El Telégrafo
Ecuador / Lunes, 25 de Agosto de 2025

El cazador de instantes

Sobre el libro Huellas en el agua, de Antonio Correa Losada

Para el poeta a menudo el lenguaje es una red que atrapa cosas, formas en movimiento, emociones que surgen de ellas o que se posan en ellas, peces de la mente, insectos de la fantasía que no parecían llamados a durar, pero que la labor del observador detiene en su vuelo, inmoviliza y eterniza. Como suele pasar con las fotografías, lo que no vimos cuando el hecho ocurría puede ser advertido después, en el testimonio que la luz dejó sobre la placa: entonces descubrimos que detrás de la pareja que sonreía iban los tranvías doblando la esquina, que un pájaro se alzaba de una rama, que una nube parecía un barco en el horizonte.

Hamlet le dice a Horacio, para sustentar la existencia del fantasma, que hay más cosas en el cielo y en la tierra que las que puede soñar nuestra filosofía. También podemos decir que hay más cosas ante los ojos que las que los ojos logran captar. Y la poesía de Antonio Correa es esa red que atrapa y fija esos momentos evanescentes de la metamorfosis del mundo.

Huellas en el agua es el nombre adecuado para estos poemas, no solo porque nos habla de súbitos reflejos, de destellos de la luz en las cosas, y del milagro de las apariciones súbitas, sino también del modo como duran esas cosas en la memoria. Si alguien logró caminar sobre el agua, no habrá huellas que duren más, las huellas del milagro son más resistentes que lo que se escribe en la piedra o en el metal.

                                                                                                                                  Años con esta sed

Dice el poeta, y nos hace sentir la extrañeza de la condición humana, del deseo que siempre vuelve, del aguijón de la necesidad que sobrevive a todo lo que nos sacia.

En algún momento nos informa que ha comenzado una nueva zona del zodíaco:

Celebramos el nuevo año del gato y
de la liebre

 

Pero añade a las iconografías de la cultura las bruscas comprobaciones de la experiencia:

El año pasa rápido,

Como zarpazo de felino.

 

Antonio Correa Losada tiene ese arte como oriental del calígrafo que concentra su energía y de repente la libera en un trazo tan eficaz y condensado como un ideograma:

¿Dónde están lapidando al insomne?

 

Nos dice, y sentimos y de verdad la tortura de piedras invisibles, los cantos del reloj, los golpes del metal sobre algo inerme.

Esa continua comprobación del carácter agonista de la realidad, de sus luchas sin tregua, de sus accidentes y sus sobresaltos, es también una manera de confirmar el milagro de la vida, la sucesión ininterrumpida de cosas que florecen y se marchitan, de luces que se encienden y se eclipsan, de realidades que afloran y se hunden.

Se diría que una tensa vigilancia de las mutaciones del mundo y una aceptación valiente de sus leyes cumple aquí el papel de las viejas mitologías: enseñarnos a aceptar lo inevitable del auge y de la decadencia, del esplendor y de la catástrofe. Contra toda ilusión de una vitalidad perdurable, contra el deseo cobarde de una realidad sin sobresaltos, el poeta deja que fluya el río cambiante de Heráclito, y pesca en sus ondas belleza y horror. Así ocurre en este poema que tiene el nombre de un verso de Quasimodo:

De Pronto Oscurece

 

En su opresiva humedad

La piel rancia del pescado

Inunda la desolación

Del medio día

 

Un ave lima

La rumiante mordida

Del que come

 

Salta la sombra inútil

Y la lancha avanza

Muda por el río

 

Alguien pasa golpeado

Por los troncos

 

Un olor vegetal nos abandona

En su vasa tiranía

 

Hay poemas que transcurren todos en la alcoba sellada del alma, donde ocurren cosas lóbregas, como alternando formas de Poe y de Kafka: 

Solo cuervo en dintel miro que bajas

Vestal llegando coronada de insecto

 

Y las palabras dan testimonio de las rutinas negras del tiempo:

Oscuro proceder de ser negado

Mirador de aquelarre de la vida

 

Donde el placer es a la vez evasivo, insistente e inevitable:

Mariposa

Tu sexo choca torpe

Avasallante

Y no tiene ventana la pieza de mi hotel

 

Este es un arte que sabe describir con nitidez y con belleza realidades muy complejas:

Ante innombrable gente que vive bajo el agua

En el rojo tenaz de la demencia

 

Que nos hace sentir con facilidad la consubstancialidad de los seres:

Y se renueva el gozo

Como gato erizado por el roce

 

Y que a veces enuncia la sospecha de que hasta la vaguedad de las cosas es voluntaria, de que no es un accidente:

Todo sucede

Con segura y buscada imprecisión

 

Esta es la manera como nos hace sentir la lucha del desorden moderno con los equilibrios del mundo clásico:

Junto a una catedral con música

He construido ruidos que ensordecen

 

Yo celebro estos poemas perspicaces, reveladores y estimulantes, en los que el lenguaje no es nunca inocente, donde todo se ha gestado largamente, y se ha fermentado y se ha destilado en licores densos y finos:

De volcanes dormidos

 

Cenizas cubren el corazón

La nieve el amor

Resbalan en monedas mordidas

Por el arrepentimiento de mi boca

Su limo endurecido

Envuelve mi sexo

 

Mujeres por la calle desierta

Tejen a su paso una cuerda de orugas

 

Desnudo bajo el abrigo

Martillo las tablas de un cajón

 

Terrones caen y golpean

Uno tras otro

La cabeza impasible del deseo

 

Inútil ejercicio de ofrendas

Y palabras

 

Cenizas

 

Mares de agujas

Asfixian mis pulmones

 

El aire con crueldad

Empuja la mano que asesina

 

Aquí los “volcanes dormidos” son las pasiones guardadas, los sentimientos acallados, el cuerpo contrariado, las pesadillas, la muerte que nos trabaja día a día, el modo como combatimos nuestros impulsos, y todas esas cosas guardadas y sepultadas en ceniza al final producen sus efectos sobre la realidad como si fueran ya fenómenos de la naturaleza.

 

Mágicamente somos víctimas de eso que el poeta llama:

Toda esa fácil peste de los sueños

 

Pero esa enfermedad no siempre es maligna, a veces nos ayuda a descubrir lo esencial:

Iguanas extienden un sueño verde

Y desaparecen

 

Dice de pronto el poeta. Y ¿quién no ha sentido ese esplendor casi onírico de unas criaturas que cuando están quietas parecen eternas y cuando se mueven ya no existen?

He venido a celebrar estas Huellas en el agua, de Antonio Correa, y al caminante que paseando por ciudades rodantes, en donde todo es inestable, ha sabido dejar huellas que permanecen sobre una superficie que escapa.

 

Huellas en el agua es el nombre adecuado para estos poemas, no sólo porque nos habla de súbitos reflejos, de destellos de la luz en las cosas, y del milagro de las apariciones súbitas, sino también del modo como duran esas cosas en la memoria. Si alguien logró caminar sobre el agua, no habrá huellas que duren más...