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El hogar de Truman Capote

Truman Capote en su apartamento en Brooklyn Heights. Foto de Slim Aarons, en la Staley-Wise Gallery New York.
Truman Capote en su apartamento en Brooklyn Heights. Foto de Slim Aarons, en la Staley-Wise Gallery New York.
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Where ever I may roam
on land or sea or foam
you will always hear me singing this song
show me the way to go home.

Irving King

 

Imagino a Capote a inicios de los ochenta agarrar la última edición de Mademoiselle Magazine del año 1956, dejar a un lado su sombrero y aflojarse la corbata que decora un impecable cuello blanco. Después, colocarse unos grandes lentes redondos, cruzar la pierna e inclinarse un poco hacia la derecha para leerla sentado en una mecedora. Esa edición de diciembre que guardaba celosamente. Pasar la página. Otra. Otra. Mover involuntariamente sus labios, su nariz, como tics que presagian el quiebre. Sacar con dificultad su pañuelo. Seguir hasta el final, en estos casos siempre hasta el final, hasta emborracharse con el olor de ingredientes dulces —vainilla, jengibre, cerezas, nueces, mantequilla— y ahorcarse con hilos de cometas invisibles. Seguir hasta el final para no perderse el momento cuando él mismo escribió: “mi casa está allí”, o “a partir de ahí se sucede una desdichada serie de cárceles”. Darse cuenta, otra vez, de que ese mundo adorable de fiestas de disfraces, seda y champagne no era el suyo. De que escribía plegarias atendidas y no atendidas para sacárselo de encima.

 

Son las diez y treinta y dos de la mañana de un sábado. Papá, mamá y hermana de dieciocho años me esperan sentados en el carro. Hacía pocos minutos había enviado un mensaje de texto diciendo que estaba listo, que les esperaba. “Estamos abajo”. Agarro mi mochila negra. Empiezo a meter allí lo básico para un paseo familiar con dormida: una camiseta, cargador de celular, un bóxer, medias, desodorante, cepillo de dientes. Por suerte todo está cerca. Camino tres pasos hacia el librero para coger los cuentos completos de Truman Capote. No sé por qué ese título en concreto ni por qué les hacía esperar más. Tal vez pasaba que entre la ropa y los instrumentos de aseo faltaba algo que pusiera orden dentro de esa bolsa de tela. Algo que estableciera ciertas coordenadas. Bajo corriendo las gradas, de tres en tres, siempre con el presentimiento de que algún día me voy a romper la cara inevitablemente.

 

Algo se rompió dentro de Capote cuando conoció la sentencia de Perry Smith a la horca. Dos gigantes se despedazaban en su alma: por un lado, la alegría de tener el ansiado final de A sangre fría, novela de ‘no-ficción’ que narraría el asesinato de la familia Clutter y, por otro lado, la tristeza por la inminente muerte de quien había llegado a ser su íntimo amigo. Esa euforia ambigua nunca cicatrizó, nunca le permitió alcanzar el equilibrio. Smith, hijo de una india cherokee —alcohólica que murió ahogada en su propio vómito— y de un cowboy irlandés divorciado, con dos hermanos suicidas, autor de cuatro asesinatos en Kansas por robar una caja fuerte que no existió, fue ejecutado el 14 de abril de 1965. Minutos antes de morir le entregó a su amigo escritor un manuscrito —fruto de los ratos de introspección que acompañan a 5 años de espera por una sentencia— de cuarenta páginas titulado De las cosas desconocidas y que decía: “Si no supiéramos que vamos a morir, seríamos como niños; al saberlo, se nos da la oportunidad de madurar espiritualmente. La vida es solo el padre de la sabiduría; la muerte es la madre”. Estas palabras fueron para Capote la confirmación de algo que intentó hacer 10 años antes, exactamente en 1956, al escribir el cuento ‘Un recuerdo navideño’, publicado en la edición de diciembre de Mademoiselle, revista que albergó sus primeros escritos para madurar espiritualmente, comprender la muerte —o resignarse a convivir con ella— a la luz de poner en papel los mejores momentos que había vivido con la mejor persona que había conocido. Esa mejor persona es su tía Sook. Esta vez —en el relato que nos convoca— aparece como ‘una prima lejana’, mientras que en El arpa de hierba es la tía Dolly y en otros cuentos aparece con su nombre real. Se trata de la mujer que crió al niño abandonado por sus padres y ‘bulleado’ por el tono de su voz, el pequeño Truman. Una anciana que, según el cuento, nunca había ido a un restaurante, nunca había viajado a más de cinco kilómetros de casa ni había usado cosméticos ni había dicho malas palabras ni había mentido a conciencia, nunca había dejado pasar hambre a ningún perro y solo leía tiras cómicas y la Biblia. Además, no iba al cine para no malgastar la vista, porque “cuando se presente el Señor quiero verle bien”. Pero no por eso dejaba de regalarle siempre los diez centavos necesarios para que Buddy, el personaje de 7 años que hace las veces de narrador, comprara su entrada y al regreso le contase la historia.

  La trama de ‘Un recuerdo navideño’ es sencilla: cocinan tartas de frutas para regalar a desconocidos, cortan un árbol para ponerlo en la casa, lo decoran hasta que arda “como la vidriera de una iglesia baptista” y hacen a mano dos cometas que se van a entregar mutuamente ese día. Construyen una fortaleza humana de ternura que sobrevive alegremente rodeada de enemigos: los demás familiares que “tienen poder sobre nosotros” y “nos hacen llorar frecuentemente”. La noche antes de Navidad, ambos personajes toman, en pequeños vasos de gelatina, lo poco que sobró del whisky que usaron en las tartas: apenas un centímetro cada uno. Probablemente sea una de las borracheras escritas más entrañables: “Reímos como tontos: se diría que unas manos invisibles están haciéndonos cosquillas”. Ella baila un vals alrededor de la estufa mientras canta ‘Show me the way to go home’, sosteniendo su vieja falda con los dedos. ‘Show me the way to go home’ es una canción popular compuesta en 1925 —uno después del nacimiento de Capote— por Irving King, pseudónimo de James Campbell y Reginald Connelly. También se la utiliza en la película Tiburón (1975): la cantan los tres personajes mientras cenan, semiborrachos, antes de sufrir la embestida del animal marino. Buddy y su anciana amiga —Truman y Sook— también sufren la embestida de la escandalizada gente que los rodea. Arrodíllate, reza, pide perdón. Sus enajenados familiares no entienden que nada de afuera puede dañar al hombre.

  La pupila se dilata cuando pasa de lo oscuro a lo luminoso y viceversa. La muerte viene como una cometa cuyo cordel se ha roto y que ahora vuela, solitaria, después de amputada una parte insustituible del narrador.

 

Escuchamos en el camino todas las canciones de mi hermana: letras que a los dieciocho años nos parecen importantes y duraderas, pero que probablemente serán reemplazadas por otras, igual de fugaces, en menos de un mes. Ya, pero en esta sí, hagan silencio y escuchen. Todos callados. Mi mamá cierra los ojos tomándose en serio el juego adolescente porque de eso se trata todo. Cuando se termina, llega mi turno. Saco el libro rojo editado por Anagrama en su colección Compactos. Me siento al borde del sillón para que me escuchen todos. Cerramos las ventanas porque el viento que entra a 120 kilómetros por hora quiere barrer las palabras de Capote. “Imaginad una mañana de finales de noviembre…”. Hay que variar ligeramente el tono de voz cuando hay diálogos. Hacer pausas largas para que se entienda que volvimos al narrador. Paso una página. Otra. Otra. Hasta que llego a la separación de Buddy y su anciana prima, a la muerte de la perrita Queenie, a las cartas en las que le confunde de persona. Saber que los días trece ya no son los únicos en los cuales no se levanta de la cama. Por suerte, antes de salir, alcancé a coger las gafas negras de sol que disimulan el trabajo de mi dedo índice mientras imagino en mis manos el sobre con una moneda de diez centavos, acolchada en papel higiénico, junto a una nota que dice: “Vete a ver una película y cuéntame la historia”.

 

El 21 de diciembre de 1966 se transmitió por el canal ABC la adaptación de ‘Un recuerdo navideño’. Eleanor Perry ayudó a Capote con la adaptación del guion —lo que le valió el premio Emmy— y Geraldine Page interpretó a la prima de Buddy, lo que le valió el mismo galardón. La voz de Capote es la que narra la historia. En el minuto 5 de la sexta y última parte (fragmentación YouTube), los dos protagonistas están acostados sobre una gran extensión de hierba. Allí no necesitan encerrarse. Pelan mandarinas. Las cometas están fuera del cuadro. Allí se da la iluminación de la anciana: “Apuesto a que, cuando llega a su final, la carne comprende que el Señor ya se ha mostrado. Que las cosas, tal como son, tal como siempre las ha visto, eran verle a Él. En cuanto a mí, podría dejar este mundo con un día como hoy en la mirada”.

  Capote vio en su tía Sook la posibilidad de llegar a un estado de gracia en el cual transitar pacíficamente. Y para lograrlo no hacían falta cosas rebuscadas ni irse lejos. Pero, aunque su camino fue distinto, siempre tuvo claro dónde estaba su hogar: en esas Navidades que pasaba haciendo tartas de frutas para regalar a desconocidos.

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