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El desierto de un concurso / Un concurso en el desierto
Hasta los escritores “ágrafos” quisieran ganar un premio nacional de literatura, gracias al azar, por el concurso de algunos lectores (jueces) quienes a contra página coinciden en que “ese” texto merece el diploma, el cheque y la edición de la obra; también porque esa propuesta, cree su autor, es la mejor escrita desde el nacimiento de sus personales letras o, por qué no, la simple osadía imberbe de un púber concursante, tenga 16 o 70 años, quien empezando a escribir o haciéndolo toda una vida sin pegar una, lo coloque, por fin o principio, en el ranking de al menos una página social literaria.
Merece el galardón por mérito propio de la obra, por cronología de parto o estado de sitio pre mortem, por los astros alineados, por intervención de ciertos dioses de la pluma, por la fe, por el riesgo intelectual cometido por el jurado y hasta por el derecho adquirido de un degustador de queso gruyer.
No me queda duda que de los textos premiados en tantos certámenes literarios, algunos sean obra literaria que merece ser difundida y, especialmente, leída, si no con fruición, al menos con un poco de respeto, algo de envidiosa admiración, con la generosa actitud de quien sabe que la verdadera literatura se defiende sola, encuentra su propio sendero; y convence a los infaustos lectores que la escritura, entre otras posibilidades de creación, hace que la vida valga la pena a pesar de nosotros mismos.
Hay, por tanto, amasijos de alfabetos binarios hasta cuaternarios que no merecen siquiera ser tomados en cuenta, menos premiados, peor leídos, y los concursos que los han agasajado no son tales, apenas medio de gratificación para ciertos seres a quienes les hace falta un azulejo propio; parecieran ser parte de un estrato del universo que debe ser atendido desde la dadivosa compasión de un culpable institucional (público o privado) que necesita hacer notar que también hace obra “socio-cultural”, sin que importe demasiado la calidad del texto literario, en este caso; entonces se habla de neo tendencias, de experimentos ultra contemporáneos, de transgresión, de sensibilidad sigloveintiunesca, ¡ay, callá! decía mi madre, cuando mi bullicio entorpecía su concentrada lectura de fotonovelas mexicanas, y me señalaba la puerta para que me vaya a jugar bolas en mejor parte.
La literatura es tiempo y su representación, no es un ismo, así sea novísima vanguardia. El autor encuentra su voz, descubre su propio lenguaje (que no es el idioma en el que escribe, por si acaso confunde este galimatías); devela y revela una ética y estética (no puedo ser más común en este lugar); su obra tiende a reflejar su visión del mundo, su pensamiento y su crítica: imaginativo, protohistórico o cósmico; y la obra misma consigue su coherencia, su consistente estructura creada, inventada, potenciada, mimetizada, adosada, subterránea o celestial.
El lector es cómplice y testigo de cargo que se enfrenta a múltiples reflejos de una obra que lo debate en su inteligencia y en su sensibilidad; consigue desde su propio ejercicio (lectura) encontrar la aparente unidad o dispersión que propone el autor en un texto. Cada lectura es una versión diferente de una misma obra. Nada media entre el autor y el lector, ni siquiera la llamada crítica literaria, es un problema entre ellos.
Los comerciales, los afiches, los premios/concursos, presentaciones de libros, talleres de lectura y otros del mismo tenor son instrumentos de uso para difundir; quizás, arriesgo, para incentivar a escribir y a leer, no hacen autores ni lectores; no son el fin de nada, de la literatura menos. Debo decir (para no colgarme), que es con la crítica que se abre el diálogo (autor/lectores) y se multiplica, aquí la literatura ha sido, es y será.
Debería callar ya, pero necesitaba esta digresión ante la necedad de si un concurso literario debe o no declararse desierto. Claro que sí. Pero no porque yo lo planteo sin más ni porque soy rebelde en un mundo que me ha desgajado así. Un Premio Nacional de Literatura supone que premiará a los mejores de entre los concursantes pero, (póngale el ojo a la diana) desde la perspectiva, noción, subjetivismo, experiencia, conocimiento, canon, sensibilidad, tontería o genialidad de un grupo de lectores (casi siempre escritores con obra cierta, escrita o no a destajo) llamados a ser el jurado de tal concurso.
Establecen reglas y ciertos parámetros para definir la base de análisis de las obras que irán siendo eliminadas y de las que pasarán a la siguiente ronda de lectura. Cada uno de los jurados (barrunto, no puedo jurarlo) leerán todas las obras finalistas, y al final del abismo de la fecha que impone la convocatoria, se pondrán de acuerdo y anunciarán a los premiados con sus fundamentadas razones; declararán desierto el premio si así les ha parecido a sus reunidos y dialogados intelectos y sensibilidades.
¿Dónde está el lío, dónde Confucio? –La respuesta la tendrá una hermosísima y poco informada concursante a reinado de belleza-. No pidamos más de lo que podemos dar, y tampoco pretendamos que la entrega de un premio se limite a la satisfacción que sienten entre dador y receptor del mismo. Todo certamen literario es un albur, lo sabemos los mortales comunes; que muchos de estos premios (hasta los mundiales) estarían previamente otorgados eso solo lo saben singulares delincuentes, ardidos perdedores y más de un atento y conspicuo lector.
Intentemos verlo claro, más allá de lo dicho, un premio literario es un prestigio para la institución que lo propone, por el nivel de los jurados que ha convocado, por el rigor de la selección de los textos, por la honestidad de un reglamento, pero especialmente por el riesgo de decir quién es el ganador, o que no hubo tal. Un Premio Nacional de Literatura, por principio, se entrega a las mejores propuestas literarias, sea ópera prima o la número 271 que ha enviado un autor.
Un premio literario va, redundantemente, por la literatura, no por uno u otro escritor o aspirante, no por una tendencia u otra, ni siquiera, aunque lo parezca y sirva para ello, por apoyar a los que escriben o lo intentan. De ser así no constituyan un premio literario ni siquiera parroquial, generen concursos tipo atracones y entreguen premios económicos, diplomas e impresión de textos a todos quienes se presenten, por edades, etnias, opción sexual, décadas, cortes de cabello o diámetro de tunnig.
Un premio literario como el Pichincha, no es para reconocer la precocidad de un niño escribiendo ni para pagar la jubilación de un escritor inédito de 80 años, no es falta de bondad ni de altruismo, me ubico nada más. Perdonen lo anquilosado de mi mirar torcido, pero un premio literario tiene que ser un espacio de competencia, aceptando las reglas de ese juego que propone un jurado que ha decidido asumir esa tarea.
Que ojalá los autores premiados sean los mejores, lo más in del momento, ojalá que no haya desierto de concursos, si no más concursos que a veces han de declararse desiertos por falta de participantes, calidad de obras, o miopía de sus jurados. Callo.