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Perfil
Günter Grass y la banalidad del mal
El escritor alemán Günter Wilhelm Grass (1927-2015) acaba de fallecer. A pesar de la consternación que generó su partida, es el momento apropiado para revisitar su obra. Grass fue novelista, poeta, ensayista, pintor, soldado raso de la Escuadra de Defensa (SS, por sus siglas en alemán), Premio Nobel de Literatura... Se consideró a sí mismo un habitante de la centuria pasada; un receptáculo de la memoria.
El período de las posguerras europeas fue prolífico en escritores, pensadores y artistas que exacerbaron el concepto de ideología y lo llevaron al paroxismo. Entre los simpatizantes y miembros del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, se encontraron personajes de la talla de Louis-Ferdinand Céline, Martin Heidegger o Herbert von Karajan. Que entre las filas de la agrupación política más destructiva de la historia se cuenten varios de los representantes señeros de la inteligentzia del viejo continente dice mucho de la degradación del mismo. Y en medio de aquel contexto, era inevitable que el joven Grass no se sintiera fascinado por la figura de Adolf Hitler. En su polémica autobiografía, Pelando la cebolla (2007), confiesa: “En los cines del barrio veía a Alemania rodeada de enemigos, luchando con valor en una guerra a la defensiva, realizando esfuerzos heroicos en las estepas de Rusia. […] éramos un baluarte contra la marea roja”. Al igual que miles de jóvenes, ancianos, niños, el escritor se sumió en la histeria colectiva; aquella anulación de la conciencia personal que posibilita —luego de cruzar el límite del asesinato—, que las muchedumbres pierdan el control y efectúen acciones imbuidas por una crueldad innombrable y gratuita.
Cuando tenía 10 años, Grass se unió a la Deutsches Jungvolk (Juventud Alemana), organización nazi para prepúberes en la que se reunió con Joseph Ratzinger. Luego, a los 16 años, se ofreció como “voluntario para el servicio de la Waffen (SS)”, según narra en su autobiografía. No fue un hecho fortuito. Negarse le hubiera significado exiliarse de la hiperbólica y nefasta ‘tribu germana’. No hay que olvidar que en el siglo XX, el compromiso de los escritores e intelectuales con su coyuntura histórica era consuetudinario; una obligación filosófica, como planteó el francés Jean Paul Sartre en El existencialismo es un humanismo (1946). Los ejemplos de escritores norteamericanos que lucharon con los Aliados también abundan: Saul Bellow, Thomas Pynchon, Kurt Vonnegut… En su juventud, dichos autores, y la mayoría de los jóvenes de EUA, mantenían la certeza de que participar en la guerra era un deber patriótico para defender la democracia. Todos estos, junto a Grass, terminarían considerando a la guerra como una muestra de la imbecilidad humana más recalcitrante, porque la vivieron. El conflicto moral de Günter Grass cuando retornó a la vida civil se resolvió con la poesía y la pintura. Sin embargo, prefirió esconder su pasado nazi hasta inicios de este siglo.
En 1959, el alemán publicó su libro más conocido, El tambor de hojalata. La obra narra las rabelesianas y quijotescas aventuras de Óscar Matzerath, un ruidoso niño que, al cumplir los 3 años, decide dejar de crecer, debido a que la violencia del mundo de los adultos le causa repugnancia. Su condición infinitesimal le permite apartarse del desasosiego imperante, y del veloz posicionamiento del nacionalsocialismo. Su cuerpo infantil le sirve de escudo porque no está atrapado en él. Óscar detuvo su crecimiento para desarrollar una perspectiva neutra y crítica, para no hundirse en el vergonzoso clamor de sus compatriotas, aquellos que se hallan reunidos como ganado frente a los líderes que los manipulan. “¡Ya se acercan! —escribe Grass— ¡Ocuparán los lugares de la fiesta! ¡Organizarán desfiles con antorchas! ¡Construirán tribunas, llenarán las tribunas y predicarán nuestra perdición desde lo alto de las tribunas! ¡Estad atento, amiguito, a lo que pasará en las tribunas! ¡Tratad siempre de estar sentado en la tribuna, y de no estar jamás de pie ante la tribuna!”.
La vida intelectual y la educación sentimental de Matzerath son esperpénticas. Es fanático de la voracidad erótica del ‘místico’ Rasputín, y lector empedernido de Las afinidades electivas, libro en el que Goethe consideraba un artificio al matrimonio. Además, Matzerath no tiene reparos en escupir y embarazar a la amante de su padre; en observar a su madre mientras engaña a su progenitor; en abusar de una meretriz, todo esto, desde un enanismo que lo llevará a ser miembro de un circo ambulante. A través de la voz de Óscar, su creador intenta superar su odiosa condición de exsoldado nazi. Sin justificarse —ni solapar la catástrofe que causó un pueblo con sus actos—, reflexiona sobre la banalidad del mal, y concluye que lo que pasó en su tierra vernácula podía pasar en cualquier sitio, puesto que hay una aberración al interior de las personas, un mecanismo biológico inútil; como lo demostró el experimento llevado a cabo por Stanley Milgram, hay una “extrema buena voluntad de los adultos de aceptar casi cualquier requerimiento ordenado por la autoridad […]. La férrea autoridad se impuso a los fuertes imperativos morales de los sujetos, quienes lastimaron a otros a pesar de sus gritos”.
La extensísima obra de Gunter Grass recorrió varios géneros. En su corpus narrativo son importantes El gato y el ratón (1961), Años de perro (1963). Hay que mencionar también El rodaballo (1977), La ratesa (1986), Mi siglo (1999). Hasta el final de sus días se mantuvo activo. Colaboró en revistas, periódicos, ejerció como portavoz y fue la conciencia de los alemanes, incluso luego de que confesó su pasado nazi. Haberlo hecho fue un acto de honestidad intelectual. “¿Quiere saber de lo que realmente me culpo? —dijo en una entrevista—. No es de haber callado durante 40 años. Lo que más me duele es todo lo que no hice y podría haber hecho durante aquella época […]. Yo no moví un dedo por nadie, ni siquiera hice preguntas, no quería verlo, no quería saber. Mataban gente que conocía, o los llevaban a campos, y yo miraba hacia otro lado. ¿Se da cuenta? Ese es el dolor más grande que tengo, un dolor que ya no me abandonará jamás”.