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Barceloca, acerca hacia mí tu cáliz

Mientras que tú me miras con tus ojos/

de verdadero huérfano, y me lloras/

y me prometes ya no hacerlo./

Si no fueses tan puta! /

Y si yo supiese, hace ya tiempo,/

que tú eres fuerte cuando yo soy débil/

y que eres débil cuando me enfurezco...

Gil De Biedma

 

Barcelona es horrible, como las mujeres bellas cuando son malvadas. Me enamoré de ella por correspondencia, es decir a través de la lectura. Literatura pesada, de esa que enferma dignamente como la de Gil de Biedma, poeta de la noche para abajo que es donde el paraíso se desata hasta volverse ceniza. Era un viernes de enero de un año bisiesto cuando llegué por primera vez a Barcelona.

En esa época, la España andaba dichosa de ser huérfana y follando gratis todo lo que no había follado bajo el candado de Franco. La Movida, apodaron esa manera de mover las caderas sacudiendo al mismo tiempo el alma, más que la memoria de sus muertos. Por lo pronto, se trataba de ponerse al día, así es que ¡Viva la locura !, se gritaba, mientras la España carca con más ahínco se santiguaba. 

Lo cierto es que ese viernes de invierno el tren que recorre el mundo me dejó en la estación de Catalunya.  En mi mochila, aparte de dos jeans, tenía entre otros libros, al Gil de Biedma de los Poemas póstumos y por supuesto a su Diario del artista seriamente enfermo. Con ese chaleco antibalas y guía turística del cielo que tiene el infierno, emergí a la mítica plaza de Catalunya, en donde no hay monumentos en memoria de ningún héroe sino imponente esculturas, una muchedumbre de palomas gordas y estresadas bajo una permanente lluvia de comida, y suficientes bancas para que en ellas recuperen fuerzas los náufragos del mundo. Todo rápido, desde luego, porque la policía pedidora de papeles suele caer hasta de los árboles.

Casi pisando las palomas me encaminé en busca de mi derrotero número uno : la vieja Barcelona, dividida aparatosamente por las famosas Ramblas que huelen a un diálogo cerrado entre mar y esperma, a mil y un tapas provenientes del cielo, la tierra y el Mediterráneo.

La movida se desparramaba en sus anchas calles. Por supuesto, quise zambullirme de entrada en el Bario Chino, cuya fama estaba en la literatura y no solamente en la del poeta barcelonés. Pero no llegué nunca, al menos esa noche, por culpa de los precipicios encantadores que se estiraban en cada bocacalle. Un violinista tocaba como deben tocar los músicos muertos hace tiempos. Sentado en el pretil de la Catedral, con la melena sobre el rostro y las manos blancas y antiguas, serruchaba dulcemente un Stravinsky, con movimientos alargados que ataba a su público.

Éramos apenas una docena, pero parecía que estábamos todos, unos llorando, otros naciendo, otros hundiéndose en ese ocaso de vientecillo helado que recorría las callejuelas góticas. Las gitanas, a veces hermosas, a veces con el rostro de agoreras y arpías, iban y venían, soltando maleficios a quienes repudiaban someterse a su mazo de cartas enderezadoras de destinos a cambio de mil pesetas. En las Ramblas, hileras de seudoactores trabajando de estatuas míticas, provenientes de la historia o del cine o de la simple vida.

Una Cleopatra patética como si su Julio César hubiese muerto esa tarde y a garrotazos. Un huesudo Abraham Lincoln cuya inmovilidad de bronce era traicionada por el tic de uno de sus ojos.  Un Charlot ajadísimo, que hacía bailar, acongojarse y hasta recordar amores, a su émula, una marioneta de Charlot, quien en la siguiente noche durante cinco horas me destejió su vida entera de judío argentino huérfano de sus hijos por culpa de Videla. Noche de sobredosis, como todas las inauguraciones, como todos los adioses. Noche que en cierto modo no culminó durante meses, ya que por el costado del Barrio Chino de la noche perpetua, sin buscarlo dí con las huellas de mercurio de Gil de Biedma. Las luces taciturnas, el acecho de la sombra, la música rota de los antros, las peceras colmadas de humo, los cuartos de pensión, que a veces carecen de piso y cuyos espejos no siempre devuelven la imagen, los pórticos por donde entra la vida y sale la muerte.

Me deslicé en un bar de luz negra donde los vasos parecían llenos de sangre y una serpiente de letras de neón sobre la barra decía Bar de Biedma. Mientras bebía de una gorda copa de brandy leí bajo el vidrio de la barra el poema “No volveré a ser joven”.

“Que la vida iba en serio / uno lo empieza a comprender más tarde / -como todos los jóvenes, yo vine / a llevarme la vida por delante-. Dejar huella quería / y marcharme entre aplausos / -envejecer, morir, eran tan sólo / las dimensiones del teatro-. Pero ha pasado el tiempo / y la verdad desagradable asoma: / envejecer, morir, / es el único argumento de la obra”.

Recién al amanecer, una gitana hizo caer el telón sobre mi tambaleante caminar, como una guadaña.

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