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El secreto está en incomodar: fascinante caso de censura en la mezquita de los Andes

El secreto está en incomodar: fascinante caso de censura en la mezquita de los Andes
21 de abril de 2013 - 00:00

Se dice que proviene de familia curuchupa, pero con un espíritu rico muy dado a llevar la contra. Se dijo también que estuvo en Haití y en España —siempre habría disfrutado de privilegios otorgados por su condición de diplomático—. Se dice que ha formado parte de su manera de ser el vivir como seguidor de Dionisio y el ganar para sí el odio de los hipócritas. Cuando uno se familiariza con el susodicho —entiéndase no se puede decir su nombre—, se ve en él la falta de fe, el talento, el destierro y la escritura; todo unido de una manera alarmante.

 

                                                                                            Me aburre el cielo.
                                                           Algunos momentos, incluso, me hace sufrir.
                                                                Y entonces no puedo ni siquiera mirarlo,
                                                                  porque no se como vengarme y herirlo.

                                                                                                                            Giovanni Papini

 

                                                                            Lindo, y decía bascosidades,
                                                                            palabras bellas que la tía gorda
                                                                  habría dicho que eran “ocecnideades”…

                                                                                                                            Francisco Tobar

 

                                                                     La sociedad es el mal, pero rebelde,
                                                                                    quien la conoce y emplea
                                                               este saber en ventaja propia, es exhibido
                                                      como un individuo indigno, merecedor de castigo

                                                                                                 William Makepeace Thackeray

 

En España, ante la omnipresente acusación de estar contaminada por un afán de “atentar contra la igualdad por razones de sexo”, y sin dejar ver una palabra a nadie, salvo al jurado que la escogió ganadora de la vigésimo segunda convocatoria del Premio de Literatura para Escritores Noveles, la novela Nunca te quise tanto como para no matarte fue despojada de su galardón por quien debía entregárselo: la diputación de Jaén. O más precisamente, por lo que se definió como técnicos especializados en igualdad, seres de escasos argumentos entre los que es inevitable destacar el de Beatriz Martín, coordinadora del Instituto Andaluz de la Mujer, quien tras ojear el título, sí, ojear, y sin leer la obra sentenció lo irrefutable: “Tiene claros tintes machistas”. Después de todo, poco o nada le sirvió al autor, Javier Ochoa, aclarar públicamente que su trabajo (sea de calidad o no, ahora quién sabe) no es sino una recreación de ficción, un recurso que, con la debida distancia, literatos como Virginia Woolf, James Joyce, Roald Dahl o Reinaldo Arenas, tampoco pudieron hacer entender en su momento a los censores, digo a los técnicos en igualdad o afines.

 

Amén de semejante anécdota del autodefinido primer mundo, aparece de inmediato la curiosidad. No es solo la predisposición a la obsesión por lo prohibido o su incontenible y rabioso brillo. Tampoco el hecho de dejarse sospechar, una y otra vez, en nuestro país no faltarán esas letras ocultas por el esfuerzo de los equipos “especializados en guardarnos del mal” o para el caso por venir líneas más abajo, el de una familia pudiente y con amigos influyentes. Aparecen entonces las condiciones requeridas para iniciar la búsqueda y se trata de hallar el botín de una estafa arduamente conseguida y accesible solo a los atrevidos. Porque se debe ser atrevido, con o sin buenos resultados, para juzgar por uno mismo y no morir del disgusto de las vejaciones. Claro. ¿Qué dirá la gente cuando nos vea en el lujo de la provocación? Realmente no importa, pues cualquier crítica por ignominia es regocijante. Y sino que lo diga nuestro hallazgo, Francisco Tobar García (1928-1997), un aprendiz de sacerdote escapado de las élites y converso en literato profano y objeto de varias censuras extraoficiales en su Quito natal. Todo por el sencillo acto de ofrecer de la manera más robusta, a quien le interese, no cabe duda, un retrato incómodo de nosotros mismos.

 

Creador notable de teatro y de poesía desde antes de la década del cincuenta, “el loco Tobar” trajo al mundo novelas como La corriente era limpia (1977) y Pares o nones (1979), una especie de relatos con fundamento autobiográfico rápidamente convertidos en blancos de burdos intelectos más preocupados en escandalizarse que en leer o esculcar sus propios defectos. Proscrito de la nación del sagrado corazón de Jesús, el descendiente de Gabriel García Moreno e hijo de Julio Tobar Donoso (aquel “traidor” consumado según las clases de Cívica e Historia) fue un hombre alopécico de aspecto risueño y burocrático, más proclive al clima cálido que al frío andino. Hábil en la seducción femenina, un tiempo no dejó de ser el motivo de varios escándalos sociales, sin negar su condición de rehén de un nombre y del Quito de antaño. Renegó y quiso a su manera a una ciudad capaz de empujarlo a una radical conversión. Pasó de ser el heredero natural de la derecha ecuatoriana a encarnar un subversivo adorador de la palabra y defensor apasionado del exorcismo de los modos sociales de la época. Opositor franco de escritores conservadores, curas, médicos y del Dios temible de sus padres, se divorció y rejuntó con varias mujeres y formas literarias. Amigo de los poetas César Dávila Andrade y Francisco Granizo (también satanizado en su momento), admiró y le dedicó un texto analítico a Pablo Palacio. Casi desconocido por los nacidos en los ochenta y noventa, el autor de la Autobiografía admirable de mi tía Eduviges (1991) y del libro de cuentos Los Quiteños (1981) lidió con la censura socapada de su empoderada parentela, sin descontar a los habitantes de la urbe que William Burroughs, aquel legendario escritor de la Generación Beat, en su rápido paso describe como lugar “alto, frío y lleno de gente fea”.

 

Y, en verdad, podemos creerle al “loco Tobar” cuando a través de su tía Edu, un personaje procedente de la clase burguesa de la capital nos conduce con agilidad y presteza sobre todas las aguas, turbias por supuesto, del alma capitalina de otros tiempos. Un espacio empinado y oscuro que con seguridad los comités técnicos de igualdad de todos los Jaén del mundo hubieran reprobado en cualquier libro, incluso, sin ni siquiera alcanzar a sospechar que ahí se desnuda el fiasco de la falsa beatitud o acaso la naturaleza del género en su forma más frontal y escandalosa. Fuerte y a la vez ardiente, su literatura se imagina físicamente el sexo, la lujuria y la calumnia a la par que recrea satíricas críticas que hacen un gesto trascendente del odio al arribismo, al doble discurso y sobre todo a la impostura de quien hace a espaldas lo que de frente insulta: la hipocresía.

 

21-4-13-cp-cadenasNo existe en las novelas y cuentos (algunas hoy disponibles en reediciones algo difíciles de ubicar) de este prófugo de los rincones de la que él define como “Ciudad Maldita”, respeto de los convencionalismos, anomalía que no lo excite o absurdo que lo contenga: ni ciertos lechos infectados de chinches, ni la medalla de la dolorosa perdida por un alto funcionario en un prostíbulo, ni el estrabismo corregido drásticamente en un clímax erótico se salvan de ser tratados en sus historias que conforman la carne y el espíritu de lo que la tía Edu apoda de “mezquita de los Andes”. Apenas si, el también prolijo ensayista de Marcel Proust y Reiner María Rilke, siente asco al contacto con cualquier religioso emperifollado o con esbirros lascivos del poder disfrazados de hombres limpios detrás de apestosas y coloridas indumentarias. Todas sus aberraciones y perversiones valen, con notable fidelidad, solo para el mundo de quienes saben apreciar escritores del estilo de Sidonie Gabrielle Colette, Fernando Vallejo, Henry Miller, Marguerite Duras, Michel Houellebecq, Pierre Drieu La Rochelle o Louis Ferdinand Céline, polémicos (as) detractores (as) de sus mundos particulares y acaso malvados agresores del apoltronamiento humano, seres siempre necesarios en su estado inflamable. La referencia no es odiosa porque el carnaval de personajes de Tobar, el más colorido de los carnavales de nuestra identidad local, termina por obligar a abandonar sin dilaciones el chauvinismo por nuestra amada ciudad y hace encantador entregarse a la parvedad incontenible de reconocer muchos de nuestros más grotescos defectos en la proyección literaria de la vida de Paco.

 

Ser fiel a su verdad, sin embargo, no quiere decir, para nuestro autor, adoptar una actitud meramente sin escrúpulos y vergüenza. Su actitud es más bien despojarse de moralismos, pero no prescindir de las indagaciones y autorreflexiones que hagan de trampolín para zambullirse y chapotear alegre y descaradamente en sus recuerdos ficcionados, con absoluta indiferencia de las bocas abiertas de los espectadores presentes, casi todos identificados, en algún satisfecho y contradictorio personaje. No hay que sorprenderse, por lo tanto, de que sus libros, apenas accesibles para un número limitado de lectores, se convirtiesen en la preocupación de una sociedad repleta de beatas, prejuicios, apellidos reencauchados y movimientos intelectuales tímidos recelosos de abandonar del todo el costumbrismo.

 

Aunque es mil veces mejor asumir este exhibicionismo satisfecho de sí mismo que el cobarde y patético autoengaño de la censura, quien se ha entregado a la polémica, experimenta en la sombra de los años algunas transfiguraciones y clarificaciones. Por eso y con fascinación, uno se pregunta si en estas obras antes temidas se vislumbra alterada su capacidad trasgresora. No lo creemos. No, la obra de Tobar sigue siendo la misma, siempre será la misma, un motivo de adicción para lectores incesantes y el producto de un hombre ingenioso que sabe incomodar hasta el último aliento, incluso desde tres metros por debajo del gélido suelo capitalino. Es que no olvidemos, Paco murió en Quito por voluntad propia, ¿una afrenta final a la comunidad que lo censuró precisamente en los aspectos en los que todavía severos moralistas disfrazados de activistas niegan el carácter delicioso de la conciencia de nuestras limitaciones? Un espectáculo estremecedor e insolente proveniente de la sinceridad derivada de reírse de verdades a medias o del silencio de ciertas cosas, ambos ejercicios de desmemoria consciente o despistada a favor de la literatura constituida en arcilla de mitos.

 

Vale no dejar de cuestionarnos la vigencia de la censura, su alcance y sus motivaciones tras discursos de nuevas formas de moralismos, porque la literatura de calidad no sabe nada de lo que es moral o inmoral, no le interesa saber lo que es el bien ni lo que es el mal. Ella solo estima las obras y la fortaleza, exige coherencia y no la mesura de las personas, el ejemplo y la imagen. La moral no constituye nada para ella, la intensidad es todo. Seamos por todo ello intensos y escrutemos o comprobemos con nuestras propias capacidades y prejuicios, el potencial de un algo olvidado Paco Tobar García que, de seguro al reencontrarlo con algún esfuerzo, nos demostrará que el secreto en la censura está en incomodar desde el ingenio íntimo y en la burla de nosotros mismos.

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