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El Telégrafo
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Casa tomada de Julio Cortázar: reinvención del mito, recogimiento de un espíritu

Casa tomada de Julio Cortázar: reinvención del mito, recogimiento de un espíritu
03 de febrero de 2013 - 00:00

Decía Gérard Genette, a finales de los setenta del siglo pasado, que el objeto de la poética es la transtextualidad, entendida como la literalidad misma, es decir, todo lo que pone al texto “en relación, manifiesta o secreta, con otros textos”(1). Pero dentro de este fenómeno propio de la literatura, establecía distintos tipos de relaciones, entre ellas, la intertextualidad, la paratextualidad, la metatextualidad y la architextualidad.

Pero no eran aquellas las que le interesaban rescatar sobre manera en el texto referido, sino, aquella que es fundamental en lo que denomina la “trascendencia textual”, quiero decir, la hipertextualidad. No porque aquella sea de orden más relevante en el texto literario —de hecho los distintos tipos pueden estar imbricados en una misma obra—, sino porque hay una intención de parte del autor, deliberada o no, de inserción de un texto anterior (al que llama hipotexto) en uno posterior (hipertexto), de una manera que no corresponde a la del comentario; y esto supone un fenómeno de transformación simple o indirecta (imitación).

Por supuesto, dice Genette, la hipertextualidad es “un aspecto universal de la literalidad: no hay obra literaria que no evoque, en algún grado y según las lecturas, alguna otra, y, en ese sentido, todas las obras son hipertextuales” (G. Genette, 1997: p. 61). Sin embargo, existen obras en las cuales las relación es manifiesta, declarada y masiva. Los ejemplos son múltiples, desde la Eneida de Virgilio y el Ulises de Joyce (hipertextos de un mismo hipotexto: la Odisea) hasta los “géneros oficialmente hipertextuales, como la parodia, el trasvestissement, el pastiche”. La relación, entonces, es compleja, y por ello Genette manifiesta la necesaria precisión de ir más lejos, hacia “prácticas menos oficiales”.

Lo que ha ocurrido, entonces, es una amplia definición del fenómeno que ha abierto las puertas para estudios hermenéuticos más exhaustivos, que estudian los casos particulares para dimensionar las relaciones hipertextuales de acuerdo al modus operandi de cada obra. De ello se entiende que el autor de un texto –donde la relación hipertextual es manifiesta– ha extraído del hipotexto lo que considera necesario a sus fines, para imitarlo o para transformarlo, según Genette.

Así vemos, verbigracia, que Casa tomada de Julio Cortázar funciona también como hipertexto de la Odisea de Homero. Sin embargo, esta relación intrínseca que ha sido declarada ya por la crítica de manera general, pero sin atender al análisis exhaustivo de este nexo, opera de manera singular, y a aquello que queremos atender, porque, permite, precisamente, ir más lejos en esta comunión que aparece a primera mano.

¿Qué es lo que hace, por ende, que el cuento de Cortázar transforme, en términos de Genette, el poema épico de Homero?

No lo hace, por supuesto, de forma imitativa, porque no se corresponde con el modelo épico singular que es la Odisea, como ocurre con la Eneida, sino que opera por transformación simple, reductora, pero no por ello menos válida. Lo que primero se advierte, de hecho, es la actualización del mito de Penélope, a través del personaje de Irene.

En el Canto II de la Odisea, cuando Telémaco reúne en asamblea a los itaquenses para denunciar la afrenta de la que son objeto, él y su madre, por parte de los galanes que quieren tomarla por esposa en ausencia de Ulises, Antínoo toma la palabra y revela el conocido ardid de Penélope:

Los galanes no son los causantes de tales dolores, es tu madre más bien, la mujer sin igual en astucias: han pasado tres años y pronto dará fin al cuarto en que engaña el leal corazón de los hombres aqueos (…) Y diré de otro ardid concebido en su pecho. En suspendió del telar una urdimbre bien larga y tejía una tela suave y extensa y a un tiempo nos dijo: “Pretendientes que así me asediáis, pues ha muerto ya Ulises no tengáis tanta prisa en casar, esperad que yo acabe esta tela que estoy trabajando; la mortaja será del insigne Laertes el día que le alcance la parca fatal de la muerte penosa; que ninguna mujer entre el pueblo me lance reproches por faltarle a él el sudario teniendo tamañas riquezas”.

Tal hablaba y logró persuadir a nuestro espíritu prócer; ella, en tanto, tejía su gran tela en las horas del día y volvía a destejerla de noche a la luz de las hachas (…)(2).

La reconstrucción de este mito es de larga data en la historia de la literatura, y las relaciones entre la obra de Cortázar y la mitología griega se han tratado extensamente también en los análisis literarios, sobre todo con la literatura homérica, de la que ha sabido extraer personajes, sobre todo femeninos –Ariadna, Circe, Penélope–, para ofrecernos una relectura contemporánea dentro de su universo fantástico. Ya puso el mismo Homero el designio en el alma de Agamenón en el Canto XXIV de su Odisea:  

¡Oh dichoso Laertíada! ¡Oh Ulises de trazas sin cuento! En verdad tú tomaste mujer de virtud grande y fuerte: ¡de cuán nobles entrañas Penélope ha sido, la hija sin reproche de Icario! Cuán fiel su recuerdo de Ulises con quien moza casara! Jamás morirá su renombre, pues los dioses habrán de inspirar en la tierra a las gentes hechiceras canciones que alaben su insigne constancia (Homero, 1982: p. 484, v. 192-198).

Gente hechicera es pues el escritor, en este caso el cuentista, que resignifica el mito, y establece un diálogo hipertextual que asume la acción simbólica del personaje mítico en otro contexto. Así:

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas(3).

Penélope e Irene comparten, entonces, la acción de tejer y destejer, una ocupación cuya significación está relacionada con el tiempo. Hay que advertir también que el nombre de Irene, que ha escogido Cortázar para su personaje, no es gratuito, se asocia con Eirene, del griego XXXXX, que significa paz, divinidad hija de Zeus y Temis, y una de las tres Horas, representada en el arte llevando una cornucopia, un cetro y una antorcha. De allí su temperamento y su importancia, porque además adopta el sentido de abundancia, de riqueza, tan caro al espíritu heleno.   

Ahora bien, en el caso de Penélope, el acto de tejer le permite consumir los años mientras espera el regreso de Ulises, como una argucia frente al acoso de sus pretendientes. Para la Irene de Cortázar, es una ocupación, un hobby innecesario de una clase social acomodada.

Sin embargo, los dos personajes justifican y asientan el sentido de sus vidas sobre la base de esa acción. Por supuesto dicha acción también “semantiza” la permanencia de un orden, el de la aristocracia. En el caso griego se relaciona con su idea esencial, el “gobierno del mejor”, es decir, el de Ulises. Penélope no encuentra en los galanes que la pretenden alguien que lo pueda sustituir y por ello emplea el ardid que perturba el ánimo del pueblo aqueo que le exige su mano frente a la ausencia de ese “mejor”, es decir, el más adecuado para gobernar. 

La Irene de Cortázar, por otro lado, representa, junto con su hermano, a una aristocracia endogámica en decadencia; por ello la interpretación de Casa tomada como una alegoría antiperonista ha sido tan difundida.

Es el pueblo, han dicho, los amplios sectores marginados que pugnan por el poder, quienes toman la casa, figura simbólica de la Argentina tradicional. La situación de esa clase social que se niega a ceder su privilegio además engloba la interpretación sobre la relación incestuosa entre estos dos hermanos, figura hiperbólica de una sociedad endogámica que gobierna un país desde sus espaciosas y antiguas mansiones:

“No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba la plata de los campos y el dinero aumentaba” (Cortázar, 2006: p. 108).

El ideal aristocrático griego en la Ítaca de Ulises se encuentra a su vez amenazado. Los pretendientes han ocupado la casa y se han aprovechado de la hospitalidad de Telémaco y su madre, quienes han quedado relegados a vivir en las habitaciones superiores del palacio. De ello da cuenta el mismo Telémaco en el Canto II del poema homérico:

No solo perdí a mi buen padre, que según la piedad de su mando lo fue también vuestro, mas hay cosa peor que tendrá destrozada mi casa totalmente bien pronto y habrá de acabar con mi hacienda: asediada a disgusto mi madre se ve por los hijos de los hombres más nobles de aquí; con horror se resisten a marchar a las casas de Icario, su padre, y que éste recibiendo los dones nupciales entregue a su hija por esposa al varón que prefiera o se le haga más grato. Entretanto la casa me ocupan un día tras otro, nos degüellan los bueyes, ovejas y cabras lozanas, al banquete se dan y se beben el vino espumoso sin mesura y si cuenta; consúmese todo, pues falta en mi casa un varón como Ulises de echar fuera una tal maldición (…) (Homero, 1982: p. 114, v. 47-60).

Cortázar asimiló el espíritu griego aristocrático que se socava en el palacio de Ulises, y por ello quizá lo traspone en su obra y establece un diálogo hipertextual donde ha retomado no solo la figura mítica de Penélope para actualizarla en su personaje de Irene, sino el asunto mismo de lo que ocurre en la polis griega, representada en Ítaca. Desde luego, en la Odisea no es el pueblo el que perturba la tranquilidad del palacio aqueo, son nobles que exigen el mando legítimo frente a la ausencia de su gobernante. Pero su hybris los lleva a cometer excesos, una afrenta al orden, a la medida de todas las cosas y, por tanto, a los dioses, y su castigo, su némesis, será la muerte. 

La idea que se replica, además, es la de la ocupación. Tanto en Casa tomada como en la Odisea, los habitantes y propietarios legítimos se ven enfrentados a fuerzas extrañas que los perturban y que no pueden asimilar. En la obra de Cortázar, sin embargo, dicha alteración del orden cotidiano resulta raramente natural. Los personajes, como en un cuento de terror, se dejan absorber por una situación que, si bien les resulta ajena, la llevan con estoicismo y se van acoplando a ella. Y quizá aquello también ocurría en el palacio de Ulises, hasta que el ardid de Penélope fue develado, porque el mismo Telémaco, a su pesar, compartía el banquete con los pretendientes de su madre. Así mismo Irene y su hermano, en un primer momento, comparten la casa con esos extraños que desconocen, que quizá imaginan en un delirio propio de soledad y hastío, aunque no quieran aceptarlo:

Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. (…) Nos alegramos porque siempre resulta molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio y las fuentes de comida fiambre (Cortázar, 2006: p. 109).

Finalmente, solo una situación límite los lleva a una determinación en los dos casos. Telémaco parte en busca de noticias de su padre ante la insistencia de los galanes que han ocupado su palacio, porque tomar por esposa a su madre significa, además, detentar el poder y apropiarse de lo que en herencia pertenece al hijo de Ulises. Los pretendientes lo saben y por ello traman también su muerte. Irene y su hermano, por su parte, se ven obligados a abandonar la casa cuando esos extraños seres han tomado la cocina, es decir que han quedado en posesión solamente de su dormitorio. Así, abrazados, salen a la calle, despojados de su morada y de sus privilegios. Sin embargo, en las líneas finales del cuento, el autor establece un nuevo guiño significativo a través del narrador protagonista: “Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada” (Cortázar, 2006: p. 111).

Me aventuro a decir que en el palacio de Ítaca ocurre una situación similar, que se revela en los últimos cánticos del poema homérico, porque una vez que Ulises ha asesinado a los pretendientes bajo el influjo de los dioses y ha sido reconocido por Penélope, se ve igualmente obligado a abandonar su casa ante el temor de que el pueblo tome venganza por la muerte de los pretendientes:

“(…) Mas te doy un consejo, ¡oh mujer!, aunque seas ya por ti tan discreta: no bien salga el sol, la noticia correrá de la muerte que en casa les di a los galanes; vete tú con tus siervas tranquila a los altos y evita ver a nadie que llegue de fuera y entrar en preguntas”.

Tal le dijo y los hombros vistióse con armas brillantes; despertando a Telémaco, al fiel porquerizo y al guarda de los bueyes, mandóles tomar sus aprestos de guerra y obedientes los tres se ciñeron el cuerpo de bronce.

Luego abrieron la puerta y salieron: Ulises guiaba; ya en la tierra extendíase la luz, mas Atenea envolviólos a ellos todos en noche y así los sacó de poblado (Homero, 1982: p. 476-477, v. 361-372).

La ocupación se produce, en efecto, en las dos obras. Ulises y Penélope, aunque por separado —otro ardid de Odiseo—, se refugian en su magnífica finca, donde habita Laertes, el padre del diestro en astucias —¿adónde habrían ido Irene y su hermano?, uno se pregunta—. El palacio, entonces, queda ocupado por los cuerpos de los galanes, encerrados fatalmente hasta que el rumor de su muerte se riega por la ciudad.

El gesto de Cortázar es irónico en la parte final de su cuento, porque le da un sentido ambiguo a esta circunstancia: por un lado, no vaya a ser que a algún pobre diablo se le ocurra entrar en el palacio de Ulises y se encuentre, a esa hora, con los cadáveres regados de los aqueos.

O por otro lado, resignifica también la figura de Ulises vestido de mendigo al entrar en su palacio. Entonces sería él, Odiseo, el pobre diablo al que se le ocurriría entrar y con la casa tomada. Pero aquello, implicaría, por supuesto, que Penélope ha debido huir, con anterioridad, como Irene y su hermano, con alguno de los pretendientes, pero esa sería otra historia…

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