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El río interminable de Pink Floyd

Roger Waters y David Gilmour, durante la reunión de la banda en 2011.
Roger Waters y David Gilmour, durante la reunión de la banda en 2011.
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El principio fue la psicodelia, y esta surgió del jazz modal y el primitivismo de Ígor Stravinski. Fue la época de The Piper at the Gates of Dawn (1967) y A Saucerful of Secrets (1968), álbumes de la primera etapa de Pink Floyd, marcada por la conciencia expandida de Syd Barrett, gracias a su predilección por el ácido lisérgico y la obra de J. R. R. Tolkien.

 

Luego, la improvisación fue el sendero: entró en escena David Gilmour, enloqueció Syd y, para la banda británica más emblemática del siglo XX, el resultado fue eléctrico, atmosférico, lleno de máscaras pompeyanas y albatros estáticos a través del aire. La música —el legado— lo expresa mejor que nada: Ummagumma (1969), Atom Heart Mother (1970). Tres años después apareció The Dark Side of the Moon. El disco sigue sonando en la cabeza de los melómanos del mundo.

 

Pink Floyd se transformó en mito; levantó su sitial al lado de The Beatles, King Crimson, Yes, Genesis... Los siguientes álbumes nos hacen desear haber estado ahí, junto a los genios del rock progresivo, a pesar de la bipolaridad de Roger Waters, quien poco a poco se fue apoderando de la máquina: Wish You Where Here (1975), Animals (1977), The Wall (1979), The Final Cut (1983), el peor disco de Pink Floyd, cuando algo se quebró. Los supuestos dioses eran humanos.

 

En 1985 se separó Roger Waters con la “fuerza agotada”, en sus propias palabras. Los conflictos legales, producto de la ruptura, estuvieron llenos de patetismo y egolatría. Sin embargo, David Gilmour decidió seguir, acompañado por el baterista Nick Mason y el tecladista Richard Wright, ambos miembros fundadores.

 

En 1987 se publicó el disco A Momentary Lapse of Reason, en el cual el enfoque obsesivo en las letras sobre la música se armonizó, y se dejó de lado el modelo de ópera rock de los discos anteriores. El álbum fue concebido casi en su mayoría por David Gilmour, por lo que la crítica consideró que este debió publicarse como un trabajo de solista. “Creo que es muy superficial, pero una buena falsificación —dijo Roger Waters—. Las canciones en general son pobres; las letras casi no me las puedo creer”.

 

Entonces se hizo el silencio, hasta 1994, cuando se lanzó el disco The Division Bell, compuesto en su mayoría por David Gilmour y Richard Wright, quien falleció de cáncer en 2008, 2 años después de la muerte de Syd Barrett. Es el mejor disco de Pink Floyd, en su última etapa. La libertad creativa de Gilmour se despliega en canciones como ‘Keep Talking’ y ‘What Do You Want From Me?’.

 

Este es un disco con letras que tratan de la incomunicación, cuya instrumentalización es un amasijo de influencias que transitan por el rock progresivo, el Chicago blues y hasta el folk. No obstante, al compararlo con las creaciones de la banda de la década del sesenta y el setenta, es una obra menor.

 

La música de Caronte

 

Pink Floyd fascinaba a nuestros padres y gustará a nuestros hijos. Después, nadie sabe; dentro de algunos milenios serán olvidadas todas las bandas que consideramos como emblemáticas del siglo XX. No es un fenómeno nuevo: a Johann Sebastian Bach se lo tragó el polvo hasta que fue redescubierto en el siglo XIX por Felix Mendelssohn.

 

La cultura humana es precaria, sobre todo si esta observa cada vez más el instante y se pierde en elucubraciones sobre el futuro. Por eso, la sensación máxima es interconectarse con la historia, y sentir la reverberación de algo fabricado para durar como un templo, sin que importe la dureza de la roca; ahí está el vértigo.

 

Si bien para la mayoría el lanzamiento del último disco de Pink Floyd, The Endless River (2014) es un error, yo me he dejado arrastrar por la nostalgia. No es el mejor disco de la agrupación, tampoco el peor —The Final Cut es un monumento intragable a la pedantería—. The Endless River es una elegía al decaimiento, un ensimismamiento en el pasado, porque todo lo que nace tiene que morir, incluso el sol.

Los integrantes de la agrupación están casi en el final del camino; son septuagenarios. Es imposible que suenen como un grupo de veinteañeros sumidos en los delirios del LSD y, a pesar de que Iggy Pop siga saltando en los escenarios, The Endless River es una despedida.

 

Todas las despedidas son trágicas y absurdas.

 

Desde la portada se puede notar la presencia de una laguna Estigia hecha de nubes. En la barca está Richard Wright y su fantasma se encamina hacia la nada. Por eso David Gilmour y Nick Mason (con la obvia desaprobación de Waters) decidieron resucitar las cintas descartadas de The Division Bell, porque no soportaban su tumba. Lástima que el resultado no sea algo similar al Requiem que compuso Giuseppe Verdi en homenaje al poeta Alessandro Manzoni.

 

El álbum es en su mayoría instrumental, con la excepción de las pistas ‘Talking Hawking’ —en las que resuena la voz por ordenador del físico teórico Stephen Hawking— y ‘Louder Than Words’, cantada por Gilmour y escrita por su esposa. Por lo demás, la experiencia es atmosférica, más cercana a los experimentos de Philip Glass y Karlheinz Stockhausen que al rock progresivo.

 

A pesar de que el disco trata de ser un homenaje, es una sinfonía malograda de 4 lados, un palimpsesto. Su estructura melódica es un resumen de la trayectoria de Pink Floyd. Es complejo especular si la unidad brotará con los años. Por el momento, tras 5 escuchas, en mi caso aún estoy naufragando en el particular y buscando lo general, aunque puedo afirmar que The Endless River no se concibió para ser escuchado por partes, es un todo.

 

El rock progresivo, la sinfonía, la ópera son géneros de una época más lenta. Los oyentes ya no están acostumbrados a la envergadura de los discos conceptuales de grupos como Emerson, Lake & Palmer o Iron Butterfly. La fragmentación, las colecciones de pistas, el algoritmo de YouTube son la norma. Es inconcebible que el ciclo de 4 óperas El anillo del Nibelungo, de Richard Wagner, se adapte a la civilización del espectáculo, a pesar de que existen anacronismos. The Endless River es un anacronismo. La diferencia radica en que David Gilmour no está muerto. A pesar de que Pink Floyd representa el pasado, es contemporáneo, he ahí la arbitrariedad.

 

El último álbum de los británicos ha sido secuenciado en 4 movimientos o lados. Tras una introducción más bien lenta, arranca en la pista 2 del primer movimiento, ‘It’s What We Do’, en la que se percibe claramente el teclado del extinto Richard Wright, y un eco de la canción ‘Shine On You Crazy Diamond’, pero en la que la guitarra de Gilmour no termina de cuajar. El segundo movimiento es más experimental. Su primera pista, ‘Sum’, tranquilamente pudo estar en The Division Bell; ‘Skins’, más que nada por el predominio de la percusión de Mason, retrotrae a la canción sesentera ‘Careful with that Axe, Eugene’, pero pasada por un filtro informático; ‘Unsung’ deriva de las melodías instrumentales de The Wall; ‘Anisina’ es un evidente homenaje a ‘Us and Them’ del disco The Dark Side of the Moon.

 

El tercer movimiento es demasiado noventero. ‘Night Light’, su tercera pista, es el respaldo sonoro de ‘Keep Talking’, y es cuando resulta más evidente que The Endless River se grabó a partir de The Division Bell. Las canciones son bifurcaciones, versiones laberínticas de lo ya hecho, a pesar de los sintetizadores que resuenan como clavicordios de la quinta pista, ‘Autumn 68’, o la voz computarizada de Stephen Hawking diciéndonos que “La palabra dio cabida a la comunicación de ideas / permitiéndoles a los seres humanos trabajar en equipo /Para construir lo imposible”.

 

El cuarto y último movimiento comienza con una actualización dulzona del disco The Atom Heart Mother. Sus pistas no son autónomas y van en crescendo a través de toda la historia de la banda —de forma poco lograda— para culminar en la única canción con letra del disco, ‘Louder Than Words’, un poema que no tiene la potencia de las composiciones de la etapa ochentera de David Gilmour, y menos aún la fuerza de las letras setenteras de Roger Waters.

 

En mi equipo de sonido suena por millonésima vez The Piper at the Gates of Dawn, el primer disco de Pink Floyd, la banda a la que siempre regreso, el grupo favorito de mi padre. The Endless River no es su mejor álbum, y sin embargo me gusta soñar que si la humanidad sobrevive sus obras cumbres sonarán en las colonias de Marte.

 

Lo demás es silencio.

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