El Telégrafo
Ecuador / Miércoles, 27 de Agosto de 2025

Crónicas de guerra del apátrida I

El alero de las palomas sucias

El consulado de Ecuador en París se halla al inicio de la avenida Messine, a pocas cuadras del apartamento donde se mató Paul Belmondo, después de haber cosido a balazos a Alain Delon y Miou Miou. Barrio elegante lleno de embajadas y apartamentos ocupados por viejos burgueses de la época de Vichy, allá por los 40, cuando el mariscal Pétain dispuso que los judíos de Francia terminaran gaseados, incluidos miles de niños. Triste es la historia de esta zona elegante de París. Y también su ambiente, salvo por la frescura concurrida del Parc de Monceau. Llego al número 24, en uno de cuyos balcones se iza o más bien yace la bandera ecuatoriana. Atravieso puertas descomunales hasta llegar a la que corresponde al consulado. Timbro, entro, siento el inconfundible escalofrío nacional, donde pese a los techos y muros franceses la patria vibra ¡vibra la patria !

¿En qué puedo servirle?, me pregunta una señora con áspera amabilidad de tiendera. Necesito un nuevo pasaporte. Le entrego la documentación. ¿Y el pasaporte anterior ? No lo tengo, justamente por eso necesito otro. Es que para tramitar un nuevo pasaporte se necesita el pasaporte caducado. Ocurre que mi pasaporte no estaba caducado ya que lo obtuve hace pocos meses, en Londres. ¿Y entonces, por qué necesita otro? Porque los colecciono como otros estampillas y me encanta visitar consulados, además que en la foto del último pasaporte se me ve cargado de miedo, parezco pupilo de los Zetas a punto de ser ejecutado. Desde luego, mi boca, muy educada, más bien le explica lo que sucedió : accidentalmente metí en la lavadora una chaqueta en la que tenía el pasaporte nuevo. Salió hecho una pelotita de almidón, le comento semisonreído para distender el ambiente. Bueno, me dice, como si me estuviera perdonando. Revisa mi documentación con evidentes ganas de que esté incompleta. Le cuesta 180 euros, me dice, tratando de leer el haikú que lo tengo tatuado en el gaznate. Le entrego el dinero izando bien el cuello para que culmine su lectura. Tome asiento al fondo, y espere que llegue el doctor Lanas, nuestro cónsul.

Lanas, lanas, lanas, balbuceo varias veces, como si tal nombre intentase evocarme a alguien. Mi vista, mientras tanto se pasea por el ámbito patrio que para cuatro escritorios con sus achivadores, resulta un tanto mezquino. En los muros, como siempre, están los afiches de Galápagos, la Amazonía, la playa, una iglesia colonial, una enorme bandera clavada en un ángulo y en el muro principal un retrato mal impreso del presidente. De pronto, se abre la puerta y hace su ingreso triunfal el cónsul ecuatoriano en abrigo negro y guantes de cuero. Buenos días con todos, dice y se encamina directamente hacia el escritorio principal.

Al verlo se me suelta la mandíbula inferior y me quedo como gárgola. El cónsul ecuatoriano en París es nada menos que Federico Lanas, mi excompañero de internado que está idéntico, por no decir más intacto que él mismo hace dos décadas. La misma cantidad de pelo ceñido con gel o brillantina al cráneo. Los mismos lentes ahumados con la montura dorada sobre su nariz de punta redonda y brillosa. Su perenne pulcritud de recién salido de la ducha. Incluso la ropa, que hoy es terno gris, camisa blanca y corbata rosada, y que en ese entonces no era sino uniforme colegial, parece ser la misma, es decir, la suya, la ropa que desde siempre le correspondía. Lo escucho preguntar y dar órdenes a su secretaria y es la voz costeña, un tanto aflautada, de su adolescencia. Igual, su sonrisa, con los mismos dientes blancos que destellaban como su anillo, que ahora ya no lo tiene sino un aro de matrimonio.

Por nada del mundo quisiera saludarlo. Ser apátrida, entre otras cosas, significa haber cortado de un tajo con el pasado, un tajo limpio, oriental, de los que no dejan vestigios. Prohibido reconocerme. Imperdonable provocarlo. No se diga ante gente proveniente de mi pretérito más indefinido, cuando yo tenía (y casi no tenía, puesto que entonces carecía de todo) catorce años. Pero no hay nada que temer ya que Federico, en tanto cónsul, no mira a la gente sino a la pantalla y al sitio donde debe firmar los documentos. Imposible, por otra parte, que pueda reconocerme si, a diferencia de su caso, yo no tengo nada del esmirriado estudiante de provincia que en mí conoció. Un muchacho de pelo corto y lacio, con un mechón sobre uno de sus ojos, vestido de luto a causa de la muerte de su padre, metido de cabeza, como la avestruz en la tierra, en la lectura y la soledad. Ni siquiera debo constar en su memoria, pues, en ese entonces manejaba ya con destreza mi don natural para volverme invisible. Estoy convencido de que nadie, ni el cura Mendoza (que en merecida paz descansa), ni el Landeta, una alma en pena que como tal buscaba su alma gemela para compañía, nadie podría recordarme. Cómo reconocerme si me he estirado a lo Cortázar, tengo la cara forrada de barba como enajenado, el pelo hasta media espalda, los lentes de Lenon cada vez más gruesos, el arete, el doble tatuaje, los dientes nicotinados y la indumentaria de errabundo dedicado a la nada, al hachich, al nihilismo de poeta sin país y sin estrella.

En tono de vendedora de mercado la maldita secretaria grita ¡Señor Huilo Ruales ! Federico levanta la vista de un golpe, empujando con el índice sus lentes, tal como lo hacía en ese entonces. Me pongo de pie, coloco la mochila en el hombro y me encamino hacia afuera. ¡Huilo!, grita desde el fondo la voz sempiterna de Federico. Con las justas, abro la puerta de salida y me disparo hacia la calle. Un apátrida no pierde sus batallas tan fácilmente, me digo, mientras enciendo el primer pucho de la jornada.