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El peor oficio del mundo

El peor oficio del mundo
09 de mayo de 2016 - 00:00 - Yuliana Marcillo, Poeta y editora

Dorotea Muhr y Juan Carlos Onetti se casaron en 1953, vivieron juntos 39 años. En 1957 la poeta Idea Vilariño, con quien Onetti tuvo un largo y conflictivo romance, le dedicaría a Onetti el libro Poemas de amor, con el célebre poema ‘Ya no será’. A pesar de que Onetti contrajo matrimonio, jamás se alejó de Vilariño, siempre mantendrían encuentros esporádicos. Y tampoco se preocupó por escondérselos a la esposa. A continuación la respuesta de Dorotea, cuando un periodista del Clarín de Argentina, le pidió que hablara sobre la relación pasional y literaria que su esposo tuvo con Vilariño:

Ah, llegaste a eso… Bueno, había una relación muy fuerte antes de que yo entrara en su vida. Ella era una poetisa maravillosa, que escribió poemas absolutamente increíbles. No te voy a ver morir…, impresionante. Ella lo adoraba. Yo pienso que Juan, como escritor, necesitaba tener todo tipo de relación que tuviera ganas de tener y que le surtiera la imaginación. A mí me critican. Me preguntan por qué. Y bueno, porque si lo hubiera encerrado, no hubiera funcionado. Yo la veía mucho en Uruguay. Fue una relación muy distinta a la mía. Ella era más intelectual, estaba a la altura de Juan en la literatura, yo estaba en otra cosa. Yo sabía que no iba a ser la única mujer de Juan a partir de entonces, eso era absolutamente absurdo. Él me contaba, no había secretos. Había algo así como de conspiración. Y, por suerte, no soy celosa. Nunca lo fui. Si no, no habría funcionado.

Dorothea Muhr, El Clarín

Alguien tenía que correr las cortinas

Alguien tenía que limpiar el polvo que se acumulaba en las estanterías de libros que ellos llenaban.

Alguien tenía que ocuparse de servir el té, la comida, los tragos, y luego, recoger todo sigilosamente a tal punto que la vida doméstica no irrumpiera en el proceso de creación de su marido, el escritor.

Alguien tenía que organizar aquellas veladas literarias de noches eternas, donde los que opinaban, bebían y reían eran los amigos del esposo, el escritor. Era justo y necesario dejar de ser mujer para convertirse en esposa, dejar de soñar para que se cumpla el sueño del otro, para ser su pilar, su pobre inspiración, su chacha, la promesa pausada, hasta que salga el libro, aguantando incluso la pobreza y todo tipo de necesidades.

Alguien tenía que callar a los niños que revoloteaban entre la sala y los pasillos de la casa, vestirse y andar en silencio, arreglar con ímpetu el desorden del que escribe, porque escribe, y por lo tanto merece atenciones, cuidados, respeto, tranquilidad, paz.

Alguien.

Gabriel García Márquez escribió a Plinio Apuleyo Mendoza, en 1966, sobre el proceso de creación de Cien años de soledad: “Ha sido una locura. Escribo desde las nueve de la mañana hasta las cuatro de la tarde; almuerzo, duermo una hora, y corrijo los capítulos del principio, a veces hasta las dos y tres de la madrugada. Nunca me he sentido mejor: todo me sale a torrentes. Así desde que regresé de Colombia. No he salido a ninguna parte. Mercedes aguanta como un hombre, pero dice que si luego la novela no funciona me manda a la mierda”.

En otras ocasiones, salía por la tarde a tomar algo y en la noche regresaba, pues siempre había amigos en casa. Remataba esta declaración sobre su rutina asegurando: “Esta es la situación ideal para un escritor profesional, la culminación del que ha estado trabajando exclusivamente para hacer eso”.

Mercedes Raquel Barcha fue descrita por uno de los biógrafos del escritor colombiano como “una mujer alta y linda con pelo marrón hasta los hombros, nieta de un inmigrante egipcio, lo que al parecer se manifiesta en unos pómulos anchos y ojos castaños grandes y penetrantes”. Los biógrafos de García Márquez coinciden al señalar que antes de publicar Cien años de soledad, él apenas se las arreglaba para vivir haciendo guiones de cine y escribiendo artículos periodísticos. Hasta que un buen día, en medio de la carretera hacia Acapulco, detuvo el coche y le dijo a Mercedes algo así como: “Ya está. Ya tengo el libro. Vendemos el coche, nos morimos de hambre, pero lo escribo”.

Y así fue. Vendieron el auto, y aunque no se murieron de hambre, las pasaron muy estrechas. Entonces Gabriel García Márquez escribió el gran libro de la literatura latinoamericana.

Un trabajo en la sombra y sin cobrar

¿Quién le hacía la comida al escritor para que pudiese dedicarse solo a su labor intelectual? ¿Quién hacía la cena para los invitados? ¿El boom latinoamericano habría existido si las mujeres de estos novelistas no se hubiesen encargado de barrer, fregar, coser y planchar? ¿Cuánto tiempo podría haberle dedicado García Márquez a Cien años de soledad si hubiese tenido que recoger a los chicos del colegio, poner la lavadora, tender la ropa y hacer la comida? ¿Habría ganado el Nobel de haber dedicado parte del día a las ‘trivialidades’ de una ama de casa?”, escribe Noemí López Trujillo en su artículo ‘Las chachas del boom latinoamericano’, donde hace un largo recorrido por los roles impuestos, establecidos, irrefutables entre los escritores y sus esposas.

¿Quién se ocuparía de todo lo demás, todo aquello que no significara escribir, pequeños pedazos de espacio, tareas y detalles que constituyen aquellas bases invisibles del hogar? ¿Quién?

Alguien tenía que hacerlo.

La escritora chilena Marcela Serrano lo dijo todo hace algunos años en un programa de televisión: “Lo que una escritora necesita es lo que ellos han tenido: una esposa”. Y lo ratificó Mario Vargas Llosa, quien rompió en llanto mientras leía diciembre de 2010 su discurso de aceptación del premio Nobel de Literatura: “Soporta las manías, neurosis y rabietas que me ayudan a escribir. Sin ella mi vida se hubiera disuelto hace tiempo en un torbellino caótico. […] Ella resuelve los problemas, administra la economía, pone orden en el caos, mantiene a raya a los periodistas y a los intrusos, defiende mi tiempo, decide las citas y los viajes, hace y deshace las maletas, y es tan generosa que hasta cuando cree que me riñe, me hace el mejor de los elogios: ‘Mario, tú para lo único que sirves es para escribir’”, refiriéndose a Patricia Llosa, que fuera su esposa durante cincuenta años, y de quien ahora está separado.

En 2009, Pilar Donoso, hija adoptiva de María del Pilar y José Donoso, publicó el libro Correr el tupido velo, una confesión familiar de todo lo que su familia había escondido tras las cortinas. “Mi padre confiesa varias veces haber golpeado a mi madre con ‘fuerza y prolongación’. Alguna vez admite también que esa violencia se desataba debido a su sensación de que no le importaba realmente a mi madre; que ella no lo respetaba ni lo quería; que él no la satisfacía. Pero luego quedaba lleno de culpa y arrepentimiento”, escribió Pilar en su libro.

No es de extrañar que María del Pilar (la esposa de Donoso) padeciera depresiones y que en ciertas etapas de su vida se refugiara en el alcohol.

Cuando, después de que ambos murieran, su hija leyó sus diarios, dijo que había encontrado en ellos a “una mujer adolorida, insegura y triste, que dejó de lado su propia vida para vivir en función de mi padre, perdiéndose en ese laberinto y perdiendo sus grandes potencialidades en el campo de la pintura y del periodismo”. Correr el tupido velo provocó tal escándalo en la familia, que su autora se suicidó.

Ese alguien también amaba.

Dylan dijo que me amaba la primera vez que nos conocimos, y aunque yo había hecho el amor anteriormente, eso era algo que ningún hombre me había dicho”. Con esta frase empieza el formidable libro Caitlin: Life with Dylan Thomas, donde Caitlin MacNamara, esposa del poeta y cuentista británico Dylan Thomas (ella renunció a su carrera de bailarina para casarse con él), habla sobre su vida en pareja, sobre las infidelidades y el alcoholismo de su esposo, que le llevó a la muerte con solo 39 años.

Caitlin dice: “Dylan no asiste al parto. Dylan seguramente está en un bar borracho. Seguro estará con una muchacha apodada ‘Joey la ardiente’”. Y se explaya con total franqueza de su sexualidad que hasta confiesa, entre otras cosas, que nunca llegó al orgasmo con él.

Las infidelidades se repiten continuamente por parte de los dos. Las deudas crecen. Sobre el aborto de su segundo hijo, Caitlin anota: “fui a una dirección en Londres donde había dos doctores y una enfermera que estaban a cargo de una clínica privada. Hice todos los arreglos yo misma y llevé el dinero (no era tan complicado preparar un aborto en esos días, suponiendo que fueras discreta y pudieras pagarlo). Naturalmente, Dylan evitó todas esas dificultades. Él había viajado conmigo desde Gales y me acompañó hasta la clínica, pero no se atrevió a entrar; se fue al bar en el lado opuesto de la avenida, y no sé qué pasó con él después de eso”. Es así como Caitlin se presenta en su autobiografía, como una mujer que está a menudo sola en casa con los niños y las facturas por pagar, aburrida y resentida, mientras su famoso marido viaja y escribe, desinteresándose totalmente de ella y su situación.

Sofía Behrs, más conocida por su apellido de casada, Tolstói, anota en su diario: “No recibo de él ni una sola palabra amable o consoladora”, y añade: “Esta vida no es para mí. No hay nada en lo que pueda poner mi energía, mi pasión: ni relación con la gente, ni arte, ni trabajo, nada más que una absoluta soledad todo el día”.

Sylvia Plath, en un acto de rebeldía, ya que sus días oscilaban entre querer ser escritora —lo que le planteaba intensos problemas de rivalidad y celos con su esposo Ted Hughes— o conformarse con el papel de señora y musa, terminó metiendo la cabeza en el horno porque no aguantó más. Ella acabó con el dolor. ¿Y el resto, amantísimas señoras?

Alguien tenía que correr las cortinas, agachar la cabeza y hacer de la casa el cielo tisú. Alguien.

Aquí, algunas de ellas lo cuentan.

***

Norman es un tipo adorable hasta que se emborracha. Un perfecto modelo del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde. Tenía ese modo de comportarse, a lo macho. Podía ser tan encantador... Muchos psicópatas son encantadores. Quien solo le conociera superficialmente se quedaba inmediatamente impresionado. Pero yo conocí su lado oscuro. Siempre decía que yo lo había abierto. Durante años se había sentido interiormente muerto y yo le había devuelto la furia, la pasión, todo. Todavía sigo creyendo que soy la única mujer que ha querido, que ha querido con tal frenesí que quería aniquilarme.

Yo también le quería. Finalmente, quería casarme con él. Era magnífico en la cama, muy generoso y muy amable. Yo le adoraba. Por encima de todo, en aquel tiempo, era mucho más abierto y más accesible. Más tarde se acorazó, porque creía que ser amable era femenino, no era de macho. Yo quería matarlo a tiros. Meterle un cargador entero. Creo que en secreto es una maricona, sólo que no lo sabe. Yo participaba en sus juegos, lo que me ponía bastante celosa. Había dos normas: él podía follar por ahí, yo no. Él se consideraba un revolucionario sexual, pero yo tenía que ser fiel. Eso de tres y cuatro en la cama eran sus ideas.

Un día, Norman me propuso que hiciéramos un trío, o más bien, que le permitiera hacer el amor con una mujer “solitaria”, diciéndome: “tú me tienes siempre, dale a esa mujer una migaja”. Y como si sus infidelidades no bastaran, a golpes me enseñó a comer con el tenedor correcto, a vestirme de terciopelo negro o preparar los huevos tal como los hacía su madre. Todo esto fue el antecedente para lo que vino después: el día del cuchillo.

Fue un 19 de noviembre. Ofrecíamos una fiesta en nuestra casa. Norman desapareció repentinamente y volvió unas horas más tarde, con una camisa torera sucia, rota y ensangrentada. Yo, Adele, su segunda esposa, pintora de sangre hispana, ebria hasta el último pelo porque era una alcohólica, me puse de pie y empecé a golpearlo cuanto más me lo permitían mis fuerzas. Él me clavó un cuchillo de siete centímetros cerca del corazón. Cuando los demás quisieron ayudarme él lo impidió, hasta que fue derribado de un golpe. Yo conocía el mundo del arte porque era pintora, pero aquella gente era intelectualmente muy superior a mí. Me sentía inferior. Era guapa, pero joven, y pensaba que no iba a ser capaz de aguantarlo.

Así, el enorme hombre rudo, ídolo de machistas, el señor gran escritor, cumplió con una de sus mayores hazañas: hacerme cuanto más daño podía1.

***

Soy Norris Church, la sexta y última mujer de Norman Mailer. Cuando conocí a Mailer, había atrás cinco esposas y siete hijos, y una fama de escritor bohemio, hedonista, excéntrico, visionario y problemático.

Fue en 1975. En ese entonces me llamaba Barbara Jean Davis, era maestra, estaba divorciada y tenía un hijo. Mailer tenía 52 años y yo, 26. Me enamoré locamente: dejé mi trabajo, vendí mi casa, y me marché con mi hijo de tres años a vivir en Nueva York. Allí comencé una fugaz carrera como modelo y comencé a escribir mis propios textos, al lado de Mailer por supuesto. Estuvimos juntos durante 33 años. Cuidé de todos su hijos, ¡con el mío sumaban ocho! Ocupé el papel de esposa y asumí que la naturaleza de mi marido era la de un seductor. ¡Lo asumí y lo acepté! Y como él mismo admitía, yo le ofrecí la estabilidad necesaria para poderse entregar por completo al oficio de escribir.

En los medios de comunicación y en el círculo literario se preguntaban cómo era posible que Mailer no me dejara, como lo hizo con todas sus anteriores esposas, y yo ahora, muerta, hecha polvo, me pregunto cómo fue posible que yo no le dejara a él. Cuando me diagnosticaron el sarcoma que me mató, tuve que pasar por una durísima quimioterapia. Al regresar a casa, Mailer se cambió de habitación y me ignoró hasta que estuve más o menos recuperada. Aguanté sus desplantes y sus cientos de aventuras. Una vez The New York Times me preguntó si esperaba ver a Mailer en el cielo, yo respondí que esperaba no verle durante una temporada. Necesito un descanso2.

***

No añoro nada de aquellos años, me gusta mucho el presente, aunque es cierto que los de entonces no somos los mismos. Entre otras cosas yo ya no bailo samba. Recuerdos de imágenes, sonidos, colores y olores. De sentimientos afectuosos. Es bastante, es mucho. Fueron de veras dorados aquellos años. Pero no es suficiente. Podrían haber sido tanto más. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Cómo? Nosotros, indiferentes, casi culpables, ni siquiera nos lo preguntábamos.

Durante muchos años he permitido que gran parte de mí quede sin usar… La he perdido de vista, siempre supeditada a circunstancias realmente vitales e importantes de mi condición de esposa de Pepe y madre de la Pilarcita y del sitio donde vivo. Las circunstancias son tan favorables por una parte, Pepe me quiere, la niña es un amor, la vida en Sitges ideal, y yo... doblada en dos con ganas de llorar. ¿Para qué escribo? ¿Para los biógrafos de Pepe?

Estoy tan deprimida de nuevo y tan angustiada... Organizar las constantes mudanzas (diecinueve, en menos de quince años) y estar sola durante las interminables horas en que mi marido escribe, es agobiante. El sacrificio de una vida bohemia ha sido de los dos, pero las compensaciones solo las tiene él: acaba de llegar cable para Pepe confirmando la invitación a Bellagio. ¡Qué envidia! ¡Todo le sale bien! ¡Qué envidia3!

***

He dejado mi trabajo para que mi esposo, Hermann, pueda escribir encerrado en su estudio o buscando la inspiración en sus múltiples viajes. Mientras tanto, yo cocino, paso a limpio sus manuscritos, organizo mudanzas, obras, reparaciones (una vez explotó la estufa estando Herman solo en casa; su reacción fue hacer la maleta y marcharse hasta que yo, Maria Bernoulli, su primera esposa, lo hube resuelto), y por supuesto, cuido a los niños. Cuando me conoció, dijo esto de mí: “Al menos es mi par en cuanto a formación, experiencia de la vida e inteligencia, es mayor que yo y en todos los sentidos es una personalidad independiente y activa”. Sin embargo se escapaba de casa, me dejaba absolutamente sola; comencé a sufrir de depresiones. Mi enfermedad psíquica tuvo su primera manifestación en 1918.

¿Qué hacía? Cuando nacían los niños, Herman se ausentaba durante meses, yéndose por ejemplo “a la selva a cazar mariposas”. El día en que él me confesó que le había sido infiel, todas mis esperanzas se desvanecieron. Tuve que ser internada en un psiquiátrico4. Aunque lo superé al principio, las cosas terminaron con mi muerte en un asilo de ancianos. Claro que no lo merecía, ¡hasta sus calcetines se los enviaba limpios por correo!

***

Miami, martes 12 de marzo de 1940:

Hoy fue un mal día para mí. Empecé con ganas de escribir un cuento y escribí una página y media con gran estilo y concentración hasta que vino J. R. con una larga diatriba sobre el comer fuera, echarse a perder el estómago y envenenarse el organismo durante una semana. Las ideas se me esfumaron, así es que me puse el sombrero y me fui al mercado. Cuando regresé, no pude continuar ni concentrarme con la tensión de que en cualquier momento me pudiera llamar para escribir a máquina. Por la tarde, J. R. empezó a quejarse constantemente del ruido que se oía cada vez que yo trataba de volver la página del periódico, lo que hacía con el mayor cuidado. Luego, cuando estábamos escribiendo a máquina, Mrs. Lowe vino un momento para invitarnos a un concierto y J. R. estuvo a punto de ponerse furioso por la interrupción. A J. R. le molesta muchísimo que le interrumpan durante las comidas, además, sigue discutiendo por todo, está en actitud polémica, egoísta e irritable. Después de escribir a máquina, mencioné que quería oír a Kalterborn y J. R. dijo: “¿Ahora?”.

Esto fue el colmo; así que me monté en el coche y me fui a un lugar tranquilo donde pudiera pensar en un plan para no pasarme toda la vida como si estuviera en la sala de espera de una estación: esperando a cocinar o escribir a máquina para J. R. Desayuno a las 8 a. m. Máquina a las 10. Almuerzo a la 1. Máquina a las 3:30. Cena a las 7:30, lo que no me deja tiempo entre medias para hacer siquiera un viaje a Miami, por no hablar de citarme con alguna de mis amigas. También la traducción está atrasada, porque no hay una hora al día en que pueda escribir a máquina sin molestar a J. R.5

1. Textos tomados de una entrevista realizada por El País el 25 de enero de 1998, a Adele Mailer, autora de La última fiesta (2000), en el que realiza un largo recorrido de su vida, desde su primer novio hasta la tormentosa relación que vivió como segunda esposa del escritor estadounidense Norman Kingsley Mailer, conocido como Norman Mailer.

2. Una entrada para el circo (2011), biografía escrita por Norris Church, última esposa de Norman Mailer.

3. Diarios de Pilar Serrano, esposa de José Donoso Yáñez.

4. Hermann Hesse hizo referencia de la enfermedad mental de su mujer en El lobo estepario: “Mi mujer, que padecía un trastorno mental, me echó de casa”, gime el protagonista, álter ego del autor quizá. Después ella relató ante sus amistades lo que en realidad habría ocurrido y sus declaraciones fueron publicadas por la prensa.

5. Los diarios de Zenobia Camprubí, la esposa de Juan Ramón Jiménez, retratan una vida monótona, a la sombra y al servicio del poeta: ella escribe lo que él le dicta, se ocupa de cocinar, de médicos y dentistas, de hacer y deshacer maletas y de soportar al “genio neurasténico”.

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