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Cine

El otro, bajo el cielo, a un costado del muro

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Nadie tiene la intención de

construir un muro.

Walter Ulbricht, jefe de Gobierno de

la RDA de 1960 a 1971

 

 

En el cielo de Berlín, los ángeles. En la tierra, la gente, los autos, las calles… y el muro. Unos y otros, todos, por doquier, a ambos extremos.

 

La idea del ‘yo’ y del ‘otro’ se construye siempre por la antonomasia. El otro es, se identifica como tal y actúa de una u otra forma porque no es yo (aunque lo sea para sí mismo). Esta dicotomía, por supuesto, se acentúa cuando sujetos, personas, circunstancias, se encuentran a uno y otro lado de un muro, físico, ya no solo mental, que divide lo que quizá no debería estar separado. Una nación, una ciudad, a las personas.

 

Así fue hasta el 9 de noviembre de 1989, de forma tangible, y hasta hoy, en el imaginario, en el recuerdo de una frontera trazada para impedir el avance ideológico de Occidente sobre la parte oriental de Berlín… y para frenar la fuga de los berlineses que esperaban —ansiaban— el mismo avance ideológico.

 

Mostrar esa —y otras— escisiones, las cicatrices que deja el hombre en cada ciudad, es la tarea que algunos artistas pretenden acometer, sea en la literatura, en la pintura, en el cine. Este último arte fue, precisamente, uno de los que más narró las historias que ocurrían, a uno y otro lado, insistiremos, del muro, como metáfora de la separación que cada hombre y mujer viven en su interior.

 

De 1964 data El niño y el muro, de Ismael Rodríguez. Filmada a las afueras de Berlín, la película muestra una trama sencilla: un niño, Dieter, quiere obtener una pelota para jugar, mientras su vida solitaria, a pesar de que sí tiene padre y madre, transcurre en un barrio situado junto al muro. Eso, a simple vista, se erige como la historia más sencilla y pueril del mundo, pero, por eso mismo, es conmovedora: la inocencia del niño choca de frente con la contención y todo lo que el muro representa para los berlineses de ambos lados. El punto de conflicto ya no se presenta en la actitud austera del padre del niño o en los problemas matrimoniales, sino en el momento en que Dieter, ya feliz propietario de la pelota, la pierde del otro lado… Y al intentar cruzar, un soldado le explica: “Eres de Berlín, entonces, no puedes entrar a Berlín”.

 

Es cierto, así de simple es la cuestión, si eres de una ciudad no puedes transitar libremente por sus calles, aunque se te vaya la vida en ello, literal —fe de ello son aquellos que intentaron cruzar y murieron en el intento— y figuradamente, por un juguete que, de pronto se convierte en la excusa para recorrer el territorio con otra mirada, para entablar amistad con el ‘otro’ representado por Martha, la niña del lado opuesto. Distintos y cercanos, sin embargo, los niños se confiesan uno al otro, a través del boquete abierto en el muro, que están solos: ella lo dice claramente; él miente un poquito, a modo de travesura. Se muerden, pelean, se juran amistad, hay una promesa: “Mañana abriremos otro agujero”.

 

El otro, en una orilla enfrentada, puede llegar a convertirse en un amigo cercano.

 

La cercanía, el amor, es precisamente lo que busca otro personaje del cine, nada más y nada menos que un ángel, desde su esfera ‘superior’, para saber, para conocer qué se siente ser humano. Bueno, no solo uno, sino dos ángeles que caen, voluntariamente, para conocer a los seres humanos. En 1987 aparece Sobre el cielo de Berlín de Wim Wenders, una película que explora, precisamente, el firmamento de la capital alemana, pero desde arriba, desde la óptica de un ángel, Damiel, que desea convertirse en un hombre y así acercarse a una mujer. Pero los ángeles no conocen el corazón de los hombres (menos el de las mujeres), los padecimientos ni las alegrías humanas sino por lo que escuchan en sus pensamientos. Escuchan, no sienten, aman sin comprender al género humano. Hay un muro que se levanta entre ellos y nosotros, pero Damiel quiere bordearlo. No puede haber mayor muestra de ser humano, de convertirse en uno, completamente, que enfrentarse a un muro, real o imaginario, que frena, que nos plantea, a su vez, el anhelo, el deseo de saber qué hay al otro lado, más allá.

 

O más acá. Como en la continuación de Wim Wenders ¡Tan lejos, tan cerca! (1993) donde Cassiel, otro ángel, decide seguir a Damiel en su transición a la condición humana, dirigiéndose a los hombres, a los amados, los que no los ven a ellos, a los otros, a los ángeles. He aquí que la brecha entre unos y otros es más grande, más allá de la ideología o los géneros, más allá de la condición… Y sin embargo, hay algo que une a estos seres y a los hombres: el deseo, de vivir, de sentir, podría resumirse, y es así que el ángel, el ser superior, desea convertirse en hombre para entender lo que ama, pues “observar no es mirar hacia abajo, sino al nivel de los ojos”.

 

Para ver, para mirar al otro, a uno mismo, es necesaria la luz, y es por eso que la angélica Rafaela le dice a Cassiel “No dejemos de celebrar la luz”, aunque ellos no saben, no perciben que la luz, precisamente, es la que nos mata dulcemente, como bien dice un verso de Leopoldo María Panero: “Por lo que un hombre acaba de mendigo, de borracho o de monstruo, es por la luz. Y la luz no es nuestra”. Consciente de este fenómeno, quizá, el director planteó esta narración a dos colores, es decir, dividió las perspectivas: aquella en la que aparecen los ángeles está en blanco y negro, y la perspectiva humana, la vida, se presenta a todo color. Por supuesto, esta forma de ver una película puede resultar agotadora, pero así se plantea, también, lo difícil que es cambiar de perspectiva a cada momento, ponerse en los zapatos del otro, para entender, o atisbar, siquiera, una mínima explicación del pensamiento ajeno que, valga la redundancia, si cambiamos la perspectiva, puede convertirse en el nuestro. Al final, la sustancia de todo, la comprensión, está ahí, no hay que buscarla en otra condición sino en la propia, humana o angelical, pues lo esencial está en el trazo, como diría Miguel Ángel, citado por Peter Falk, en su propia piel dentro de la película.

 

Cassiel comprende que al convertirse en humano también debe lidiar con las emociones propias de la especie: la ira, el miedo, y la soledad, sobre todo, porque ya no es capaz de escuchar los pensamientos del resto, sino solo los propios, caóticos y confusos, errantes como las miradas de hombres y ángeles que se ponen de cara al cielo (o de cámara al cielo, como lo logró el director, en una trayectoria, repetimos, errante).

 

Escuchar al otro es traspasar, de cierta forma, el muro. O implica sentirnos acompañados cuando estamos solos, encerrados por este.

 

Ese acercamiento, ese nivel de intimidad se siente en La vida de los otros (2006), una historia que transcurre durante los últimos años de la RDA en Berlín. Esta es una historia de espías, de malentendidos, que de pronto se ve coronada por un acercamiento inusual: de tanto espiar al dramaturgo Dreymann, para descubrir una posible traición al régimen, el funcionario Wiesler se identifica con su vigilado, desarrolla tal empatía con este que termina protegiéndolo a través de los informes que entrega diariamente, e incluso oculta evidencia que pudo haber inculpado a Dreyman. En plena decadencia del régimen comunista en Alemania, al mismo lado del muro, dos hombres, enfrentados a ambos lados de micrófonos y cámaras, logran acercarse y conmover la vida de uno y otro por una sencilla razón: son ambos hombres, seres humanos, mirando al otro lado del muro.

 

¿Qué tan distinto puede ser lo que ocurre en el otro lado? ¿Es acaso mejor, peor, quizá? Tal vez no haya diferencia… Y así parece entenderlo Alex, el protagonista de Good Bye, Lenin! (2003), que se ve de pronto libre para cruzar, estirar las piernas y las perspectivas en todas direcciones… mientras su madre está en coma justo en el momento en que el Muro de Berlín ha caído. Cuando esta despierta, para no provocarle otro infarto, Alex decide mentirle y montar toda una escenografía para que parezca que su amado Berlín oriental no ha cambiado, que aún sus ideales se mantienen, que el muro sigue sólido, el físico y el mental. Por supuesto, aparentar que el mundo no cambia es una tarea casi imposible, dolorosa, también, pues la verdad es que todos, de una u otra forma, han sido artífices de ese cambio y lo han aceptado con los brazos abiertos. Al cruzar al otro lado del muro, Alex y su hermana han conocido el mundo que solo alcanzaban a imaginar y han descubierto que no es mejor ni peor que el suyo, es, de hecho, el mismo, y, al otro lado, también hay personas que se imaginaron, durante décadas, cómo sería estar en el sitio opuesto.

 

El muro se construyó, de cierta forma, de lado y lado, y sobre este, como imaginaba, sabía, intuía, Alex, había un sitio absoluto, privilegiado, a donde solo podían acceder los héroes, entre ellos su madre.

 

Y es que sobre el muro, sobre cualquier muro, siempre estará el cielo, el espacio.

 

 

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