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En el principio fue el miedo
Decir en voz alta “Yo no tengo miedo” es no solo un cliché insoportable, sino la mentira más grande de todos los tiempos. Y esta mentira, por mucho que se la repita, de boca en boca, no llegará nunca a ser verdad. Todos, absolutamente, tememos a algo y el miedo, me atrevería a decir, es el sentimiento humano más verídico, más allá de las dicotomías de amor y odio. Cuando temes, no finges, sientes solamente, y lo demuestras, de una u otra forma, por más que haya intención de hacerse el valiente.
¿Es agradable sentir miedo? Sí. Por algún extraño motivo, al ser humano le gusta sentir miedo, ponerse a prueba frente a sus temores, talvez con el afán de superarlos y así pasar a algo más allá, un temor más grande que nos obsesione en un siguiente estado. Y no solo los enfrentamos, sino que los recreamos en ocasiones repetidas. ¿Fórmulas? El arte, por supuesto, vehículo de significados, es también el promotor de los terrores humanos: literatura y cine, las artes de la narración por medio de las palabras y las imágenes, nos la estética del terror.
En presentar a autores de la literatura del terror no me demoraré mucho, solo mencionaré a algunos (siempre se me quedará alguien por ahí): Poe, Lovecraft, Hawthorne, Hoffmann, Maupassant, Machen, entre los clásicos. ¿Contemporáneos? Imposible ignorar a Stephen King. A pesar de que sus detractores lo consideran un escritor menor cuyo único mérito es presentar recursos manidos para asustar al lector, King merece una mención especial por la cantidad de adaptaciones al cine que han tenido sus obras, con menor o mayor elegancia. Tal es el caso de Carrie (1976, la versión de Brian de Palma) con un jovencísimo John Travolta en el reparto y The shinning (1980), dirigida por Stanley Kubrick y protagonizada por Jack Nicholson.
De ahí, pues, pasar de la literatura al cine implica un salto pequeñísimo.
Oh, el cine de terror, género despreciado por algunos críticos, tiene un especial encanto para sus seguidores. Desde el atávico miedo a la oscuridad de la raza humana hasta los mitos primigenios de las culturas, los terrores sociales, urbanos, los tabúes y la exaltación de los prejuicios, el cine de terror ha nutrido su repertorio de motivos que se renuevan con la misma rapidez con que los seres humanos superamos nuestros terrores. Los superamos y los sustituimos rápidamente con otros. Así, podríamos clasificar el inmenso universo de películas de terror en algunos subgéneros, para tratar de esbozar una respuesta sobre a qué le teme más el hombre. Vamos por partes.
Gore. Básicamente, hablar de gore es hablar de violencia explícita, con escenas que producen repugnancia más que terror. Vísceras expuestas, sangre, sadismo, tortura. Juega con la sensibilidad, con la fragilidad del cuerpo que puede ser destruido de formas violentas y desagradables. El canibalismo es otro motivo en el gore, así como lo escatológico. Por muchos años, estuvo prohibido, pero poco a poco los realizadores, primero independientes, se dieron cuenta de que el gore era un nicho con muchas posibilidades. Sangre, desnudos, violencia: era un éxito seguro en taquilla. De las primeras películas consideradas como gore está la obra de George A. Romero, La noche de los muertos vivientes (1968), cuyos efectos sangrientos no solo estaban abocados al shock del espectador, sino también a cierta estética. Así, hay quienes consideran al gore como un recurso válido para hacer crítica social y mostrar matices del comportamiento humano. Una recomendada: Mártires (2008), película francesa que muestra escenas de violencia extrema contra jóvenes mujeres, casi niñas, en el sótano de una casa. Violencia brutal, esta tiene un fin: convertir a algunos seres en mártires y acceder, así, a la visión mística que estos tendrían de un mundo espiritual. La pendiente: El ciempiés humano (2010), filme holandés, nos cuenta la historia de un cirujano que une seres humanos por medio del ano y la boca, unos con otros, para formar así un artrópodo imposible y retorcido.
Para dar un salto entre el gore y el siguiente subgénero, el slasher, ubicaremos una película en esta frontera: La masacre de Texas. La primera versión, la de 1974, dirigida por Tobe Hopper, presentaba a una familia caníbal. La secuela del mismo director estuvo prohibida por casi 20 años. El protagonista, Leatherface (“cara de cuero”), asesino enmascarado con piel humana, utiliza recursos varios, pero la motosierra es su favorita a la hora de matar. Nuevas versiones se hicieron en 1990, 1994, 2003, 2006 y 2013 (esta última como una precuela de la saga).
Slasher. Podría considerarse una especie de gore más suave, pero esta es una categoría con parámetros específicos. Hay un asesino generalmente enmascarado (¿a qué le teme el asesino que no quiere mostrar su rostro?), que destaza a cuanto ser humano encuentra. Estos suelen ser adolescentes hormonales que se encuentran en medio de fiestas o tratando de tener sexo cuando aparece el asesino. Al final, siempre queda solo una chica, “la chica final”, que es la que logra escapar después de encontrar a todos sus amigos muertos y salvarse con las justas del psicópata. Las más importantes: Viernes 13, Pesadilla en la calle Elm, Halloween, La noche de graduación, El tren del terror. Sus herederas contemporáneas: Scream, Sé lo que hiciste el verano pasado, Leyendas urbanas. ¿Su legado? Los nombres de famosos asesinos: Jason Burghees, Freddy Krueger, Michael Myers, favorito de muchos, pues se han hecho remakes de la saga dirigidos por Rob Zombie.
Lo sobrenatural. Enorme nicho para el terror. El más allá, el mundo de los demonios, todo aquello que el ser humano desconoce y que por tanto, teme. Peor aún, aquello que el hombre no puede ver, sentir, palpar, se convierte en lo más terrorífico, una oscuridad móvil y al acecho que no tiene forma definida. Trate de ver El ente (1982), basada en un hecho real, en la que jamás se ve algo que pueda calificarse como aterrador o monstruoso; solo hay una mujer que es violada continuamente por un ser que jamás se muestra.
Está bien, veamos algo, por ejemplo, una personificación de la Muerte a través de las Tres Madres que gobiernan al mundo a través de las lágrimas, los suspiros y las tinieblas. Ese es el argumento de Inferno (1980), de Darío Argento, una película con una fotografía basada en claroscuro en rojo y azul. Estética del terror para introducir a una presencia maligna que se deja ver solo al final entre llamas y gritos. Se ve, pero no mucho. Esa es la idea.
Y así podríamos mencionar las modernas herederas del “no mostrar” para conseguir terror: El proyecto de la bruja de Blair (1999) y Actividad paranormal (2009). Ambas películas, hechas a modo de “docu-ficción”, nos transmiten el terror de nunca ver nada en cámaras que estarían captando imágenes reales. Así, un espectador podría recriminarle a otro: “de qué tienes miedo, nada hay ahí”. Exacto, y esa nada está por doquier.
Por último, lo más extraño que podríamos encontrar dentro de nuestro repertorio serían los demonios, presencias malignas que no son humanas. La clásica película de demonios es, por supuesto, El exorcista (1973), cuyos efectos en aquella época eran notorios: la gente salía vomitando de las salas de cine. A esta le siguieron otras, pero que nunca lograron ese primer impacto: El exorcista II, III y El exorcista: el comienzo (1977, 1990, 2004), El exorcismo de Emily Rose (2005), El último exorcismo (2010), Con el diablo adentro (2011), El rito (2011). De las últimas novedades, habría que destacar Siniestro (2012), película que muestra la terrible presencia de un antiguo dios pagano que se alimenta de las almas de los niños.
¿Dije niños? Estos, aunque no lo creamos, son los seres más aterradores, y ahí paso a la siguiente categoría.
El terror asociado a los niños. Fórmula ganadora para la taquilla. El exorcista, película ya antes mencionada, produce pavor precisamente porque es una dulce niña de 12 años la que se convierte en blanco de una transformación monstruosa bajo el efecto de su posesión. ¿Más niños de miedo?
Habría que distinguir, antes, en qué radica este tipo de terror. Por un lado, se encuentra el miedo visceral a la pérdida de estos, a su muerte, a que nos los arrebaten (temor más acentuado en las madres, lo admito). Maravilloso ejemplo de esto sería el clásico de Roman Polanski, El bebé de Rosemary (1968), protagonizado por una flaquísima y frágil Mía Farrow. La mujer de negro (2012) nos cuenta la historia de una madre que ha perdido a su hijo y que en venganza acude a susurrarles a los otros pequeños, los vivos, que se suiciden, para que entonces sus padres sientan su propio dolor. Madre no hay una sola, y cuando están enojadas, pues se llevan a los otros niños. Aterrador.
El otro tipo de terror asociado a niños tiene ya que ver con ellos como seres opuestos a los adultos, distintos, pertenecientes a otra esfera. Un clásico: La profecía (1976) es la mejor muestra de esto, un niño nace en una familia acomodada, pero este no es humano, sino que es el hijo del mismo Satán. A su alrededor, todos mueren de formas horrendas: maravilloso infante para criar.
Otros niños simpatiquísimos son los que aparecen en Los niños del maíz, relato de Stephen King, adaptado al cine en 1984. Estos muchachos se han ocupado de vivir a su manera, religiosamente, influidos por una presencia demoniaca que los obliga a realizar rituales y sacrificios humanos. Y de estos chicos terroríficos hay muchos: El pueblo de los malditos (1960), Déjame entrar (2008). Aunque no siempre sea su culpa ser partícipes del terror: El resplandor (1980), El espinazo del diablo (2001), El orfanato (2007). La cuestión es que los niños dan miedo, producen inquietud cuando los miramos, porque son otros, son aquello que, en esta última subcategoría, yo nombro como sencillamente el ‘Otro’.
El Otro, lo no humano. En la Antigua Grecia, el Otro absoluto estaba determinado por lo terrorífico, por Gorgo, la máscara que representaba al Caos, la muerte, lo innombrable. Así, aquello que se erige como monstruoso es para nosotros lo “no humano”, lo que es temido por su absoluta diferencia con nuestro ser. ¿Ejemplos? Los monstruos, por supuesto, y con ellos el cine de terror se ha construido durante años: Drácula, Frankenstein, el Hombre Lobo. Muertos e híbridos. Los muertos ya no son humanos, los híbridos representan nuestra esencia bestial. Son humanos, pero al mismo tiempo no, son el resultado de algo horrible como la muerte o la transformación, algo a lo que todos tenemos miedo de enfrentarnos.
Seguramente hay más subgéneros, podríamos hablar de fobias, fantasmas y otras categorías de seres horrendos que pululan por nuestra imaginación. Pero esto dejo por ahora, un incentivo para seguir amoblando la casa con menaje de terror y angustia.