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ÎLE DES MORTS (II)

05-05-13-CP-carrilParís (abril, 2012)

Visito nuevamente a mis muertos, pero esta vez en el cementerio de Montparnasse. El mapa de la legendaria necrópolis destaca algunas tumbas que me interesan, las encierro en un círculo y se lo entrego a Mark.

-Ya tracé la ruta, le digo, ahora serás tú el capitán.
–¿Por dónde empezamos?, pregunta.
-Llévame con Marguerite Duras.

Agarra el mapa y lo estudia como si estuviésemos en altamar. Cementerio Marino, pienso, como el libro de Valèry. Cae el primer trueno. Aquí también dejo -sobre cada una de las lápidas- algún objeto personal y la primera frase que recuerde del autor en cuestión; en la del filósofo Emil Ciorán, por ejemplo: "Sé que todo es irreal, pero no sé cómo probarlo." Más adelante (por su fotografía en blanco y negro enmarcada en una tabla de cine) llegamos a la tumba de la actriz Jean Seberg, ícono de la nouvelle vague. Avanzamos, y sin planearlo llegamos a la tumba del fundador de la cinemateca francesa: Henri Langloise, a quien no conocíamos pero cuya lápida en forma de rollos nos llamó la atención, así como una frase de Jean Cocteau inscrita al pie de la misma: “Ce dragon qui veille sur nos trésors” (Ese dragón que cuida nuestros tesoros). Cada tumba está numerada. Cada avenida lleva un nombre. Parecería ser una búsqueda fácil, pero no. Son 44 hectáreas cuyos habitantes jamás dan la cara. Tras una larga caminata mis ojos se iluminan ¡la tumba del poeta Charles Baudelaire! quien parecería recompensar mi esfuerzo diciéndome: “la tumba siempre comprenderá al poeta— durante esas largas noches de las que el sueño, ha sido desterrado, te dirá: "¿De qué te sirve, cortesana imperfecta, no haber conocido lo que lloran los muertos?".

                     *

Bajo una tormenta -como un guiño del cielo a su poema- llego a la tumba de César Vallejo. Si en el otro cementerio fue Chopin quien desató la magia, en este fue Vallejo el que me puso a llorar. Si bien los otros son camaradas, visitar al maestro peruano era una cuenta pendiente, mi enorme gratitud por haber sido él quien me movió a escribir los primeros versos. Recordé esa edición pequeñita de Poemas Humanos y España, aparta de mi este cáliz que me acompañó hace muchos años en mi primer viaje en solitario por Nueva York. Me da gusto encontrar un ramo de flores frescas sobre su tumba, así como su poema Piedra negra sobre una piedra blanca, y es inevitable no repetir en voz alta: "Me moriré en París con aguacero,/ un día del cual tengo ya el recuerdo”. No deja de llover, pero algo aquí -adentro- de alguna manera escampa

                     *

El epitafio del fotógrafo surrealista Man Ray dice: Despreocupado, pero no indiferente. La tumba de Joseph Proudhon, uno de los padres del pensamiento anarquista, está, paradójicamente, encadenada. La del escritor Samuel Beckett es de mármol gris y muy sencilla, nada de adornos ni flores, apenas dos tickets de metro bajo un par de piedrecitas. Igual de sobria y elegante se encuentra la tumba de la escritora estadounidense Susan Sontag, tan impecable que su negra superficie acaba siendo el espejo de dos árboles ¿Qué mejor homenaje que su frondoso reflejo meciéndose?

                     *

Buscando la tumba de Guy de Maupassant nos perdemos. Quizá el atormentado y genial escritor (que en varias ocasiones intentó degollarse con sus navajas de afeitar, y que murió en 1893 en un manicomio de París) siga buscando su ansiada soledad, por eso se esconde. El área es una de las más descuidadas; lápidas antiguas, nombres ilegibles, digna de un relato del maestro francés. Finalmente, desistimos, pero le ofrezco mis respetos en voz alta, aunque sea yo quien acabe escuchándolo.

                     *

Llegamos a la tumba de otro al que le tengo cariño, a la de Julio Cortázar. Maestro, soñador, cronopio. A sus pies: Carol Dunop, su segunda esposa, 32 años menor que él, compañera de innumerables viajes y con quien escribió Los autonautas de la cosmopista, un registro de los 33 días sobre la autopista París-Marsella a bordo de una vieja y destartalada furgoneta Volkswagen de color rojo a la que apodaron Fafner, su casa rodante por un mes. Y aunque no es ni de lejos uno de sus mejores libros, es prueba de lo unidos y detallistas que eran. Carol murió de leucemia en 1982, poco antes de terminar el libro. Cortázar le siguió dos años después a causa de lo mismo. Cae otro trueno, la lluvia vuelve con fuerza. Mark observa mi rito desde un mausoleo antiguo. A diferencia de la tumba cercada y elegante que correspondía a Oscar Wilde en el cementerio de Pere Lachaise (donde incluso hay una placa advirtiendo sanción si se llega a atentar contra ella), la de Cortázar está llena de mensajes, dibujos coloridos y pequeños regalos sin ninguna protección. Pienso que al autor de Rayuela, en efecto, le habría encantado que su tumba -paradójicamente- estuviese llena de vida. “Gracias por la magia” reza uno de los mensajes, yo sólo suscribo.

                       *

Perdidos bajo un diluvio y casi decididos a abandonar el barco, aparece de la nada un hombrecito a quien la tormenta lo tiene sin cuidado. –¿A quién buscan? pregunta sonriente. –A Sartre y compañía, contesto tiritando. –¡Es por allá! ¡Síganme! Y sin pensarlo dos veces, nos guiamos por el amable personaje. Llegamos. Bajo la misma lápida: los pensadores Jean Paul Sartre y Simon de Beauvoir, una de las parejas más legendarias de la progresía europea del siglo XX. Cuentan que la autora de La ceremonia del adiós, tras la muerte del filósofo, había expresado frente a su ataúd: “Su muerte nos ha separado; mi muerte nos unirá”. Coloco mi último ticket de tren sobre su lápida. Me gustaría que fuese un abrazo -les digo bajito- pero es lo que hay. Cae otro rayo. El hombrecito se despide con su particular sonrisa, y tal como llegó desaparece.

                     *

Vamos saliendo ¿pero a dónde? El mapa ya no existe, apenas tinta corrida sobre papel mojado. Un cuervo se agita entre las ramas de un árbol, su movimiento hace que las hojas caigan, el vaivén es tan lento que cuesta creer que tocarán el suelo. –Todo en la vida es cuestión de símbolos, le digo a Mark desde lejos. No me escucha, la lluvia y el viento se interponen. Sin embargo voltea y me sonríe, son esas las verdaderas respuestas. Mientras me alejo, voy soltando unos granitos de maíz sobre las tumbas anónimas, y fantaseo con la idea de que algún día, alguna de estas semillas, echará raíz.

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