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Ecuador, 12 de Junio de 2025
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Entrevista express

En otra feria aun más triste que esta era tal la cantidad de escritores, que nos pusieron en cola para las entrevistas y cada pregunta estaba destinada para dos autores que por poco tenían que contestar simultáneamente, a la manera de los sobrinos de Macpato. ¿Se leía en su casa? ¿Se hablaba de libros? Preguntó una periodista pecosa y pálida. Me ganó en responder un dandy, joven promesa seleccionada para la feria de Franckfort: “Hay dos tradiciones que se entrelazaban en mi casa. Mi mamá siempre que podía compraba colecciones de libros. Esos libros formaron parte de la escenografía de mi casa durante toda mi infancia. Mi mamá, de chica, escribía poesía, incluso ganó concursos colegiales. Teníamos la casa llena de libros.

Cuando se me despertó el deseo por la lectura, descubrí a Homero, Sarmiento, Ingenieros, Kafka, Neruda…”. Al ver que tenía madeja para largo, la periodista, que tenía un embarazo de unos quince meses, le quitó la palabra y me lanzó la mitad de la misma pregunta: ¿Y en su casa?: “En mi casa dominaba el aroma a aceite Havoline. En lugar de libros había media docena de Selecciones caducas y sin pasta ya que de ellas se encargaban los perros nuevos y el pavo que cada año se lo engordaba para la cena navideña, tres o cuatro docenas de Vistazos con la semidesnuda sonreída sin motivo en la portada, una pila de ejemplares de Mecánica Popular, cuatro libros anacarados de primera comunión, una biblia mormona de cuyas páginas se servía mi primo grande para fumar yerba, y uno que otro descuartizado texto escolar. En cuanto a mamá no era poeta ni tocaba piano. Más bien era la modelo que usó Picasso para hacer la planchadora y desde los quince años se dedicó de lleno a la procreación. Papá era chofer, sufría de úlcera la misma que le agriaba el carácter, tenía una caligrafía magnífica y cuando se tomaba unas copas blandía su resentimiento con mi abuela por no haberle permitido ingresar a la secundaria”. La periodista, que ya estaba lista para traer por lo menos un vástago allí mismo, se disparó hacia otra pareja de autores. Pero, a esas alturas yo ya le había cogido el tono adecuado para soltar mi rollo, asunto por demás inusitado en un introvertido de mi calaña, así es que me interpuse entre la periodista y la pareja de poetas a quienes iba a soltar la pregunta. En este momento yo sería un trailero recorriendo las rutas andinas, un extaxista nocturno hace tiempo asesinado, o, quién sabe, un profesor de Historia Limítrofe, disfrutando de la jubilación. Pero se murió mi padre demasiado en víspera y al tener de familia un matriarcado, me lancé a la calle y en la calle conocí el encanto de la noche y en la noche la tentación del bar, el fume, el sexo, la charla. Y por allí, de pronto, irrumpió un loco bibliófago que por vía intravenosa me contagió el mal de la lectura.

Automáticamente, los libros me resultaron refugio, poción mágica para desaparecer y me abrieron el apetito prematuro por recorrer el mundo. Lo de la escritura, no lo tome en cuenta que si usted, a punto de dar a luz, me está entrevistando en plena lluvia, bajo un alero, y yo he sido invitado a esta feria cuyo recinto parece más bien destinado al mundo agropecuario, significa que soy un autor mediocre. ¿En verdad eso piensa de su trabajo literario?, me preguntó la ya mismo madre de gemelos, de un golpe interesada en continuar entrevistándome. ¿Puede leer un poema o un párrafo de novela para los auditores?, me preguntó estirándome el micrófono.

No, gracias. Nunca me verán cometiendo una lectura de aquello que he escrito y publicado. Me aterra penetrar en ese ámbito y hallarme con los escombros temidos, los repugnantes insectos por mí escritos, evidencia ineluctable de que al haber optado por la escritura, firmé con sangre propia mi rotundo fracaso. Pero, si es cierto lo que me dice ¿por qué continúa escribiendo y más que nada publicando?, me preguntó casi molesta, la periodista. Pues, persisto en escribir porque esa es la sola manera que tengo para soslayar el mundo, la estupidez, el acecho. Lo necesito también para dar con algunas claves que la escritura posibilita, aunque, la verdad, no me haya dado resultado casi nunca. Y para evacuar mis porquerías, mis miedos; para autoterapiarme. Además, para tomarme la vendetta con la vida y alguna gente perversa, reinventándolos. Ah, y otro además, del que más bien sospecho: para hacerme daño, para culpabilizarme, para repugnarme. La joven periodista en tono de quien pone una zancadilla me preguntó: ¿Y lo de publicar? ¿Qué busca con ello? porque gloria y dinero ni hablar, ya que usted sabe de antemano que lo que escribe es mediocre, si no malo.

Me quedé tres segundos callado, más que nada para poner ambiente. No sé si usted ha visto Spider, un filme de Cronenberg, sicología extrema, le respondí. Allí el protagonista, que adolece de cierta esquizofrenia, teje en su habitación de pared a pared una telaraña que lo va atrapando. Yo creo que parte de mi telaraña es ser leído, ya que entonces se decanta mi angustia. Limitándome nada más que a escribir sería como desmadejar el hilo y enredarlo sin haber tejido la telaraña. Escribir es el ritual preparatorio del exhibicionista, quien no se cumple como tal ante el espejo sino en la calle, ante los ojos del otro. Por eso, apenas cometo el crimen de publicar un nuevo libraco, siento que debo escabullirme, huir, meterme en donde fuera para que la policía implacable de la crítica no me encuentre y me condene. La periodista, de pronto se puso blanca, como la pared, me tomó del brazo, por poco resbala de sus dedos el micrófono. ¿Le sucede algo, señora?, le dije. Sí, respondió con esfuerzo, ya casi doblándose, parece que me llegó la hora.

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