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DIÁLOGO

Carla Badillo Coronado: “Lo que más hay en la literatura son impostores”

Carla Badillo Coronado: “Lo que más hay en la literatura son impostores”
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Existe una infinidad de situaciones por las que se puede perder el sueño (en singular), ese descanso físico que contiene las fantasías y posterga los sueños (en plural) los cuales solo se harán realidad con trabajo duro, con un sacrificio tal que suma al ser en la oscuridad sin que pueda dormir.

Hace  cinco años, viajes y libros le quitaban el sueño a la poeta Carla Badillo Coronado (Quito, 1985) porque sabía que conocer lugares que no había visitado enriquece.

Ella describe su camino recorrido en la escritura: “Siempre ha sido bastante solitario, muy autodidacta y eso es lo que me ha nutrido, impulsado a trabajar con bastante disciplina, rigor, a pesar de ser muy caótica, dispersa”. A fines de 2015, Carla había sobrevivido a un insomnio —sin medicamentos— y, durante una de las noches en que su sueño había vuelto a su lugar, recibió una doble buena noticia. Había obtenido una mención de honor dentro del Premio La Linares de novela breve por haber escrito Abierta sigue la noche1 (que se publicará en febrero); y había ganado el XXVIII Premio Internacional de Poesía Fundación Loewe (Creación Joven) de España por El color de la granada2, que estará en librerías en marzo.

¿Qué papel juegan la lectura y los viajes en lo que escribes?

Uno muy importante. Muchos de mis maestros están muertos; me he ido forjando a través de infinitas lecturas, leo de manera casi enferma y no solo por un deseo de adquirir conocimientos sino como una cuestión vital. Los viajes me han enseñado muchísimo: a valorar la grandeza de las cosas simples, a romper prejuicios, a saber regresar. Cada vez escribo con una visión más amplia.

Pero también soy media ermitaña. El color de la granada y Abierta sigue la noche los escribí en Quito, encerrada. Hay mucha riqueza en la contradicción, por lo que luego de viajar (perderme, absorber el mundo), me encierro, literalmente, por temporadas, durante las cuales no quiero ver a casi nadie y solo necesito trabajar en lo mío.

¿Cuál fue el proceso de Abierta sigue la noche?

La novela tiene otro mecanismo, totalmente distinto al del poemario. Yo nunca había escrito ficción, ni siquiera como ejercicio personal o algunos de esos intentos en cuento o relato con que algunos escritores suelen coquetear antes de escribir su primera novela. Yo me lancé con todo, por primera vez y sin referencia alguna. Creo que eso fue bueno en mi caso porque no tuve la limitación de creer que estaba haciéndolo bien o mal, en el sentido de lo que significa una novela. Creo mucho en los géneros híbridos, por eso lo que escribo es fragmentario, me gusta encontrar líneas de cruce entre un género y otro, por eso la poesía ha ayudado mucho a la prosa y, a su vez, la prosa me ha abierto canales a la poesía. También me gusta mucho el ensayo y siempre he sido muy fiel al diario. Estos los empecé de niña, antes de tener conciencia real del oficio de la escritura. Comparto lo que dice Ricardo Piglia: ‘Si no hubiese empezado una tarde con ellos, probablemente jamás hubiera escrito otra cosa’. Esa relación personal con la palabra me abrió la puerta.

¿Concibes a la literatura como un sacrificio o como una forma de salvación?

Como un ser contradictorio, te diría que ambas y por eso es una especie de condena. Todo artista está condenado a sacrificar algo, y si es uno de verdad, estará consciente de eso. Sabrá que por esa renuncia, la recompensa, que no tiene que ver con fama, dinero o reconocimiento, será satisfacer un impulso vital; la honestidad con la que hizo. En esa contradicción se debate el arte.

Dada esa condición, ¿se puede ser un impostor al momento de crear, se puede ser un falso artista pese a la autenticidad y trabajo duro que el oficio exige?

Lo que más hay en literatura son impostores, hay muchísimos. La palabra es uno de los recursos más fáciles para poder engañar. En esa medida, no es difícil ser un impostor. Y, por otro lado, si el lector —que juega un papel importante en esto— tampoco exige nada, si recibe con gusto gato por liebre, cualquier cosa disfrazada, se vuelve partícipe de ese engaño, de esa impostura.

Tanto en este país como en otros hay muchos impostores, por eso he preferido este camino solitario, respeto muchas cosas que se han hecho y escrito aquí, pero me considero una hija bastarda de la literatura ecuatoriana porque mi formación viene de muchos padres y madres diversos en cuanto a influencias de todos lados. Nunca me he centrado solo en uno. Me debo, más bien, a la multiplicidad de formas, expresiones, sentidos que lograron transformar algo en mí.

Cuando siento que algo es verdadero, en arte, literatura, música, cine, es porque tiene la capacidad de trastocarte, que es lo que yo intento también con la escritura. No concibo que puedas leer un poemario o una novela y seguir siendo la misma persona, algo tiene que cambiar, y si eso pasa es porque realmente fue legítimo.

Eres la primera ecuatoriana que gana el premio Loewe y la única mujer que ha ganado el César Dávila Andrade...

Sí, pero nunca he tenido un afán de abanderarme o hacer una literatura de género. Algo está bien o mal hecho, vale la pena o no, independientemente del género, la edad u otras circunstancias. Sin embargo, no puedo decir que no deja de ser meritorio porque en este país existe mucho machismo y, a nivel de letras, hay mucha mezquindad. Eso me ha alejado de ciertas cosas.

En mis inicios, cuando nadie sabía que escribía, hubo un par de poetas, de los círculos literarios, que creían que con escribir un par de versos, aprendérselos de memoria, tomar unos cuantos tragos —siendo malos borrachos—, se convertían en grandes figuras. Eso me asqueó bastante; y cuando alguien hacía un buen trabajo, trataban de hacerle sombra. Por eso me da gusto deberme simplemente al rigor, a la disciplina y a mi obsesión.

Pero al ser la primera poeta ecuatoriana que gana el Loewe, va a haber quien quiera ponerte en el juego de una representante

Hay cosas que son inevitables. Puede que haya esa sensación de que algo está pasando, y es alentador, pero, personalmente, no me atribuyo el representar a nadie. No me interesa abanderarme de nada.

Ahora mismo, por tomarlo como un síntoma de la época, veo que en Ecuador hay algunas creadoras mujeres que han estado ganando reconocimientos: Sandra Araya, en novela; Gabriela Alemán, en cuento; Sabrina Duque, en periodismo narrativo; Mónica Ojeda..., es decir, están pasando cosas, síntomas que le deben a su trabajo, que es, al fin y al cabo, lo que habla por ellas.

¿Qué te planteaste al momento de inscribir las dos obras en cada premio?

Cuando estoy creando no pienso en complacer o no complacer a nadie sino en ser lo más fiel a lo que estoy sintiendo, pensando y dejando en ese momento. Con El color de la granada sentí una especie de posesión intensa —incluso física—, algo que es intangible, algo muy raro y difícil de explicar, y que me pone en una relación de amor y odio con la palabra, ya que esta me da la posibilidad de decir lo que tengo que decir y, al mismo tiempo, me limita y me queda corta. Por eso juego mucho con el lenguaje, me gusta fragmentar cosas, crear neologismos.

Me dio gracia que el presidente del jurado del Loewe haya sido Víctor García de la Concha, quien fue, por mucho tiempo, presidente de la Real Academia de la Lengua, porque en una parte de la novela, Rauda, la protagonista, habla de la RAE como ese dios en el que no cree. Fue un bonito guiño. Nunca he tenido miedo de decir lo que pienso; eso es valioso porque habla de la integridad de alguien como creador y ser humano.

Aquello de ser cómplice de la mediocridad desde la lectura, aceptar una impostura, ¿varía en cada género de los que has escrito (poesía, ficción y no ficción)?

Escritores y lectores mediocres puede haber en todos los géneros. Los lectores que se conforman con lo que les dan, sin buscar algo más, creyendo que se trata de una verdad absoluta, terminan por endiosar a alguien que no lo merece. Como autodidacta, mis lecturas empezaron por una exploración personal: un autor me llevaba a otro, un pie de página a alguna fecha y eso, a su vez, a algún lugar. Había una curiosidad personal: saber más, buscar más, lo cual destruye todo pretexto de que no hay lectores porque no se los formó desde la niñez (que es lo ideal). El que quiere algo, simplemente, lo hace.

En el periodismo hay otro tipo de reglas y se puede explorar muchísimo; el periodismo narrativo es muy rico para contar historias, pero está el detalle de que no puedes trastocar la verdad, que nunca es absoluta. El que la mirada sea subjetiva se ciñe a esa condición de respetar la realidad sin perjuicio de los elementos que se puedan usar para narrar, sujetándose al rigor contra algo que abunda: el periodismo mediocre, servil y un conformismo al leerlo.

Otra herramienta que sirve para explicar el rigor en el periodismo —pese a la inmediatez con que se trabaja— es la grabadora, algo que, por ejemplo, Gay Talese no utiliza porque rescata el contacto con los personajes reales. En este caso, las redes sociales, otra herramienta, han fomentado una especie de pereza en el periodista, de reproducir o conformarse con un mensaje cuando, en lo posible, el reportero siempre tiene que estar y tiene que estar abierto con todos los ojos que tenga. Me gusta mucho el periodismo porque es un género que va a destiempo y, en especial la crónica o el perfil, que te permiten detenerte, reposar sobre lo que la inmediatez y su lógica casi enferma dejan de lado.

En la formación actual de los periodistas es cada vez más triste que lo que se intenta es no formarlos de verdad sino adiestrarlos, desde muy jóvenes, a estar preparados para lo que el mercado demanda, y lo que el mercado demanda, laboralmente, es gente que maneje cámaras, equipos, redes sociales..., pero quién te enseña a pensar y cuestionar, algo sin lo cual se volverán —como decía Jesús Martín Barbero— ‘cargaladrillos’. El periodismo necesita gente comprometida más allá de lo técnico.

¿Por qué te centraste en un tema como el insomnio a la hora de escribir Abierta sigue la noche?

Más que eso, sentí que el insomnio era un animal que estaba dentro de mí. Me arañaba, gritaba en ese momento, así que la novela era una forma de exorcizarme. Tuve problemas a nivel personal que fueron bastante duros. Hay una parte en el proceso creativo durante la cual estaba medicada, terminé donde el psiquiatra y salí de eso por mi propia voluntad. Me di cuenta de que, en realidad, no quería estar sedada, quería sentir, estar con los poros abiertos hacia lo bueno y hacia lo malo y, en esa medida, esta novela se convirtió en una especie de salvavidas al que yo me agarré con uñas y dientes. Después, vinieron momentos más placenteros, cuando, a partir de ese mal que experimenta la protagonista, surgieron muchas cosas: la imaginación se destapó y apareció la ficción.

¿Allí hay mucha intertextualidad?

Hay un guiño a otros autores. Me doy el lujo de meter citas de lecturas que Rauda, la protagonista de la novela, va teniendo, y esos autores, de alguna manera, se vuelven otro tipo de personajes. Un papel bastante importante es el del poeta colombiano Raúl Gómez Jattin, Rodolfo Fogwill, William Blake, Henri Michaux y Mario Bellatin. El abuelo de la protagonista se llama Raúl Bellatin y murió por no dormir. Una de las lecturas de ella es El libro uruguayo de los muertos, en el que empieza a fantasear: aparece un nexo entre Mario y Raúl Bellatin porque comparten estos cuadros de insomnio, de angustia. Ella va creando esta historia que quizá no sea para nada cierta, pero a la que se aferra para seguir adelante.

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Notas

1. “La novela narra la psicología de un personaje que experimenta un insomnio no severo sino permanente. Cuando inicia la historia, Rauda, la protagonista lleva 46 días seguidos sin dormir. Y ella empieza a experimentar cosas, angustias personales que tienen un antecedente: su abuelo murió después de 44 días en vela. Ella supera ese récord y llega a decir ‘el mío es un caso más irreal que genético’. A partir de eso, ella intenta de todo, pero no consigue dormir. Se aferra de alguna manera a los libros y encuentra que, por ejemplo, Charles Dickens (1812-1870) tenía problemas de insomnio y, en un texto que se llama ‘Paseos nocturnos’, él explica que para vencer ese insomnio empezó a caminar y caminar las madrugadas hasta volver muy exhausto a su casa, entonces se quedaba rendido. La protagonista trata de hacer lo mismo pero no ve ningún resultado, entonces, en lugar de atormentarse, continúa con las caminatas y allí empieza a encontrar una serie de personajes, muy sencillos, pero muy particulares. Ellos son los que le devuelven esas ganas de no irse a la mierda totalmente. Se vuelven el universo de ella, quien ya no tiene contacto con el día prácticamente: todo pasa en la noche y madrugada y, además, no ocurren grandes cosas en la trama, sino que suceden en la mente de la protagonista”.

2. “Escribí El color de la granada a partir de la película homónima del cineasta Sergei Paradjanov, en la que se retrata la vida del poeta armenio del siglo XVIII, Sayat Nova, de una forma no convencional: llena de simbolismos, profundidad filosófica y belleza arcana. En la película, Paradjanov utiliza la granada, fruta-símbolo de supervivencia frente a la opresión y la persecución del pueblo armenio. Sayat Nova fue una especie de Homero que no era ciego: iba de pueblo en pueblo componiendo cientos de canciones. Fue ejecutado por los soldados del sah de Persia Mohammad Kahn Qaja tras negarse a renunciar a sus creencias. Tardé en escribir el poemario el mismo tiempo que una granada demoró en descomponerse frente a mis ojos”.

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