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ÎLE DES MORTS (I)
París. 27 de abril de 2012. Cementerio Père Lachaise. Con el mapa, la lluvia y el sinnúmero de tumbas semiabiertas, desgastadas, olvidadas. Parezco un Robinson Crusoe atrapado en esta isla de muertos, buscando lápidas entre piedras y musgo con los nombres que sobrevivieron al tiempo. Un cuervo chilla mientras subo por la división 48, área de Balzac, Proust y Apollinaire, a este último le dejo una nota: “Yo también tuve el valor de mirar hacia atrás los cadáveres de mis días. Cada vez más liviana. Que nunca nos falte, allá y acá, la redención del verso.” Visito en adelante las tumbas de los pintores Eugene Delacroix y Amadeo Modigliani, o simplemente Modí, como le llamaban sus amigos, y que es exactamente como se pronuncia la palabra francesa para decir “maldito”. A él, en cambio, le dejo una nota a nombre de mi madre, quien hace poco interpretó el papel de su amada Beatrice Hastings, la escritora y periodista con quien el pintor vivió dos años en Montparnasse, y a la que hizo 11 retratos y una copiosa serie de dibujos. De mi parte —a manera de conjuro— le recito el Poema sin héroe que Anna Ajmátova le dedicó: En la oscura neblina de París,/ Quizás otra vez Modigliani /Camine imperceptible tras de mí./ Su triste naturaleza / Incluso en el sueño me inquieta / De ser culpable de muchas desdichas. / Pero para mí –su mujer egipcia– él es / La música que toca el viejo en el organill. / Todo el rumor de París se esconde bajo esa música, / Como el rumor de un mar subterráneo/ Que ha bebido del dolor/ El mal y la vergüenza.
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División 87. Columbario. Segundo piso. Nicho 6796. Encuentro la tumba de la bailarina Isadora Duncan, oriunda de San Francisco y madre de la danza contemporánea, quien murió en 1927 estrangulada, accidentalmente, con su propio pañuelo, luego de que este se atascara en una de las llantas del automóvil en el que paseaba. A su esquina derecha un par de zapatillas viejas de ballet y unos mensajes sobre su lápida; adhiero el mío con mucho respeto. Desciendo por las escaleras y atravieso los bellísimos jardines de esta necrópolis de 44 hectáreas, cobijada por la sombra de más de 5.000 árboles. Tropiezo con la tumba de la escritora Consuelo de Saint-Exupéry, esposa del autor de El Principito, y en cuya lápida se encuentra al famoso personaje del libro pintado por algún niño. Avanzo por la Transversal No. 1 y llego a dos sarcófagos de piedra muy juntos, pertenecen al poeta y fabulista Jean de la Fontaine y al padre de la comédie française, el actor y dramaturgo cuyo singular epitafio nos revela su nombre: “Aquí yace Molière, el rey de los actores. En estos momentos hace de muerto y de verdad que lo hace bien”.
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Esta isla es enorme. Más alejadas se encuentran las tumbas de la escritora Gertrude Stein, la cantante de ópera María Callas, el pintor surrealista Max Ernst, el poeta Paul Eluard y la cantante Edith Piaf, quien comparte sepulcro con su familia. Le dejo una nota junto a su fotografía: “Ni culpa ni arrepentimiento en esta extraña sinfonía que es la vida. ¿Quién mejor que tú para saber que —después de todo— no era de color rosa? La intensidad consiste en fundirse en todos los colores posibles, y en los imposibles también. Tu vida fue música incompleta, como la mía. Merci beaucoup. C”.
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Llegamos a la tumba de Jim Morrison, cercado por tablas que, desde luego, decido saltar, porque sino cómo. Esto no es un museo de muertos, hay tierra fértil y gusanos que se mueven, basta extender la mano o quedarse callado para comprobar que aquí la vida resuena incluso más fuerte que afuera, en medio de tanta inercia. Empieza a llover y suena Riders on the storm en mi cabeza. Hay un árbol que parece escoltar a Morrison, ese Rey Lagarto que también era poeta. El árbol está cubierto de mazapanes de colores, un impulso me hace prenderme de él, pero en seguida Mark grita: “¡Mira bien lo que abrazas. No son mazapanes, son chicles! En efecto ¡son chicles! masticados y petrificados por el tiempo, chicles que sus peregrinos dejaron con alguna insignia y que acabaron convirtiéndose en ritual. No siento asco. Por el contrario, me apropio de una de las gomas aplastadas y grabo mi propia insignia. Mark sonríe y me dice: “siempre tienes que salirte con la tuya”. Se escuchan voces distantes, son tres personas que, al parecer, también buscan a Morrison. Enciendo un cigarro y lo coloco al pie de su tumba, como una vela de nicotina, efímera como la vida. Las voces suenan cada vez más fuerte y como una reacción inconsciente de quien huye de los vivos, agarro mi diario, salto las tablas y con un gesto de misión cumplida echamos a andar.
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División 89. Avenue Carette. Estoy frente a la tumba de Oscar Wilde, imponente como su obra y su vida. La escultura bajo la cual yace el escritor irlandés es un ángel desnudo con las alas desplegadas, la realizó el suegro de Lucian Freud en 1911. Veo muchas cartas, flores, postales, botellas de vino. Abundancia para alguien que murió pobre, de neumonía, a los 46 años y en el exilio. Un mes antes, Wilde había declarado: “Muero como he vivido, muy por encima de mis posibilidades”. La tumba está llena de marcas de labios, un ritual que se vio interrumpido por su único nieto: William Holland, quien decidió protegerla tras un vidrio. Pero la admiración no se prohíbe, parecerían decirnos todas estas marcas que se multiplican aun sobre la protección. Yo no llevo mis labios pintados, pero igual los coloco sobre el cristal y observo —con extraño placer— cómo mi beso se va evaporando.
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La última tumba a visitar —y la más difícil de encontrar— es la de mi querido Frederich Chopin, cuyos restos reposan aquí, aunque su corazón —extirpado poco después de morir— se halla en la urna de una iglesia de Varsovia. Irrumpen sus Nocturnos. La emoción es tan grande que me pongo a llorar. A él lo visito como un amigo cercano, como si lo hubiese conocido hace muchísimo tiempo. Lluvia in crescendo. Su música lo inunda todo. Mark se acerca y me abraza, cierro los ojos, pero pronto me interrumpe para decirme sorprendido: “¡Mira, mira! ¡Sigue lloviendo pero salió el sol! ¡Justo aquí, salió el sol!”. Abro los ojos y me quedo helada. En efecto, bastó cerrarlos para que un rayo iluminara esta tumba. ¿Cómo traducir este fenómeno en letras? ¿Son estos símbolos entre la naturaleza y mis muertos otro tipo de alquimia? Me siento en las gradas contiguas, arranco una hoja de mi diario y le escribo una carta a Chopin, aun sabiendo que esta tinta, en pocas horas, desaparecerá.
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Mientras me alejo observo todo lo que mis pies van tocando, porque a pesar de mis botas tengo la sensación de caminar descalza. Recuerdo entonces aquella frase de Jean Cocteau: “El poeta es, por definición, póstumo. Comienza a vivir después de su muerte y, cuando está vivo, camina con un pie en la tumba. Eso le produce una especie de cojera que da a su aspecto cierto encanto”. Mark se adelanta, visita las tumbas de los que nadie visita. Un cuervo chilla y se agita en el aire ¿baila? Ha parado de llover. Aligero el paso, pero ya consciente de mi cojera. Sonrío. La ciudad de los vivos me espera.