo modo en que Kertész había tenido la epifanía sobre su condición de escritor en una calle de Budapest, al escribir Sin destino sabía que su personaje, para ser auténtico, debía lograr descubrir algo sobre sí mismo. Y aquellos momentos, que son esenciales —ya no solo para la literatura, sino para la vida—, no suelen ocurrir en los momentos más espectaculares, suceden en el interior de una persona.

Para mí era claro que si yo iba a ser genuino con la historia, tendría que describir, de principio a fin, una situación, cualquiera, en la que el protagonista se encuentra a sí mismo, más que optar por momentos espectaculares. Por ejemplo, los famosos 20 minutos que tomó desocupar los trenes en Aushwitz. Eso es el tiempo que tomó, y un montón de cosas sucedieron en ese tiempo.

Aquella búsqueda de la realización del personaje más que del asombro del lector, fue impronta de su obra. Y nunca se guardó sus críticas hacia quienes hacían lo contrario. Ni siquiera aunque fueran aclamados indiscutidamente por todos.

En consecuencia, Kertész fue muy crítico con la oscarizada película La lista de Schindler, dirigida por otro judío, Steven Spielberg. Según el húngaro, el punto de realizar una representación artística del Holocausto debería ser enfatizar esa latente posibilidad de que vuelva a ocurrir algo parecido: “Considero kitsch cualquier representación del Holocausto que sea incapaz de entender o reacia a entender la conexión orgánica entre nuestro propio modo de vida deformado y la posibilidad de un Holocausto”.

La lista de Schindler habla del monstruo del nazismo y representa uno de los mayores fracasos de los aliados: durante décadas, los productos culturales generados desde el primer mundo han sido muy efectivos para combatir el odio hacia los judíos, pero poco es lo que han hecho con respecto a otros odios que comparten la misma naturaleza. Como si el norte no rechazara a los árabes, negros y latinos, o los latinos a los indígenas, o todos entre sí.

Alguna vez, Imre Kertész dijo que él nunca había sido opositor ni militante de nada. Algo que de por sí es bastante difícil tratándose de un joven maltratado en un campo de concentración que más adelante se convertiría en un burgués a los ojos de los comunistas. Y aquel lenguaje que tanto le costó encontrar, y con el que ha articulado su obra demuestra esa capacidad de tomar distancia de los que sucede. Sin pasiones, ha presentado una profunda interrogación ética que está relacionada con los regímenes totalitaristas del siglo XX. Sin tener una inclinación política, Kertész siempre estuvo advirtiéndole al mundo lo que el mundo no ha querido (o cree que no necesita) escuchar.

Hasta el final honró aquella frase con la que el comité de premiación del Nobel elogió su escritura, una que transmite “la frágil experiencia del individuo contra la bárbara arbitrariedad de la historia”.

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