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Cambiar la matriz: clientelismo y cultura

Cambiar la matriz: clientelismo y cultura
16 de noviembre de 2015 - 00:00 - Jorge Luis Serrano, Sociólogo y docente universitario

Ante las puertas del demorado, segundo y definitivo debate de la Ley de Cultura, cuya vigencia marcará la cancha del sistema nacional del campo, evoquemos ciertos fantasmas del sector expresados a veces en un “simple” intercambio de favores. En la ley de la selva. O en la del menor esfuerzo: ¿La nueva ley será suficiente para erradicar hábitos arraigados?

En principio la relación del título parece referir lo inverso: la cultura clientelar, tan presente en nuestra historia política y social. Pero aquí buscamos reflexionar sobre la incidencia de la clientela en el ámbito específico de la cultura. Aunque vecinos, repito, no abordaremos la cultura clientelar sino el clientelismo en la cultura en un texto que se alimenta de dos fuentes: la conversación, y a veces confesión, de artistas ecuatorianos afincados en diversas orillas y mi propia experiencia (no clientelar) dentro de la administración de instituciones culturales del país.

La escasa visibilidad del Ecuador cultural y artístico en el mundo y el karma que eso ha provocado hasta la actualidad están plenamente asociados a este problema, pues el clientelismo tiene una dinámica centrípeta que evita la proyección del cuerpo social hacia fuera y genera, finalmente, una creciente inmovilidad que se representa en sus casos más espinosos a través de un statu quo de corte mafioso, en el que la calidad de los contenidos o el esfuerzo intelectual importan menos que mantener los hilos de una relación parasitaria.

En algunos casos, cierta forma moderada de clientelismo llega a parecer normal especialmente si se combina con un apego excesivo a la mentalidad y costumbres particulares de la vida de provincias. Un tipo de provincianismo retardatario e incesante, de hecho, es un efecto natural de esta relación, pues, si uno lo piensa rápidamente, entiende que el clientelismo no busca competir ni ser vanguardia sino, por el contrario, reproducir una y otra vez un mismo ciclo de baja intensidad.

A la luz de la meritocracia, proceso perfectible aunque en marcha que ha cambiado la matriz lógica del clientelismo pero que aún espera ser completamente ciudadanizado, podríamos decir que el fenómeno tuvo una incidencia particularmente dolorosa entre nosotros durante la etapa previa a la revolución del Internet en la cual la incomunicación era una especie de norma impuesta por las reales posibilidades materiales del país, muy pobres, y por la mezquindad espiritual de ciertos referentes locales que forjaron cacicazgos no para promover la participación abierta y desinteresada de nuevos cuadros, o una “presencia país”, sino para guardar celosamente contactos internacionales para su usufructo personal o el de sus elegidos. Así, el clientelismo se entiende presente más allá de lo administrativo, pues se lo rastrea también en la acción de ciertas ‘vacas sagradas’.

Hagamos la pregunta entonces ¿hay actualmente una clientela cultural operando en y con las instituciones del sector? Intuyo sonrisas. Siendo el clientelismo un hábito político profundamente arraigado en el ADN ecuatoriano, a primera vista se puede deducir su presencia en el campo cultural. La pregunta es qué tan grande es y por qué existe. Aunque el impacto de la política pública ha logrado controlarlo, mas no desaparecerlo, el tema es delicado, peliagudo, y hay que tratarlo con tino, pues no se trata de estigmatizar ningún sector sino de entender críticamente ciertos datos de la realidad. Tampoco podemos cerrar los ojos, mirar a otro lado y silbar, como si nada hubiese sucedido. Parte de estas prácticas están tan asumidas como normales y legítimas que quien las ejerce no cree que esté haciendo nada impropio. Ver y entender la cultura como algo siempre menor y accesorio ha hecho que el buscar una ‘palanca’ se asuma como necesario.  

Como parte de su afán estigmatizante de toda política de inversión pública, originado en un credo irracional y religioso de principios neoliberales que cuestionan el tamaño y rol del Estado, cierto sector de la opinión pública privada ha buscado desmerecer los avances en el campo de la cultura alcanzados durante este período político del Ecuador basando su crítica en obras muy específicas, tratándolas como ejemplo de acciones de propaganda gubernamental, especialmente aquellas que, por ejemplo, han buscado recrear desde la expresión artística aspectos de la experiencia social provocada por el feriado bancario, generalizando a partir de ello la impresión de que los fondos concursables, especialmente aquellos que operan bajo convocatorias de tema específico, que han sido excepciones a la norma, y no con tema libre como han sido la mayoría no son sino un mecanismo precisamente encaminado a fortalecer una clientela cultural. Estos argumentos que parten de una premisa parcial terminan revelándose interesados, reducidos e imprecisos, pues generalizan, desconocen y oscurecen el impacto real que la política pública operada a través de formas de asignación de subvenciones para la creación artística y la gestión cultural tiene en donde existan en el mundo y ha tenido, concretamente, en el país durante estos años. Como he señalado, en nuestro caso se trata de prácticas todavía en fase de ciudadanización frente a la mecánica añeja de instituciones con décadas de existencia como la Casa de la Cultura y el Consejo Nacional de Cultura, la primera de ellas quintaesencia del clientelismo en la cultura ecuatoriana y la segunda algo menos, siendo una entidad hoy prácticamente extinta.

Precisamente, ayuda mucho hacer una revisión por instituciones y prácticas en la asignación de recursos, aunque previamente sea importante caracterizar qué se entiende aquí por clientelismo. Diría que, en sentido estricto, se trata de una acción extraoficial encaminada a garantizar la permanencia en el cargo de un funcionario público a través de una preferencia electoral: si votas por mí, te devuelvo el favor con prebendas; si no me eliges, no recibes nada. Con presidentes de núcleos que así elegían al presidente de la matriz, por ejemplo, la CCE ha operado en buena medida de esta manera, si no durante sus 70 años al menos durante los últimos 30, de ahí buena parte de su descrédito, con la excepción del núcleo del Azuay. Por eso es que su defensa institucional resulta tan difícil y se ancla básicamente en el pensamiento y acción de una generación que ha alcanzado mayoritariamente la tercera edad y muy pocos jóvenes.

Debía ser el Ministerio de Cultura, hoy de Cultura y Patrimonio, el que erradique tales prácticas proponiendo otras que volteen completamente el tablero. La inestabilidad a la que ha estado sometido el ente, siendo de hecho el Ministerio más problemático de la Revolución Ciudadana, lo han impedido hasta el momento. ¿Es posible ver un error de origen en esa institución ya que su caótico diseño original no ha podido ser resuelto hasta la fecha? A pesar de haber incorporado la práctica del fondo concursable y el proceso de selección de proyectos mediante jurados externos de renombre, principal mecanismo para frenar el clientelismo, la cartera de Cultura se ve afectada por una acción hermana del clientelismo: la discrecionalidad. Cuando un porcentaje importante de recursos dependen exclusivamente de la voluntad de la máxima autoridad institucional se abre la puerta a la perversa práctica. Sin embargo, ni de lejos ha llegado a situaciones que en la CCE se convirtieron, aunque sottovoce, en práctica institucional.

Por ejemplo, hay repetidos testimonios que relatan cómo se pedía la entrega de cuadros a los pintores que hacían una exposición, para la pinacoteca de la Casa o, quién sabe, para la sala del presidente de turno. O también que se iniciaba en papeles la publicación de diez mil ejemplares de una obra, por decir una cifra, pero verdaderamente se publicaba la mitad y el vuelto desaparecía. Qué decir sobre los alquileres de los teatros de la Matriz. Son secretos a voces. Aquello de que la CCE rinde cuentas a la contraloría es, honestamente, una tomadura de pelo, pues hace falta un verdadero balance histórico. ¿Cuántos libros ha publicado de verdad? ¿Cuántos están en bodegas y por cuánto tiempo permanecen ahí? ¿Cuántos han sido leídos? Por ende, ¿cuántos lectores ha generado en un país donde la gente lee medio libro al año? ¿Cuántos escritores ha promovido? Esto solo por hablar del campo de la literatura. ¿Dónde están las cifras, los datos duros y ciertos, las estadísticas de sus largos 70 años de vida? No existen. No hay. Y no puedo sino concluir que es así porque en el reino del clientelismo la opacidad es la mejor estrategia.  

Aclaro que no me refiero a la gestión del presidente actualmente en funciones, sino a hechos del pasado ampliamente conocidos, pero en baja voz, en el mundo de la cultura.
¿Qué saldo a favor tiene la CCE hoy? El envejecido discurso de su fundador, Benjamín Carrión y una impresionante infraestructura venida a menos, en la que resalta como nicho de auténtica gestión cultural la Cinemateca Nacional y unos museos de frágil inventario. A pesar de todo, la avidez cultural de la población ha transformado esa infraestructura en un punto de encuentro permanente. Mucho se podría hacer para circular el arte y el pensamiento ecuatoriano en esos espacios con una verdadera articulación mediante la aplicación de políticas permanentes.

Como resultado del viejo esquema, varias personas se eternizaron en cargos públicos mientras como país nos convertíamos no en la gran potencia que propuso Carrión sino en una gran provincia cultural durante el siglo XX e inicios del XXI. ¿A qué corriente artística o intelectual nos sumó la CCE? ¿Qué premio de prestigio no digamos continental, como el Casa de las Américas o el Rómulo Gallegos, sino nacional creó? A una venerable institución de 70 años deberían pedírsele resultados serios. No es suficiente presentar un listado de eventos, por extenso que este sea.

Hoy en día defender la autonomía de gestión institucional de la CCE como sinónimo de la autonomía creativa de los autores y creadores del país es un gesto audaz y perverso. Nada tiene que ver lo uno con lo otro. La Ley de Cultura no terminará con esas prácticas, pero debe sentar las bases legales e institucionales para evitar sus condiciones de posibilidad.

Como factor que atenúa, pero no desaparece responsabilidades, está el trato que un artista o intelectual ecuatoriano, o incluso aquel que se asume bajo la gaseosa figura del gestor cultural, ha recibido permanentemente de parte de la empresa privada del país. La pobre participación de ese sector explica en parte la cadencia clientelar del país porque ante esta el arte y la cultura asumen la figura del mendigo que estira la mano para recibir monedas o migajas. Después de mucho insistir. No contamos en el Ecuador con un evento cultural de nivel que sea plenamente auspiciado o apoyado por la empresa privada. Ni uno solo. Salvo que el almuerzo anual de un conocido banquero del país al que asisten, no sin cierto vergonzante arribismo, artistas e intelectuales selectos sea considerado como tal. Sin embargo, no falta el ingenuo que reclama airadamente incentivos o estímulos para que mediante alguna ley esa empresa privada y el mercado reemplacen al Estado en su rol de financiar y subsidiar actividades artísticas y culturales en el Ecuador, como si eso fuese a hacer verdaderamente una diferencia en una actitud que ha tenido una aplastante continuidad histórica. Buen ejemplo de cómo la empresa privada ecuatoriana entiende la cultura se puede ver en la programación diaria de las cadenas de televisión comercial del país.

En suma, he centrado mi crítica en el accionar de la Casa de la Cultura, pues, a pesar de sus factores positivos, ha carecido de una práctica institucional profesional y ha sido el nido del clientelismo en la cultura del Ecuador. Es triste pero cierto. He pintado un panorama oscuro abiertamente dejando de lado los ejemplos factuales de lo mucho que hemos avanzado para erradicar las viejas prácticas del palanqueo, pues no creo que dorar la píldora sea una forma de aproximarnos al objetivo. Falta mucho por cambiar. El círculo vicioso no deviene virtuoso mientras su dinámica se encuentre secuestrada por una lógica provincial. La plena y total proyección del genio local en la escena global se alcanzará cuando superemos por completo los muñequeos gracias a mecanismos auditables, transparentes, eficientes y eficaces de fomento y circulación de contenidos en todos los niveles administrativos del país, no solo en pocas instituciones y menos con discursos repetidos que apelan a la esencia del deber ser de viejos y conocidos fantasmas. El clientelismo aflora en el ADN del ser humano si es que encuentra el ecosistema adecuado para desarrollarse, siendo depredador natural de la calidad y enemigo declarado de la transparencia.

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