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Humor y televisión: un idilio difícil

La adorable Lucy, en uno de sus intentos por figurar fuera del hogar, protagoniza un spot para un jarabe para la tos.
La adorable Lucy, en uno de sus intentos por figurar fuera del hogar, protagoniza un spot para un jarabe para la tos.
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El humor nada tiene que ver con la risa, que es una respuesta fisiológica a un estímulo, nada más; hasta un suricato que sabe de cosquillas puede sacarte carcajadas sin esfuerzo. El humor es un ejercicio del intelecto, cuando no del espíritu; el nous de los presocráticos. Existe una participación de una importante sección del cerebro: la que se ocupa del hiato que hay entre la realidad lógica y la realidad absurda y permite conjugar los conceptos irreconciliables de ambas esferas. Es, pues, la disparidad de la existencia la fuente vital del humor, y que desemboque en risa o no es irrelevante. Incluso puede causar enojo o tristeza, hasta un cierto ardor nervioso, vesánico, pues por Freud sabemos que el humor implica un principio de placer, y halla en este el medio para afirmarse. Cuando le extraemos el contexto a un acontecimiento, su enganche lógico con la realidad, se ve en apuros y con frecuencia cae en el ridículo. Henri Bergson afirmaba que para disfrutar del humor hay que anestesiar al corazón y dejar que la inteligencia se haga cargo. Asimismo, y como parte de la enorme paradoja que implica, si una historia graciosa se repite con frecuencia, se vuelve triste, como asegura un premonitorio Gogol, clave para entender la relación del humor con la televisión.

El pez ríe por su propia boca

El siglo XX ha redefinido al humor drásticamente. Hasta el Romanticismo, el humor designaba un tipo de temperamento, por los fluidos corporales que determinaban conductas —humor significa ‘fluido’—, y el humor producido, a partir de entonces, se definiría como la capacidad de una persona de permutarle los temperamentos a otra.

De entre todas, la literatura y la dramaturgia fueron siempre las artes del humor por excelencia. La palabra es arma de primera línea para el humor, porque accedemos a las figuras retóricas, letales en el tema que nos ocupa, como la metáfora, el oxímoron, el retruécano, el pleonasmo, la hipérbole, etc., y, por supuesto, al juego de palabras. Por eso la primera revolución humorística fue labrada por escritores: Aristófanes, Plauto, el Arcipestre, Castiglioni, Rabelais, Chaucer, Cervantes, Molière y el mismo Shakespeare, tal vez el humorista más grande, así como por Jonathan Swift, Laurence Sterne, Mark Twain, Oscar Wilde, Bernard Shaw y George Orwell. Ellos le dieron a la composición con la palabra el tratamiento alquímico del que se nutre el humor contemporáneo.

El cómic y el cine le dieron un envión exponencial a la palabra con el auxilio de la imagen. El cine le debe mucho a héroes como Max Linder, Chaplin y Buster Keaton que, con la proeza corporal y la exactitud matemática del gesto, hacían que la palabra fuera renunciable; por eso mismo, no lograron sobrevivir al cine sonoro. Quienes sí lo hicieron fueron los hermanos Marx, eslabones entre ese humor físico y el humor hablado.

Nadie es profeta en una maceta

Uno de los más importantes denominadores comunes del humor es su capacidad para cuestionar el orden establecido, el statu quo y los valores morales preeminentes. Por eso, la relación de la televisión con el humor ha sido desde sus inicios un idilio difícil, de mutua y constante anulación, pues la televisión es el medio estandarte del stablishment y los valores morales canónicos, y el humor, para mantenerse genuino, debe arremeter contra ambas categorías. Además, la televisión se consolida al finalizar la Segunda Guerra Mundial, cuando Occidente redefine a la sociedad desde una visión de progreso material y culto al trabajo y revaloriza a la familia nuclear tradicional en camino hacia el mañana.

No sorprende que el hito inaugural de la televisión humorística sea I Love Lucy, que trata sobre los enredos domésticos de una familia de clase media. Es un humor sustentado en malentendidos propiciados principalmente por Lucy, una adorable pelirroja metomentodo que no sabe que su lugar está en la casa, a la espera de su marido y, precisamente, por no conocer su lugar, es que se arman los barullos humorísticos. Este sería el primer programa de comedia de situación, sitcom, que se convertirá en el formato prevalente del humor en televisión: programas semanales con una historia que empieza y acaba en la misma entrega, de más o menos 25 minutos de duración, grabados en sets con decorados fijos. Desde entonces se han hecho toneladas de estos programas, de fácil producción y que son considerados ‘embudos’, es decir, acumulan audiencia poco antes de los horarios estelares. Ha habido algunos de estos sitcoms cuya recepción ha desbordado los alcances acostumbrados (Three’s company, Cheers y Friends). Pero en estricto sentido, este es un humor contenido, que yo llamo ‘de estudio’, con unos productores omnipresentes y un abultado equipo de guionistas. Ha habido series con humor de autor, entre las que sobresale Seinfield, donde notamos una impronta más personal, o las series de Chuck Lorre, (Two and a half men, Big Bang Theory y Mom), y que hoy representan el humor más incisivo y provocativo de la televisión. Aparte, quiero mencionar tres series con características particulares: Will and Grace tiene como protagonistas a homosexuales y en su contenido no se escatima en lanzar chanzas contra los valores republicanos y cuestionar a la administración Bush; Everybody loves Raymond, comedia negra por excelencia, trata sobre una joven familia que vive junto a la entrometida familia paterna, y los argumentos de cada capítulo tratan sobre minucias de la vida cotidiana. Su humor es el más negro y ácido porque, sin aspavientos, hace una crítica a la sociedad norteamericana y occidental en lo básico, en ese día a día donde no sucede nada extraordinario. Malcolm in the middle comparte esa cualidad, y su retorcido y a la vez accesible humor la convierten en la comedia de televisión perfecta.

He hablado de series norteamericanas porque son parte de la televisión más difundida. De otras latitudes debo mencionar casos ejemplares y que plantean contrapuntos claros. La Monty Python’s flying circus inglesa fue la matriz de un programa de humor desopilante, conceptual, sin pies ni cabeza y con el vivo interés de no aferrarse a ningún formato, lo que le costó la vida en televisión para mudarse al cine, aunque dejó claros herederos como Saturday Night Live en E.E.U.U, semillero de mucho del humor gringo de finales de siglo.

Un capítulo aparte merece Chespirito en México: el inusitado caso de un humor sencillo pero muy bien pensado, sin embustes, entrañable, que se mantendrá vigente por décadas. 

En Ecuador el panorama ha sido siempre desalentador. Solo puedo mencionar dos acontecimiento televisivos de relevancia: Mis adorables entenados, que consiguió conciliar una buena tradición de teatro popular con el formato de comedia televisiva, gracias, sobre todo, a buenas actuaciones y libretos sólidos, y Ni en vivo ni en directo, un exitoso ejercicio humorístico de sketches desenfadados, pero que no duró mucho en su esencia seminal y terminaría creando una tradición de terribles engendros mal asimilados. Las luces humorísticas del Ecuador han sido más bien un asunto de excepción: la narrativa dislocada de Pablo Palacio, la poesía fatalista de Los Decapitados, la música de César Guerrero, la fotografía de Hugo Cifuentes y la pintura de Tábara y Stornaiolo, además de un buen rubro de teatro y humor gráfico, pero la televisión seguirá siendo el territorio más yermo con el que cuenta el humor, básicamente porque es un campo empeñado en hacer reír per se, con fórmulas agotadas y sin ningún beneficio de inventario.  Lo único que produce a la larga ya ni siquiera es risa, sino un largo zumbido en la cabeza.

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