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El Amazonas*
Agua, agua es el milagro secreto de la tercera gran región geográfica de nuestra América. Como ha dicho un investigador:<
Incontables arroyos van formando miles de corrientes y éstas centenares de grandes caudales que se vierten al fin en el gran río: el Amazonas, que arroja al Atlántico en su desembocadura 100.000 metros cúbicos de agua por segundo, y que avanza con sus aguas pardas, que han disuelto barrancos y montañas de un día, hasta trescientos kilómetros mar adentro durante las aguas altas, mientras que en los períodos de estiaje, o de mínimo caudal, puede percibirse el influjo de las mareas oceánicas hasta 700 kilómetros antes de la desembocadura. Esta lucha del mar y del río, del agua salada y del agua dulce, esta guerra de colores del azul y del pardo, produce la pororoca, la ola de estruendo y furia que se alza cuando la rompiente del océano logra sobreponerse al impulso del río.
El Amazonas fluye por un lecho oceánico, el brazo de mar primitivo que separaba los macizos brasilero y venezolano, y la presencia de una fauna afín a la fauna marina, como los delfines rosados, prueba esa condición singular de un mar vuelto río por los cataclismos geográficos. Y ésta es la otra región del continente, la gran selva, ese océano de vegetación aparentemente impenetrable que crece del tejido de aguas del mayor río del mundo y de su caudalosa red de tributarios.
Lejos de los grandes imperios indígenas de América, los habitantes de la selva amazónica fueron por siglos los más misteriosos y desconocidos seres de la tierra. Mantenían una secreta comunicación con los pueblos del Caribe, pero nadie sabía que, a lo largo de los miles de kilómetros que van desde las fuentes del río Coca, del río Napo o del río Marañón hasta la tempestad de aguas violentas que se ve desde Belem de Pará y que se precipita en el Atlántico, millones de seres humanos habitaban el universo de la selva equinoccial, y centenares de culturas, de mitologías y de lenguas llenaban de sentido humano su territorio. Todavía en nuestro tiempo emergen a veces ante los asombrados ojos del mundo pueblos desconocidos, como los Nukak-makú, que sobreviven desnudos y errantes por la inmensidad de la selva, que improvisan con destreza sus campamentos tejiendo lianas y follajes, que cazan monos y construyen moradas fugaces en los claros, y que retoman su camino, para vivir más lejos y permitir que esa pequeña fracción de selva se regenere después de que han tomado de ella lo que necesitan para vivir. Muchos miran con alarma sus costumbres, sin advertir que es precisamente en esa vida nómada, en esos campamentos transitorios, en la familiaridad con la selva y en el respeto por su integridad, donde se revela la sabiduría de estos pueblos y el profundo conocimiento que han llegado a tener del mundo en que habitan.
Los pueblos indígenas de la región acostumbran recitar en sus ritos de matrimonio el mito del origen del Amazonas. Es significativo que la memoria ancestral de los pueblos sea evocada en el momento en que nace una nueva familia: entendemos cuán cercano y cuán íntimo es para los habitantes de la selva ese universo, cómo se sienten depositarios de su memoria y se saben responsables de su destino. El mito habla de una hermosa mujer, a la que los Huitotos llaman Monaya Tiriza, que se hace amante de Kuio Buinaima, el Dueño de los frutos, la Serpiente sin ojos, el Dios dueño de los aromas. Descubierto su amor, porque ya la preñez de Monaya Tiriza se advierte, la madre de la joven se enfrenta con el Dios y, sin hacer caso de su promesa de alimentos y frutos en abundancia para la comunidad, promesa que es formulada en el lenguaje de los aromas, lo destruye o lo expulsa. A partir de ese momento comienza una época de privaciones en la cual los humanos se ven obligados a consumir solamente carne, lo que es visto por los indígenas como un descenso a la animalidad. <
Otro de los mitos fundamentales es el de la gran serpiente. El ser que se desliza por los ríos y es los ríos, que ondula y se enrosca, que asciende por los árboles uniendo el mundo subacuático y subterráneo con el mundo de la superficie, que extiende su piel por el cielo formando el dibujo de las constelaciones, ese ser que habita todos los espacios y que va dejando pieles de serpiente a lo largo del camino, constituyéndose también en Dueño del tiempo, es el símbolo vivo de la selva, y uno de los relatos míticos lo muestra también como la serpiente canoa que al avanzar forma el río, y que trae sobre sus lomos a las criaturas que poblarán la selva. La gigantesca anaconda amazónica, Eunectes murinus, con su cuerpo poderoso, su magnitud y sus colores, satisface para la imaginación las exigencias del mito.
En toda esta región las piedras tienen a menudo inscripciones mágicas y dibujos, y así como en las tierras de los Mayas y de los Incas se encuentran con frecuencia trazos que parecen anodinos, pero en cuyo esquema repetido los geólogos y los arqueólogos pudieron advertir que se trataba de mapas del cielo, aquí el motivo de la serpiente << es una de las formas que vuelven>>: una línea sinuosa que termina en un círculo con el ojo en su centro, una sucesión de arcos en los cuales unos cuantos rasgos sugieren rostros, una figura humana, de la cual una pierna se dilata en serpiente. En esas piedras se advierte la discreta pero antigua y extendida presencia de humanos en el mundo amazónico: es por todas partes el testimonio de los centenares de pueblos indígenas que siguen habitando en él.
Por allí pasaron hace siglos los conquistadores españoles. En 1541 Gonzalo Pizarro gastó las riquezas que obtuvo en el saqueo del Cuzco armando una expedición delirante en busca del país de las especias, soñando que encontraría detrás de los muros de hielo de los montes quiteños países sembrados de canela. Centenares de españoles, miles de indios, miles de llamas cargadas, de perros feroces y de cerdos gruñones constituían esa expedición cuyo fracaso significó la muerte para incontables nativos. Después de aquel infierno, el capitán Francisco de Orellana, embarcado con sesenta hombres en un bergantín recién construido, fue arrastrado, al parecer contra su voluntad, por las aguas unidas del río Coca y del río Napo, dejando a Pizarro y sus hombres abandonados en la selva, y navegó varios meses a merced del río, entre orillas hostiles de donde llovían las flechas cada vez que intentaban desembarcar. Fue así como los europeos descubrieron el más largo y secreto camino de América, ese río que se ensanchaba sin fin con el tributo incesante de los caudales, entre selvas que crecían a lado y lado y de las que casi nada pudieron saber mientras descendían extraviados ignorando su rumbo, hasta cuando se hizo imposible ver la otra orilla, porque esa extensión ya parecía un mar. Sólo la certeza de que era agua dulce todavía la que los arrastraba, y la prisa de esa mole de agua que a veces parece llevarse montañas enteras en su furia, les seguían demostrando que aquello era un río. Hay quien dice que por fortuna fue Orellana quien lo descubrió, que por fortuna Pizarro quedó abandonado y debió regresar en medio de grandes penalidades al Perú, donde pocos años después hallaría la muerte, porque la codidicia y la sed de dominación de los Pizarro habría convertido temprana a la cuenca del Amazonas en el infierno que sólo llegó a ser siglos más tarde.
Cuántas aventura, cuántos viajes, cuántas ambiciones se deslizaron siglo a siglo por las aguas afanosas de ese río al que Pablo Neruda le ha dicho, ponderando su dimensión planetaria: <
Pretender obtener riqueza fácil mediante la deforestación de la selva para la ganadería o para el cultivo exclusivo de ciertas especies vegetales supone ignorar lo fundamental, que la riqueza de la selva es su integridad, y que ésa es una riqueza compartida del género humano pues de allí procede buena parte del aire y del agua que hacen posible nuestra vida. La gran serpiente del Amazonas, con sus selvas y sus mitos, es una garantía de vida para todo el planeta, pero ello plantea un desafío a la sensatez humana: lo que da la selva, sólo puede darlo para todos, para las comunidades y finalmente para la humanidad; quien quiera obtener beneficios sólo para sí, quien quiera derivar de ella rentabilidades mezquinas, necesariamente tendrá que destruirla, y con ella destruir el futuro.
* Capítulo tomado de América Mestiza. El país del futuro, Bogotá, Random House Mondadori, S.A.S., Páginas: 43-51