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APUNTES DE MUDANZA (I)

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Mi cuarto es un campo minado. Un paso en falso y podría explotar ahora mismo. Hace dos días mi piso era de madera, hoy es una masa inclasificable. Mis pies son los que más corren peligro, los objetos filosos son expertos en camuflarse entre las montañas de ropa, libros y papeles, listos para herirme en el momento menos pensado. En una magistral maniobra, intento pasar de una esquina a otra con mi computador abierto en una sola mano. Doy tres pasos y resbalo. Sin embargo, suspendida sobre mi pierna izquierda y con los brazos levantados (como si el aire me hubiese crucificado) logro mantener el equilibrio. En cuestión de segundos mi cuarto se ha vuelto un circo. La equilibrista sale airosa. No hay aplausos, lo suyo fue pura suerte. De haber caído y estrellado su cabeza contra la punta del mueble quizá hubiese muerto de manera fulminante; y allí, entre sus manos —como verdadero acto final— habría quedado abierta gran parte de su vida, escrita y detallada, dispuesta —involuntariamente— en bandeja de plata para el mundo. Una manera poética y triste de morir, pienso, y en seguida sacudo mi cabeza, alegre de que no haya sucedido. Cierro mi máquina y continúo empacando.

 

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Días de clima bipolar en Quito, es decir, todo trascurre normal. Pero lo curioso, eso sí, es que los últimos seis ha empezado a llover por mi casa exactamente a la misma hora. De manera que a las cinco en punto de la tarde —como en el poema de Lorca— pase lo que pase salgo a mi balcón para ver el espectáculo: rayos y truenos rebotando entre montañas. Creo que este tipo de cosas son las que más extrañaré. Si hay algo que pudiera llevarme a ojo cerrado —aparte del estudio— sería mi balcón, y desde luego esas montañas sobre las cuales la niebla desciende hasta ocultar su verdor, dándome la maravillosa sensación de haberme elevado, o bien de creer que el cielo finalmente bajó.

 

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Es cierto lo que decía Vila-Matas: en una mudanza se vuelve a la infancia. Todos en casa han encontrado algo que los ha llevado hasta sus más tempranas memorias. Incluso mis padres, que hace tiempo se mudaron de aquellos años, hoy reviven a través de fotografías y objetos de antaño recuerdos que nos sacan más de una sonrisa. Desde diferentes puntos de la casa, de rato en rato alguien grita: ¡Encontré tal cosa! ¡Encontré la otra!. Hace unos minutos, por ejemplo, mi madre halló en la bodega los trajes de ballet, míos y de mi hermana, unos vestidos diminutos que parecen casi de muñeca, tutús y zapatillas con los que cada tarde ensayábamos en la Academia Sabina, donde nuestra estricta maestra alemana nos preparaba para las diferentes obras que más tarde presentábamos en el Teatro Sucre, del cual lo que más recuerdo no son las luces ni los aplausos sino ese incomparable olor a madera vieja que guardaban los camerinos del legendario lugar.

 

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No es la primera vez que nos cambiamos de casa y sin embargo ¡cuántas cosas han sobrevivido! Por eso esta vez me llevo lo necesario. Quiero decir: lo necesario de lo necesario. Cada vez más desprendida (lecciones aprendidas de los viajes), más liviana. Parecería contradictorio que lo diga yo que acabo de empacar miles de libros y que en la mudanza las cajas más pesadas han sido las mías. Sin embargo, cómo explicar que en absoluto los libros me resultan pesados. Todo lo contrario: la liviandad que me genera el saber (si bien no todo lo que quiero) al menos lo que NO quiero en la vida, se lo debo —en gran medida— a esos universos condensados en papel.

 

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Mu-danza: hacer del cambio un baile, girar sobre otra pista, de eso se trata.

 

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Acabo de encontrar mi primer pañal, uno de tela con figuritas y alguna marca de plancha. Me hace mucha gracia imaginar que en ese trocito cabía —hay que decirlo— toda mi mierda, y de cómo aquello nos sigue causando ternura. Mientras se los comento en casa, hay otra niña que hace de las suyas y que es testigo de esta mudanza, aunque por sus escasos meses de vida es muy probable que nada de esto recuerde —concientemente— a futuro. Se llama Ariana y es la menor de mis primas. Lo más bello, es que desde que empezamos hace dos días a empacar, ella ha comenzado, simultáneamente, a balbucear sus primeras onomatopeyas, gritos firmes y decididos que dan muestra de que tiene algo que decir al mundo, aunque por ahora ese algo se remita a sus necesidades básicas. Esta sincronía me parece maravillosa, por lo que —en medio de la locura que implica armar y llenar cajas— hago una pausa para descifrar el misterio de Ariana, los balbuceos de un infante, el germen de la palabra.

 

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Agotada. Al menos por hoy terminé con la ropa. Sentada sobre el suelo observo la maleta abierta. Siento que me recrimina. Por eso adopto las palabras de Andrés Neuman (ese otro viajero que sabe de cambios y pistas), cuando habla de la suya: El arte de cerrarla —dice— dependerá no tanto de lo que introduzca, como de todo aquello que me aventure a quitar. Un equipaje es mucho más que un lote de pertenencias: es, sobre todo, un conjunto de renuncias. (…) Cuando por fin consiga cerrarla, habrá una especie de misterio en su armonía. Su apariencia exterior será natural. Su método interior habrá sido la insistencia. Recobro fuerzas, logro cerrarla. Ahora siento que sonríe. La coloco al otro lado de la puerta. Toda maleta es en el fondo un vagón, y los objetos que lleva dentro sus respectivas ventanas. Sin embargo, solo cuando estos objetos hayan salido nuevamente a la luz, podremos observar a través de ellos con la mirada renovada, pues como todo viaje: aun cuando el paisaje es el mismo, la experiencia siempre cambia.

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