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Hamlet: abstracción y tragedia personal

Andrés Cárdenas

El príncipe Hamlet organiza una obra de teatro en la que se recreará el crimen de su tío, ahora convertido en Rey de Dinamarca. Claudio había asesinado a su hermano –el Rey Hamlet, padre del príncipe– introduciéndole veneno en la oreja mientras dormía para así quedarse con su corona y su mujer.

Aunque invitan a todo el castillo a la obra, el propósito estaba claro: cerciorarse de que en los ojos de Claudio se reflejara la culpa, observar las arrugas en el rostro producidas por presenciar un fratricidio igual al que él cometió solo dos meses antes. Así Hamlet estaría seguro que debía definitivamente vengar a su padre.

Al igual que “Hamlet” utiliza la ficción para encarar a su tío con su propia culpa, Shakespeare –el autor– lo hace con nosotros y genera toda una definición del arte, como pintando un cuadro dentro del cuadro.

Todo buen relato es un espejo interior en el que nos vemos realmente como somos. Todo buen relato nos saca en cara nuestras sombras y nuestro miedo al silencio. Todo buen relato –ya lo dijo Aristóteles hace casi 2400 años– de alguna manera nos purifica.   

Pero eso es una gota de lo que tiene esta obra para dar y que Christoph Baumann trae cada año a Quito, siendo Hamlet la obra que más veces se ha representado tanto en teatro como en cine –Laurence Olivier, Franco Zeffirelli, Kenneth Branagh– y televisión, sin contar adaptaciones animadas y otro tipo de performances que ha inspirado.

Baumann realiza la adaptación de una hora y media basada en la traducción del poeta Tomás Segovia y dirigida por Susana Pautasso. La obra original tiene alrededor de veinte personajes que, en esta ocasión, serán seleccionados e interpretados por solamente un actor. Aquí es donde, en esta versión del drama shakespeareano, empieza la simplicidad que siempre es directamente proporcional a la participación activa y compromiso del espectador: si no se puede ver explícitamente  la diferencia en los personajes, hay que crearla y ser parte de la obra. La simplicidad hace que trabajemos con un elevado nivel de abstracción que siempre será jugar con la pelota en nuestra propia área. Emocionante y peligroso al mismo tiempo.

Un escenario cuadrado casi al nivel de las butacas hace que el público en varios episodios pase a ser la corte del castillo. Como todo es de color negro (paredes, piso, telones, vestimenta) la atención se centra únicamente en el trabajo actoral de Baumann y en su hábil mimetismo para pasar de ser un viejo amargado adulador del nuevo Rey, a ser su hermosa y delicada hija adolescente amada por el príncipe.

La iluminación llega a jugar un papel protagónico, haciendo las veces de un personaje que escucha y habla en las pausas del actor. Además se crea una atmósfera oscura, ideal para reflejar el estado de todos esos corazones ahogados en traición, venganza o demencia y para escuchar los parlamentos de Hamlet que por momentos coquetean con el suicidio:

Morir, dormir, no despertar más nunca, poder decir todo acabó. En un sueño sepultar para siempre los dolores del corazón, los mil y mil quebrantos que heredó nuestra carne, ¡quién no ansiara concluir así! ¡Morir… Quedar dormidos… Dormir… Tal vez soñar!

Únicamente se introducen dos objetos en el escenario: una espada y una silla. A diferencia de la espada, la silla aparece solo en una escena y es testigo de la recriminación que hace el príncipe Hamlet a su madre –“sentada”– por la cooperación con el asesinato, por olvidar a su esposo, y por las relaciones incestuosas que mantiene con el hermano de este. La silla sostiene a un personaje que se revuelca en el crimen y la lujuria sin saber cómo deshacerse de ese peso; la silla crea a una madre que nunca deja de amar a su hijo aunque sus errores, del tamaño del mismo castillo, lo alejen de él. Es que esta versión de Baumann cree que la madre de Hamlet es el personaje alrededor del cual gira la trama.

Así lo dice un narrador que también aparece en la historia y muchas veces explica lo que está pasando. Nos cuenta que la madre de Hamlet habla mucho con su silencio, y un silencio llevado al extremo, hasta soportar, convertida en una silla, la ira de su hijo. Esa es la respuesta digna de quien acepta su culpa.

Ya se dijo que Baumann es muy hábil para mimetizarse entre los personajes, pero hay uno que llama especialmente la atención. El mejor Polonio que he visto está en esta obra. Un viejo ayudante del advenedizo Rey Claudio que, encorvado, rara vez levanta la mirada del piso. Porque se necesita demasiada insolencia para que un tipo tan calculador e inhumano mire a los ojos a la gente. Un tipo que puso su frío y equivocado juicio por encima del corazón de su hija Ofelia llevándole a esta a la locura y originando así uno de los personajes más hermosos y tristes de la literatura.

Baumann hace que a Polonio le cueste sacar la voz porque mientras a nosotros las palabras nos acercan a los demás, a él solo lo aproximan a un mayor servilismo. Y la interpretación del Rey Claudio también tiene su peculiaridad: siempre aparece con las extremidades superiores cruzadas sobre su pecho, siempre abrazándose a sí mismo como aferrándose a lo poco que tiene.

Hamlet, al “levantarse en armas contra un mar de problemas”, monta una obra de teatro en su castillo y desenmascara el crimen de su tío. Aunque la tragedia ya había empezado dentro de la cabeza renacentista del príncipe, en ese momento decide matar al Rey Claudio y equilibrar la balanza. Shakespeare y Baumann –por su parte– montan otra, muy lejos de Dinamarca. Que empiece nuestra tragedia.

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