Publicidad
Einstein. El físico universal
En 1871, tras una breve guerra contra Francia, Prusia unificó políticamente a la antigua Germania bajo el nombre de Imperio Alemán. Ocho años más tarde, casi a orillas del Danubio, en la pequeña ciudad de Ulm —territorio de Württemberg, al sur del país— el matrimonio de Hermann Einstein y Pauline Koch recibió a su primogénito, Albert. Al cabo de unos meses nació también la bombilla eléctrica y, sin temor a exagerar, puede decirse que Albert Einstein fue un individuo ‘iluminado’: como físico, desarrolló la fórmula más simple y perfecta que alumbró el ingenio humano —la teoría de la relatividad—; como hombre, se manifestó siempre en favor de la paz y la fraternidad entre los pueblos, aun cuando su descubrimiento fue usado con fines bélicos.
Albert Einstein nació el 14 de marzo de 1879. Sus padres, de origen judío, vivían el florecimiento alemán durante el gobierno del canciller Otto von Bismarck. El recién nacido formó parte de la primera generación de judíos alemanes emancipados; el gueto era un mal recuerdo y los Einstein, pese a no tener fortuna personal, desarrollaron un aceptable nivel de vida. Hermann, el padre de Albert, evidenció desde su juventud grandes condiciones para las matemáticas pero la época era difícil: los de su raza no podían acceder a la universidad, y los ‘negocios’ fueron su destino obligado. Pauline, su esposa —hija de acaudalados comerciantes que aportaron una gran dote al joven matrimonio—, mostró apego a las artes y tocaba maravillosamente bien el piano. En 1881 la familia se agrandó con la llegada de una niña, Maja. En los dos hijos se cifraron las esperanzas profesionales de la familia.
Sin embargo, las ilusiones paternas chocaron contra la realidad de Albert, pues el querubín era, cuando menos, ‘especial’: habló recién después de cumplir 3 años, y su familia lo consideraba un tanto ‘lento’. A instancias de su madre, el pequeño Einstein tomó lecciones de violín desde los 5 años, y el instrumento continuó acompañándolo durante toda su vida. A esta habilidad —que para muchos no era tal—, Albert adosó una singular facilidad para las matemáticas, virtud heredada seguramente de su padre. Pese a todo, cursó sin demasiado entusiasmo la escuela primaria: detestaba la férrea disciplina y todo aquello que intentara ‘sistematizar’ su curiosidad. “Prefería recibir toda clase de castigos —aseguró a la vuelta de los años— antes que aprender de memoria”. Su mente estaba mucho más allá de las aulas, donde sus maestros no le veían condiciones.
El bienestar familiar pareció desvanecerse cuando Albert era apenas un niño. La pequeña industria electromecánica que Hermann y su hermano Jakob —inventor de una dínamo— habían montado, debió mudarse varias veces en busca de mejores condiciones. Los Einstein trasladaron el negocioa Múnich en 1880 y unos años después a Italia, donde residieron en Milán y Pavía. El gran perjudicado de todo este periplo fue el hijo mayor de Hermann, quien permaneció en Múnich al cuidado de una familia amiga para continuar sus estudios. Pero dentro de la nueva concepción ‘militarista’ adquirida por la educación alemana, el rebelde Albert no encontraba cabida. “En mi opinión —dijo tiempo después—, lo peor de la escuela es que usa como base el temor, la coacción y el autoritarismo. Tratar con tales recursos al estudiante termina con sus sentimientos más sólidos, con su sinceridad y su compromiso. Hace de él una persona manejable”. Muy lejos estaba Einstein de ser un muchacho dócil para sus maestros, situación que no solo puede comprobarse en sus problemas de conducta, sino también en las deficientes calificaciones que obtenía, fundamentalmente en historia y literatura.
Las inquietudes del pequeño siempre fueron por las ciencias. Influenciado por su tío Jakob, Einstein desarrolló en su niñez la facultad de ‘maravillarse’ ante determinados sucesos. “A la edad de cuatro o cinco años, mi padre me mostró una brújula —solía recordar—. El hecho de que ese objeto se comportase de una forma determinada, no concordaba con mi mundo conceptual de entonces. (...) Mi impresión fue que dentro de las cosas debía haber un algo profundamente escondido”. También su hermana Maja, en un ensayo biográfico, cita la excepcional capacidad de Albert para abstraerse en sus ideas: “La precoz profundidad de su pensamiento, hallaba su expresión en el extraño modo que tenía de repetir cada frase moviendo simplemente los labios”.
En 1888, Albert ingresó al Gymnasium Luitpold de Múnich. Esta institución —una suerte de ‘liceo’—, terminó por agotar la ya escasa voluntad del joven: lejos de sus seres queridos, encerrado en un sistema que no lo comprendía, decidió cortar por lo sano y se retiró a fines de 1894. Inmediatamente partió hacia Italia, siguiendo los pasos de su familia. Pero su verdadera intención era mantenerse fuera de Alemania hasta conseguir la nacionalidad suiza, para evitar la convocatoria al servicio militar. Alejado de todo fanatismo patriótico —muy de moda en Alemania por aquellos tiempos—, consiguió su propósito y continuó disfrutando de su civilidad: ya había tenido demasiado con el Gymnasium. En reiteradas oportunidades, siendo ya una destacada personalidad pública, puso de manifiesto su enérgico desprecio por el ejército. “Si una persona puede ser feliz desfilando al compás de una marcha —aseguraba—, recibió un cerebro por error: su médula espinal le bastaría ampliamente”.
Al dejar el Gymnasium, Albert renunció a la posibilidad de matricularse en una universidad. La alicaída industria en Pavía quebró en 1895 y los Einstein regresaron a su patria. Decidido a estudiar ingeniería en el afamado Polytechnicum de Zúrich (Suiza), quedó librado a su suerte. En 1896 inició su carrera en el Polytechnicum, que también le otorgaba la posibilidad laboral de desempeñarse como docente una vez recibido. Ahí se sintió a sus anchas, lejos de las atormentadas épocas del Gymnasium: “(en el Polytechnicum) Se apreciaba más un pensamiento sano e independiente que la erudición; para los estudiantes, el profesor no era la figura de autoridad sino la de un hombre que poseía una personalidad distinta”.
La juventud, o las ideas en su apogeo
Sin la rigidez alemana, la formación que adquiere en su nuevo período escolar se aproxima a su ideal: “El objetivo de la escuela —dirá luego— tiene que orientarse a lograr que cada joven que egrese de ella lo haga con una personalidad armónica, no como especialista”. Avanza en su carrera y genera algunos ingresos ayudando a otros estudiantes con sus exámenes. La amplitud educativa suiza también le permite encontrar el amor: el Polytechnicum fue pionero en aceptar mujeres dentro del alumnado y una de ellas, Mileva Marić, enamoró al joven Albert. Mileva, de origen serbio —su padre ocupaba un cargo político en el Imperio austrohúngaro—, era una de las tantas jóvenes de Europa del Este que deseaban emanciparse a través de los estudios. Tras años de noviazgo, la pareja decidió casarse en 1900 pero chocó contra la negativa de la familia Einstein: Mileva era extranjera, mayor que Albert, tenía una pierna defectuosa (rengueaba) y por si fuera poco no era judía. Las discusiones se prolongaron un buen tiempo —la madre de Einstein, como buena ‘idishe mame’, lo acusó de querer matarla a disgustos. Pese a ver frustradas sus intenciones, Albert y Mileva no dejaron de frecuentarse.
Einstein consiguió su título y la nacionalidad suiza en 1902. Después de muchos esfuerzos consiguió trabajo, primero como docente de matemáticas y preceptor (aunque sin demasiada continuidad), y luego, recomendado por el padre de su amigo Marcel Grossmann —personaje fundamental en su vida—, encontró por fin un quehacer estable como perito de la Oficina de Patentes de Berna. Allí realizaba tareas muy inferiores a su capacidad, pero no recibía presiones y le quedaba el tiempo suficiente para atender el llamado de sus ideas.
En 1903 —luego de la muerte de su padre— Albert y Mileva pudieron por fin casarse. Al año siguiente nació Hans Albert, el primer hijo de la pareja. Comenzaba una etapa de bonanza, con la familia segura en lo económico y Albert dedicado de lleno a sus cavilaciones. Convencido de la maldad del mundo desde su primera juventud, la profundidad del pensamiento le brindaba un lugar donde refugiarse de esa realidad corrompida. Por esa época, las abstracciones del físico comenzaron a ser más notorias. Algunas personas, en una lectura simplista, se limitaron a creer que era distraído o algo torpe. Solo ciertas amistades, a través del contacto fluido con él, comprendían la verdadera naturaleza de sus ‘evasiones’. “Sus ojos podían seguir abiertos de par en par —describió su amiga Antonia Vallentin—, pero quedaban tan vacíos y sin luz como los de un ciego. (...) Podía permanecer así ausente largo rato, o volver en sí rápidamente. (...) Pero era difícil desembarazarse de la impresión de que su presencia entre nosotros era algo así como prestada”.
Algo grande se gestaba en la gris Oficina de Patentes de Berna. Sin ayuda y con ‘relativa’ facilidad, Einstein generó en 1905 un sismo de grandes consideraciones en la física: demostró que la división entre la mecánica (ciencia del movimiento de los objetos materiales) y el electromagnetismo (ciencia de la luz) no tenía razón de ser, y unificó ambas vertientes en una fórmula que aún hoy maravilla a los especialistas. Es decir que estableció la equivalencia entre la energía y la masa o, dicho de otro modo, que un elemento no existe sin el otro. El joven pensador —entonces de 26 años— publicó tres artículos en un destacado medio científico alemán, Annalen der Physik (Anales de la Física). Uno de ellos, titulado ‘Sobre la electrodinámica de los cuerpos en movimiento’, fue el disparador de la revolucionaria teoría de la relatividad, que recién se expresó en forma de la célebre ecuación E=Mc2 luego de unos meses en una breve posdata adosada por el autor al texto original.
La magnitud del descubrimiento se ve potenciada por algunos detalles: Einstein era poco más que ‘Juan Nadie’ en el mundo de la física y osaba derrumbar con sus ideas la concepción del mundo que tenían los sabios de la época. Por otra parte, ¿cómo se explica que una prestigiosa revista hiciera públicas las teorías de un ‘empleaducho’ de una ignota oficina de patentes? Tal vez —aunque le pesara al nuevo genio—, la rígida estructura educativa alemana tenía un resquicio que permitía expresarse a ‘marginales’ como él. Sea como fuere, Albert comenzó a ganar prestigio. Meses más tarde —en 1906— fue nombrado Privatdozent (maestro pagado por los alumnos) de la Universidad de Berna. Por fin un cargo a la medida de sus aspiraciones.
Lejos de conformarse, Einstein aún deseaba continuar con sus investigaciones. Creía que la teoría de la relatividad era errónea o cuando menos incompleta. Le agregó el calificativo ‘restringida’ al nombre inicial, y en 1907 volvió al trabajo en busca de la relatividad ‘general’. Al año siguiente dejó la oficina de patentes y comenzó su periplo docente por diversos establecimientos: fue profesor de la Universidad de Zúrich en 1909 y en 1910 de la Universidad Charles de Praga. Para asumir este último puesto, el imperio austrohúngaro exigía llenar un formulario en el que constaba la religión del postulante. A pesar de los consejos de sus amigos, Einstein completó el ítem con la palabra ‘judía’. Su intención era clara: no deseaba ‘ocultarse’ o ‘confundirse’ con el resto para evitar inconvenientes. La segregación de cualquier tipo lo sumía en una profunda tristeza. “Descubrí que era judío —reconoció en su momento—, y eso se lo debo más a los no judíos que a los judíos”.
Ese mismo año nació su segundo hijo, Eduard, quien pese a padecer crónicos problemas de salud, nunca recibió un trato especial de parte de Albert. La mayoría de los testimonios concuerdan en que la relación con sus hijos estuvo cargada de frialdad. Es conocido cierto carácter ‘ermitaño’ de Einstein, quien jamás trabajó en equipos de investigación —apenas colaboró en un par de ocasiones con uno o dos colegas— ni se ocupó en formar discípulos. “Existe una gran contradicción —admitió cierta vez— entre mi deseo por la justicia social, el logro del compromiso social y mi absoluta falta de ganas de estar acompañado por otros hombres ni por comunidades. Me considero un solitario total”.
En 1912, volvió a Zúrich para hacerse cargo de una cátedra en el Polytechnicum. Los cálculos y estudios de la ‘relatividad general’ tenían a maltraer a Einstein: las matemáticas aprendidas le resultaban insuficientes para el trabajo que llevaba adelante. La solución llegó con esa vuelta a Suiza, donde se reencontró con su viejo compañero Marcel Grossmann —a la sazón profesor de matemáticas— quien detectó el problema que frenaba el desarrollo de la nueva teoría y le ayudó a solucionarlo. Ambos colaboraron en varios artículos, en los que solo apareció la firma de Einstein. Grossmann, no del todo convencido de las ideas de su amigo, aceptó cooperar con él pero pidió expresamente no ser mencionado. Sin embargo, juntos también cometieron un error que mantuvo al proyecto estancado por un largo período.
Dos años después de asentarse con su familia en Zurich, Albert recibió una convocatoria desde Berlín: Max Planck y Walter Nernst —respetados hombres de ciencia— lo citaron en nombre del emperador Guillermo II, para hacerse cargo de la dirección del Centro Alemán de Investigaciones en Física Teórica. En caso de aceptar, sería también nombrado miembro de la Academia de ciencias de Prusia y profesor de la Universidad de Berlín. Cuando le permitieron mantener su ciudadanía suiza —condición que puso para dar el paso—, Einstein dejó sus dudas y viajó a la capital alemana. Esa decisión fue el comienzo del final para su matrimonio: Mileva no se adaptó, volvió a Zúrich con los dos pequeños y el comienzo de la Primera Guerra Mundial la obligó a permanecer allí. Las relaciones entre ellos no eran buenas, y esta separación terminó por ser definitiva.
Los problemas familiares no formaban, en ese momento —tal vez nunca—, parte del universo cercano a Einstein. Entre los cálculos ‘rebeldes’ que estaba desarrollando y la enorme pena que le produjo el estallido de la guerra, su cabeza estaba lejos de Zúrich. Gracias a su nacionalidad suiza evitó ser enviado al frente, pero su preocupación era evidente: “Las personas mayores supimos que el progreso facilitó el acceso a modos nuevos de destrucción de la vida del hombre. Pero peor aún que la muerte es el modo increíble de sumisión a que se sometió al individuo a raíz de esa guerra”.
En 1915, Albert comprendió el error compartido con Grossmann, y su trabajo comenzó a experimentar una cantidad enorme de resultados. La ‘relatividad general’ que tantos desvelos le ocasionó por fin vio la luz. “Sólo quien lo ha vivido puede decir que conoce qué se siente durante los largos años de exploración a oscuras, llenos de períodos de duda y cansancio, hasta llegar a la verdad”. Al físico siempre le disgustó la palabra ‘relatividad’, porque sentía que tal denominación ‘parcializaba’ aún más sus estudios. En el fondo, quería arribar a una visión totalizadora del mundo, que le llevó el resto de sus días.
Einstein aún no era una celebridad: sus maravillosas ideas eran muy difíciles de comprobar en la práctica, y eso demoró la aceptación de sus postulados. Pero su palabra ya tenía peso en el ámbito de la cultura europea. Uno de sus primeros pronunciamientos políticos llegó en 1918, cuando prestó su apoyo a la constitución republicana concebida en Alemania, cuya firma se produjo en la ciudad de Weimar. La lucha contra todo régimen verticalista de gobierno sería otra constante en su vida. “El Estado se hizo para los hombres, y no al revés. Lo mismo afirmo para la Ciencia”, solía decir, para agregar luego: “La democracia es mi ideal político. Cada persona debe ser respetada como tal, y simultáneamente, nadie debería ser idolatrado”.
El paso a la posteridad
El 29 de mayo de 1919, una expedición encabezada por sir Arthur Eddington —astrónomo real de la Corona Inglesa— observó por fin una prueba concreta de la teoría de la relatividad, y la imagen de su creador apareció en infinitos medios de la época. En tiempos de posguerra, que científicos ingleses comprobaran una polémica teoría alemana que, incluso, echaba por tierra muchos de los descubrimientos de Isaac Newton —un inglés célebre, si los hay—, fue todo un logro para los pacifistas y luchadores por la unión de los pueblos. El 6 de noviembre, en reunión de la Royal Astronomical Society y la Royal Society —frente al retrato del propio Newton—, Eddington expuso los resultados de su observación y presentó los cálculos de Einstein como “uno de los más hermosos ejemplos de la eficacia del razonamiento matemático”. Las nuevas ideas modificaron el concepto de ‘espacio’ profundamente arraigado en la física: “Hasta no hace mucho —analizó Einstein—, para el conocimiento del hombre, el espacio era mero continente pasivo de acontecimientos. No tenía por sí mismo actuación sobre los sucesos físicos”. Gracias a la relatividad, pudo demostrarse que el ‘espacio’ es modificado y a su vez modifica tales acontecimientos.
Previo a todo este revuelo, el 14 de febrero de 1919 Albert consiguió el divorcio de Mileva. Unos meses después, reincidió en el matrimonio con su prima Elsa, con quien llevaba ya un tiempo de relación. La separación de su primera esposa —en ese momento— se había vuelto para él “una cuestión de vida o muerte”. Por esos años, a raíz de los esfuerzos que le demandó la teoría de la relatividad general, pasó largos períodos enfermo.
Desde 1917, ilusionado por la ‘declaración Balfour’ —que proponía crear un hogar nacional judío en Palestina, bajo tutela de Inglaterra—, Einstein abrazó la causa judía, e impulsó la formación de una Universidad Judía de alto nivel en aquel país. En 1921, encaró su primera gira por Estados Unidos con objetivo de conseguir fondos para iniciar la construcción de la casa de estudios. Su fama mundial lo hacía indispensable para la iniciativa. Pese a todo, sus ideas sobre religión no se modificaron: su lucha obedecía a una concepción moral de la igualdad entre los seres humanos, más que a algún ‘corporativismo’: “Separemos al judaísmo de los profetas y al cristianismo enseñado por Jesús de todo cuanto se les añadió a posteriori —particularmente de los sacerdotes— y nos encontraremos con una doctrina apta para eliminar la enfermedad de la humanidad”, supo explicar.
La salud mundial se ensombrecía con las primeras manifestaciones del nacionalsocialismo en Alemania, que incluía un creciente antisemitismo. Si bien intuía el negro futuro que se avecinaba para los de su raza —el fanatismo nazi había encontrado su blanco preferido en sus teorías— Einstein recibió una alegría incomparable en 1922: la Academia Sueca de Ciencias decidió otorgarle el Premio Nobel de Física por sus investigaciones sobre el efecto fotoeléctrico. En el ambiente quedó la sensación de que el galardón era para la teoría de la relatividad, pero no se hizo expreso porque aún se la consideraba ‘aventurada’. El físico entregó el dinero del premio a su exesposa, Mileva, y se establecieron dos lecturas: que Einstein deseaba corregir las desatenciones que había tenido para con sus hijos, o que el sabio reconocía la colaboración de Mileva en sus investigaciones, después de no haberle adjudicado jamás crédito alguno.
De la noche a la mañana, Einstein dejó de ser dueño de su vida. Desde los puntos más lejanos del globo era convocado para dictar conferencias. Al momento de recibir el Nobel se hallaba en Japón, y al regreso emprendió viaje hacia Palestina. El ‘precio de la fama’ fastidiaba al científico, despreocupado por todo objetivo materialista. “Posesiones, éxitos de fachada y lujo me han parecido siempre despreciables, desde mi primera juventud”, aseguraba. Que sus opiniones se reflejaran en cientos de países lo agobiaba. Cierta vez, luego de ser elogiado por el escritor irlandés George Bernard Shaw, Einstein agradeció con escepticismo las alabanzas “dirigidas a mi homónimo mítico que me hace la vida singularmente dura”.
Su prestigio mundial crecía en proporción directa a las críticas: el nacionalsocialismo lo agredía por su condición de judío, y en Francia veían con recelo su ascenso por ser alemán. No se le perdonó el éxito que jamás buscó. Sus polémicas declaraciones contra la carrera armamentista también le generaron antipatías. “Cuando un pueblo se arma —sostendría hasta su muerte—, no está yendo hacia la paz sino hacia la guerra, y de esa situación no se sale paso a paso: es ahora o nunca”. En 1923, disgustado por la invasión de Francia al Ruhr, renunció al Comité Internacional de Cooperación Intelectual de la Sociedad de Naciones, con el que había colaborado para descubrir y castigar los crímenes de guerra cometidos por Alemania. Sus intenciones políticas seguían siendo pacifistas y universalistas; por esos años comenzó a elaborar el deseo de un gobierno supranacional: “Una liga mundial implica que el hombre adquiera otra forma de lealtad, que su responsabilidad no se detenga en la frontera de su país. Pero si se desea que tal lealtad tenga peso, deberá trascender lo político. Cada grupo cultural deberá aportar comprensión y voluntad para ayudarse mutuamente en lo económico y educativo”.
Los viajes se sucedían sin interrupción. Einstein inició en 1925 una gira por Sudamérica. En Buenos Aires, lo recibió con honores de Jefe de Estado el presidente Marcelo T. De Alvear, y dictó una serie de conferencias seguidas con profundo respeto por los científicos argentinos. Pero la atención preferencial de parte de sus colegas comenzaba a flaquear en Europa: en 1927, durante el Congreso Solvay —organizado por el millonario belga Ernest Solvay en Bruselas— se produjo una discusión de grandes dimensiones entre Einstein y un grupo de físicos encabezado por el danés Niels Bohr. Estos habían desarrollado algunas innovaciones sobre la teoría cuántica descubierta por aquel, quien trató de menospreciar el hecho. Quizás inconscientemente, tomó la misma actitud de quienes lo criticaron en 1905 por su teoría de la relatividad. Fue esta una de las pocas contradicciones que se encuentran en su mensaje, siempre orientado a la concordia: “Es saludable desear aprobación y reconocimiento —llegó a manifestar—, pero esperar que se nos considere el mejor, el más fuerte o inteligente en relación con el prójimo o el condiscípulo lleva velozmente a una actitud psicológicamente egoísta y dañina para el hombre y la comunidad”. Gracias a su compromiso con las causas humanitarias, en 1928 fue elegido presidente de la Liga de los Derechos del Hombre.
A finales de la década de los veinte, Einstein inicia su labor en la ‘teoría del campo unificado’, con la que esperaba arribar a aquella visión total del universo físico que soñó desde la relatividad general. “La mayoría de los físicos —escribió a su colega austríaco Erwin Schrödinger— no ven que están jugando de un modo peligroso con la realidad (...) Creen, de modo arbitrario, que la teoría cuántica proporciona una descripción de la realidad, e incluso una descripción incompleta. (...) No es sorprendente que la gente se niegue a admitirla (incluso para sí misma)”. El punto que más lo alteraba de la teoría cuántica era que dejaba muchos cabos sueltos, libres a la ‘probabilidad’. Según su punto de vista, todo debía estar determinado y previsto, porque “Dios no juega a los dados”. Más allá de la certeza mística que expresa la frase, sus cálculos quedaron solo en buenas intenciones. Algo que sí consiguió demostrar luego de guardar sus ideas durante largo tiempo, fue que el universo estaba en expansión: sus concepciones cosmológicas —que había comenzado a enunciar en 1917— fueron comprobadas por el científico norteamericano Edwin Hubble, con quien se encontró en 1930 de paso por California.
El ascenso del nacionalsocialismo al poder político en Alemania en 1933 —encabezado por Adolf Hitler—, generó desconfianza entre los intelectuales. “La investidura del dirigente político —analizó Einstein— proviene parcialmente de la violencia y parcialmente de la elección de la masa. No representa al grupo de intelectuales avanzados. En la actualidad, la élite intelectual no tiene influencia de peso en la historia de un pueblo”. El físico, que se hallaba nuevamente en Estados Unidos, regresó solo hasta Bélgica; desde allí observó los pasos del nuevo gobierno y, viendo la persecución de que eran objeto los científicos judíos, pidió asilo —como tantos otros— al estado norteamericano. Por entonces, a raíz del fanatismo racista y nacionalista, la Alemania del Tercer Reich calificó la teoría de la relatividad como “el colosal bluff judío”. Con el corazón dolorido por tanto odio, Einstein dejó su patria. Jamás volvería.
El refugio del norte
Al momento de establecerse en los Estados Unidos, tenía 54 años. Por sus declaraciones contra el nazismo, es ‘invitado’ a abandonar la Academia de Ciencias de Prusia, que integraba desde 1914. El científico renuncia y expresa su descontento: “...las sociedades científicas alemanas han soportado sin protestar que un nutrido número de científicos y estudiantes alemanes, e incluso de profesionales libres con título académico, hayan sido privados de sus medios de sustento y de trabajo en Alemania. No podría pertenecer a una comunidad que, bajo una presión externa, adopta una conducta semejante”. Se refería a la multitud de estudiosos de origen judío que fueron obligados a abandonar sus empleos. Y cortó todo tipo de relaciones con los científicos que permanecieron en Alemania sin rebelarse contra la maquinaria de ultraderecha.
En Princeton (Nueva Jersey) Einstein encuentra un remanso de paz para su madurez, aunque recibe un golpe duro en 1936: su esposa Elsa —con quien se había casado en 1919— fallece, dejándolo solo con sus cavilaciones. A cargo de una apacible cátedra en el Instituto de Estudios Superiores de la ciudad, se dedica a confraternizar con otras celebridades de la ciencia refugiadas también allí. Sin embargo, continúa opinando y alertando al mundo sobre las intenciones bélicas subyacentes entre las naciones. Y comienza a tomar activa participación en el movimiento sionista, que propugnaba el establecimiento de un Estado de Israel en Palestina.
En 1939, las predicciones del físico en cuanto a un conflicto armado se convierten en realidad. El 1 de septiembre, las tropas de Adolf Hitler invadieron Polonia. Francia y Gran Bretaña le declararon la guerra al Tercer Reich. Un mes antes, el 2 de agosto, Einstein envió una carta al presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt:
Durante los últimos cuatro meses se ha hecho posible —gracias a los trabajos de (Frédéric) Joliot en Francia y de (Enrico) Fermi y (Leo) Szilard en América— efectuar reacciones nucleares en cadena en una gran masa de uranio, de la que se generarían grandes cantidades de energía y gran cantidad de elementos nuevos similares al radio. Este nuevo fenómeno podría también aplicarse a la fabricación de bombas de una enorme potencia. Tengo entendido que actualmente Alemania ha interrumpido la venta de uranio producido en las minas checoslovacas que tiene bajo su dominio.
Lo que quiso ser una advertencia, funcionó como un ‘acelerador de tiempos’ para la fabricación del arma mencionada, pero por parte de los norteamericanos. La carta de Einstein pasó a la historia como la partida de nacimiento de la bomba atómica. El físico siempre admitió que redactar esas líneas fue el más grande de sus errores. “Si lo hubiese sabido... —manifestó— No hubiera escrito jamás esa carta”. Pese a la desilusión, en 1940 juró la constitución estadounidense y se convirtió en ciudadano de aquel país.
Durante la guerra, la sabiduría de Einstein comenzó a ser más buscada por sus definiciones filosóficas que por sus estudios físicos. Si bien continuaba en una búsqueda encarnizada de resultados en el ‘campo unificado’, sus colegas respetaban solo en parte las afirmaciones que realizaba. La física avanzaba en una dirección que al viejo prócer no le agradaba demasiado, sobre todo en lo que tenía que ver con la energía atómica. “Por ahora —analizaba—, no es evidente para mí que la energía atómica tenga un destino que sea beneficioso para la humanidad. Por eso debo aclarar que, en este momento, es una amenaza. Y quizás esto no sea del todo malo. Tal vez los hombres se sientan temerosos y dediquen su vida a poner orden a los problemas internacionales, algo que sin el miedo de por medio, jamás se concretaría”. Pero el género humano necesitó dos ejemplos concretos para entender el dolor que puede causar un descubrimiento mal empleado: el 6 y el 9 de agosto de 1945, dos bombas atómicas cayeron sobre Japón, en Hiroshima y Nagasaki respectivamente. Fue el fin de la Segunda Guerra Mundial, y el comienzo de la alocada carrera por armarse más que el vecino. Entristecido, Einstein deja su cátedra en Princeton, que queda en manos del hombre señalado como el ‘padre’ de la bomba: Julius Robert Oppenheimer. Poco después, ya entrado 1946, participa de la lucha encarada por los físicos norteamericanos para evitar la pérdida de control sobre las armas nucleares.
En 1948, el pueblo judío alcanzó la creación del Estado de Israel a orillas del Mar Mediterráneo. Chaim Weizmann —amigo de Einstein— fue nombrado presidente de la flamante nación. Entusiasmado, Einstein instó a su pueblo a dimensionar acertadamente el logro: “Los judíos no deben ver a Palestina como una organización caritativa ni un emprendimiento colonial, sino un tema medular, que interesa a todo nuestro pueblo. Dejémoslo en claro: Palestina no es santuario para los judíos orientales, sino la resurrección material del sentimiento comunitario nacional de todos los judíos”. Esa ilusión inicial, se vio luego oscurecida por las tensiones religiosas —traducidas en enfrentamientos armados— con los países árabes que circundaban a la nueva ‘tierra prometida’.
Agobiado por la ausencia de resultados en sus investigaciones, Einstein tuvo algunos problemas de salud en 1949. Se repuso tras una breve internación, aunque intuyó que le quedaba poco tiempo: al año siguiente redactó un testamento que legaba sus papeles científicos a la Universidad Hebrea de Jerusalén —que contribuyó a fundar— y su cerebro a la ciencia. Además, inició una campaña de concientización acerca de los nefastos resultados que podía originar la fabricación de la bomba H, autorizada por el presidente norteamericano Harry S. Truman. Para lograr mayor efecto en su prédica, dejó de lado todo eufemismo: “Siento mucho temor ante la próxima guerra, porque los hombres sólo podrán luchar con piedras y palos, ya que será el momento en que volverán a habitar en cavernas”. Eran años de guerra fría, con misiles apuntando agresivamente hacia puntos estratégicos de las grandes potencias.
Aunque su salud desmejoraba, continuaba activo. Por su prestigio internacional y su defensa de la religión judía, en 1952 le ofrecieron el cargo de presidente de Israel. Einstein lo rechazó; nunca estuvo en sus planes un puesto político. Al mismo tiempo, la tensión entre EE.UU. y la URSS motivó una ‘caza de brujas socialistas’ entre los norteamericanos; los interrogatorios capciosos a figuras de la cultura y el espectáculo se hicieron comunes. En 1953, Einstein se declaró en contra: “Ningún intelectual debería aceptar ser interrogado por comité alguno. Si fuera necesario, tendría que aceptar la cárcel y la quiebra económica. En otras palabras, sería fundamental sacrificar sus intereses personales en beneficio de los intereses culturales de su país”. Según la visión del físico, aquel país que lo había cobijado en momentos difíciles, acababa convirtiéndose en aquello que tanto había criticado: “Terminamos una guerra —señaló— durante la cual comprendimos la magnitud de la falta de ética del enemigo. Pero en vez de liberarnos de tales bajezas y ponernos en situación de restablecer la inviolabilidad de la vida humana y la preservación de la población civil no combatiente, nos apropiamos de la carencia ética que ostentó el enemigo durante la última guerra”.
Pasó sus últimos años casi sin salir del retiro en Princeton. A menudo recibía la visita de jóvenes científicos y periodistas, ansiosos de escuchar sus opiniones. La posibilidad de comunicarse a través del habla siempre le pareció una extraordinaria ventaja no apreciada por el hombre: “Nuestro intelecto sin lenguaje sería similar al de los animales superiores”, supo afirmar. Curiosamente, el día de su muerte, nadie rescató sus últimas palabras puesto que las dijo en alemán, y la enfermera que lo cuidaba no entendía ese idioma. Albert Einstein falleció a causa de un derrame cerebral a las 07:15 del 18 de abril de 1955. Obedeciendo a su deseo, su cuerpo fue cremado y sus cenizas esparcidas en un lugar secreto. Tal vez quiso llevarse algún misterio, después de haber revelado tantos.
Bibliografia
Balibar, Francoise. (1999). Einstein, el gozo de pensar. Ediciones B
Aguiar, Susana. (1998). Así lo veo yo. Errepar
Einstein, Albert. (1985). Sobre la teoría de la relatividad. Sarpe.
Castellani, L. y Gigante, L. Einstein. Centro Editor de América Latina.
The Albert Einstein Page (Internet).
Enciclopedia del Conocimiento Total. (Cuántica Editora S. A.). Tomo II, págs. 422 y 423.
Diccionario Enciclopédico Larousse.(1998). Ediciones Larousse.
Manual de Estilo Clarín. (Arte Gráfico Editorial Argentino S. A., 1997). Anexo Guerras y Conflictos.
Sabsay, Fernando. (1999) Presidencias y presidentes constitucionales argentinos (1862-1930). Ediciones Biblioteca Nacional y Página 12.