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Cine

Apocalipsis exprés

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El Apocalipsis —esa cosa cargada de fuego y graves voces en off— puede caber sin problemas en un par de horas de cine Hollywoodense. Noé, Pompeya y Divergente, 3 estrenos recientes emparentados por su masividad y grandilocuencia audiovisual, nos hacen ponernos las molestas gafas 3D para ser testigos, una vez más, de la devastación; del castigo que aquellos sacrificados seres de celuloide deben sufrir por nosotros. Mártires de alfombra roja. Estos 3 filmes presentan argumentos un tanto esquemáticos: su núcleo es una serie de relaciones de causa y efecto entre lo humano y lo no-humano. Noé es la revisitada historia de la gran inundación —más el progresivo fanatismo de Noé y otras añadiduras tecno-dramáticas— orquestada por el creador para limpiar la corrupción de la faz de la Tierra. Pompeya es la erupción de un gran volcán cuyo horror opaca la decadencia del Imperio Romano, además de un romance como centro emotivo del filme. Divergente es la necesidad postapocalíptica de crear una sociedad estrictamente reglamentada, un mundo que debe pagar con el control total la culpa que carga el ser humano por haber destruido el planeta.

El tema del fin del mundo (o de cierto mundo o determinada civilización) es un asunto muy susceptible de reciclaje y exportación a la gran pantalla. En efecto, recurrir a una u otra figuración del apocalipsis permite potenciar una fórmula que Hollywood ha llegado a perfeccionar y que es capaz de vender como adictivo popcorn: culpa (con sus respectivas subtramas de lealtad y/o romance) + acción (sustos en alta definición pero finalmente reconfortantes) – complicaciones trabajosas (como personajes que no sean planos o una cámara arriesgada) = cine complaciente y conservador.

La moralina de Hollywood está lejos de ser una cosa nueva, se trata de un material altamente reciclable.

Así es, para identificar las señas del fin de los tiempos, no hace falta alzar a ver a los cielos ni vigilar el posible comportamiento errático de las mascotas; basta con ir al cine un fin de semana (si es que la divina providencia te ha ofrendado un asiento que no esté a un metro de la pantalla y logras, en efecto, ver la película y no solo los rostros de actores convertidos en criaturas inclinadas y deformes). Este ‘apocalipsis exprés’, diseñado para arrancar suspiros efectistas y recargar algo del aliento épico del que suelen carecer nuestros posmodernos días, parece guardar debajo de la solapa, como si se tratara de un contrapeso a una consciencia fílmica que parecería avergonzada de formar parte del show business desechable, una advertencia: “si seguimos así (arruinando el planeta y erigiendo altares al ego), el fin puede estar más cerca de lo que pensamos”.

En la edad de oro de las series de televisión (cada vez más sofisticadas aunque la crítica aún no haya erigido un culto al autor de tv), en la era de la infinita videoteca virtual a 2 clicks de comodidad, en el tiempo del boom de los videojuegos (una mega industria que depende del guión y del storyboard casi tanto como el séptimo arte) así como del colapso del mercado mundial del DVD, el cine comercial se ve obligado a curarse en sano y jugar a lo seguro. En esta época de ansiedad ambiental, el vacío de ideas (o la falta de libertad y estímulos para desarrollar buenas ideas) obliga al ecológico y políticamente correcto arte del reciclaje: el cine se ha vuelto una fábrica de remakes, adaptaciones, readaptaciones, secuelas, precuelas o de películas inspiradas en cómics, en viejas series de televisión, en la historia antigua o hasta en ese best seller universal llamado Biblia.

La escueta información que ofrece la Biblia sobre el patriarca pre y postdiluviano, le permitió a Darren Aronofsky —también director de Cisne negro, El luchador y Réquiem por un sueño— intentar meterse en la piel de Noé y recrear el relato del arca en tono de película de terror. Cuando buena parte del argumento bíblico ha pasado ante nuestros ojos y ya los animales emparejados se encuentran dentro del arca que flota sobre la descomunal inundación, lo que queda es la sensación de asfixia, tensión e inminente violencia propia de un slasher (aquel subgénero del cine de terror en el que un psicópata va asesinando a un grupo de jóvenes uno por uno).

Noé parece haberse vuelto loco y es incluso capaz de acuchillar a recién nacidos.

El personaje del Antiguo Testamento, interpretado por Russell Crowe, ha entendido sus visiones como mensajes divinos en los cuales no se ve a sí mismo como el salvador de la humanidad sino como el garante de su exterminio: la construcción del arca sirve para salvar a los inocentes —los animales— pero Noé y su familia están destinados a ser los últimos seres humanos sobre la faz de la tierra. Aronofsky, especializado en hacer filmes cuyos protagonistas van perdiendo el sentido de la realidad (y que en sus mejores momentos logra transferir al espectador dicha desorientación), encuentra en Crowe precisamente lo que necesita: un actor habituado a encarnar héroes con un sentido del deber capaz de llevarlos a la violencia extrema y al asesinato.

Aunque Aronofsky se encarga de darle su propio giro a este relato y llena los espacios en blanco de la versión bíblica con preocupaciones propias de su cine, no se puede pasar por alto el hecho de que se trata de una historia que involucra a la humanidad entera y a un juicio sobre su destino y significado existencial. La gravedad del asunto hace que la película se vuelva sumamente seria a pesar de contar con momentos risibles como la inclusión de ángeles petrificados que más parecen fallidas criaturas de Tolkien o Transformers pobremente manufacturados. De hecho, el malo de la película con su aspecto de vikingo voraz, además de tratarse de uno de los descendientes de Caín —raza culpable de la corrupción que ha manchado la creación—, es el único que presenta la vivacidad de la que el resto de personajes carece, por más plano, acartonado y cercano al de un villano de cómic que sea su papel.

El personaje de Noé, en cambio, y aunque compensado por los matices emocionales del resto de personajes, está invadido por la solemnidad, por un ánimo que lo lleva a la pesadumbre. Sin embargo, el gravísimo dilema que debe enfrentar —la vida de su familia versus la obediencia divina— puede leerse finalmente como un falso dilema pues se le presentan demasiados signos que indican la necesidad (o el mandato sagrado) de que el género humano sobreviva: Ila, hija adoptiva interpretada por Emma Watson (la famosa actriz que acompaña las aventuras de Harry Potter), pasa de la esterilidad a la fertilidad y da a luz gemelas. 


Aun así, los signos no resultan del todo claros para Noé y se ve obligado a elegir entre la culpa o la obediencia, disyuntiva fundamental de la psique cristiana. Como escribe William James: “Son la melancolía religiosa y la ‘convicción de pecado’ las que han jugado un rol fundamental en la historia de la cristiandad protestante. El interior del hombre es un campo de batalla para lo que siente como dos versiones hostiles y mortales de sí mismo, la una actual, la otra ideal”.  No resulta fuera de lo común que Hollywood reafirme valores como los de la familia devota, el heroísmo individualista, el trabajo sacrificado y, por supuesto, la ya mencionada obediencia, pieza clave de la civilización cristiana. Según Soren Kierkegaard: “la perfección en el cristianismo es precisamente la autoridad, que el cristianismo cuente con la verdad en su forma más perfecta, la autoridad, implica que si se pudiera contar con la misma verdad pero sin autoridad, se trataría de una verdad menos perfecta”.  Autoridad y fe: ¿cuántas guerras habrá producido la conjunción de ambas nociones?


Si bien el director de Noé debe haber enfrentado este esfuerzo fílmico como un desafío artístico o al menos técnico, pues el largometraje cuenta con grandes escenas de batalla, alucinaciones en colores saturados, un recuento de la creación que es como un inserto de videoarte
high tech (en la cual Adán y Eva cuentan con un sospechoso aspecto alienígena); el resultado final de todo este trabajo es una fábula moral. Las dudas del patriarca y el sufrimiento de quienes lo rodean se zanjan con un final feliz que la partida de uno de sus hijos, herido por la ceguera dogmática del padre, no es capaz de opacar. Y eso, que el ser humano merece una segunda oportunidad sobre la tierra, ya nos lo dijo la Biblia. El arco iris que se abre como una onda mágica en el cielo al final de la película es la señal de que Noé no ha sido una víctima de su imaginación sino que, efectivamente, sus intuiciones estaban conectadas con la voluntad del creador.


Este hecho parece suscribir la película a la doctrina de la
felix culpa (caída afortunada), que sugiere que la caída de Satanás y la expulsión de Adán y Eva del paraíso (y, por ende, la corrupción que se apodera del mundo y su destrucción por medio del diluvio universal) son actos que dios, como ente todopoderoso, planeó y que, por lo tanto, se trata de eventos esencialmente buenos y necesarios. El bien está determinado por el mal y viceversa: Satanás no puede existir sin el creador y el creador no puede alcanzar su total significado sin Satanás.


¿Pero qué sucede cuando al género humano le es permitido seguir habitando el planeta? Lo más seguro —nos lo enseñó tanto la historia como el cine— es que haga efectivo su deseo de dominio y encuentre el camino hacia la tiranía.
Pompeya es un filme que no escapa a ninguno de los clichés visuales de buena parte del cine histórico y, como es de esperarse en estos casos, está condimentado con un romance demasiado previsible. Se trata de una película enfocada en un desastre natural que también es una película de gladiadores pero que, finalmente, quiere ser una alegoría sobre el poder y la fragilidad humana. El desastre volcánico que cierra esta ficción puede entenderse como un castigo de los dioses o también como la ironía cósmica que opone la soberbia imperial a la contingencia física que condiciona cada acto de nuestra especie.


Todo comienza cuando los romanos liquidan una tribu de jinetes celtas. El único sobreviviente, quien de niño fue testigo de la masacre, es convertido en esclavo, en un gladiador cuya habilidad para calmar a los caballos llama la atención de una joven aristócrata de
Pompeya. A pesar de la pulida belleza y el impresionante diseño visual del filme, su territorio resulta demasiado familiar, Hollywood ha mantenido una larga obsesión con el Imperio Romano. Paul W. S. Anderson, quien por primera vez desde 2008 no cuenta con su esposa Milla Jovovich como protagonista, solamente logra que su cámara se destaque en la coreografía de las escenas protagonizadas por los gladiadores y sus combates de espada. De ahí, que el filme trate de forzar su significado final.


La aterradora erupción del volcán Vesubio (que amenaza con sus fumarolas y produce temblores desde el inicio del filme) acaba con Pompeya, con sus casas y habitantes pero no es capaz de acabar con el amor. No, por lo menos, con su memoria o su noción abstracta y descorporalizada. El beso final que se dan los amantes protagonistas, mientras la lava los consume, perdura como una especie de estatua de ceniza, una escultura extradiegética (fuera de la ficción interna de la película) dedicada a un público al que no se le puede dejar salir de la sala de cine sin un final feliz, aunque sea de manera sobreimpuesta.


Es el fin del mundo (de un mundo) pero no el fin del
happy ending. Con la destrucción de Pompeya aprendemos que se puede hacer la misma película decenas de veces y seguir llenando las salas de cine. El Imperio Romano es, sin lugar a dudas, uno de los greatest hits del temario cinematográfico de todos los tiempos. Y no solamente porque resulta natural trazar una línea transhistórica que conecte al Imperio Romano con el imperialismo estadounidense sino, además, porque permite que la guerra y la crueldad del hombre contra el hombre (y contra la mujer) adquieran una brillosa pátina de historia antigua, un esplendor épico que solo pudo haberse dado en otra época. En esto Hollywood es profundamente romántico, basta sentarse a ver una ceremonia de los premios Óscar para encontrarse con todo un panteón de dioses y semidioses de la gran pantalla rendidos ante el dictamen olímpico que los celebra como si fueran héroes. El glorioso pasado recreado en Pompeya es una proyección del presente y, a la vez, opera como una advertencia futura: el fin puede estar cerca.


Pero ese sería un mensaje demasiado grave y existencialista como para una película de este estilo y factura. (¡Hazte a un lado Ingmar Bergman!). Resulta inevitable que un brillo de romance y de bondad recubra el fatal desenlace. La idea del amor como testimonio eterno de una existencia (que además involucra la de toda una civilización) supone, además de una mirada condescendiente frente a las tensiones de clase social (aristócrata ama a esclavo y viceversa), una moraleja que quiere criticar el poder absoluto y la tiranía pero que se place en presentarlos como motivos fílmicos inescapables: “así se narra una película sobre el Imperio Romano”, parece decirnos
Pompeya. Grandes brochazos de tecnicismo fílmico, monarcas glorificados en una grandeza que la degradación no termina de deslucir y prohibiciones de amor.


Y todo esto para que, efectivamente, el mundo llegue a su fin y los posibles sobrevivientes tengan que vérselas con los despojos de un planeta destruido.
Divergente narra la historia de una chica inquieta y talentosa en medio de un Chicago postapocalíptico en el cual la vida de cada individuo debe obedecer a una reglamentación estricta. Cada persona nace dentro de una casta cuyo rol está predeterminado por una superestructura que lo rige todo: los pertenecientes a Audacia, por ejemplo, cumplen los roles que ocuparían a la milicia o a la policía. La protagonista no se siente parte del grupo en el que ha nacido —llamado Abnegación y dedicado al servicio social—, su situación está diseñada para servir como foco de identificación para un público juvenil que, como ella, debe migrar al compartimentado mundo de la adultez a pesar de ser una divergente, un sujeto que no puede ser categorizado pues cuenta con habilidades especiales. Así, pese a la sospechosa similitud entre esta película y la saga de The Hunger Games (además de también estar basada en un libro para adolescentes y ser el vehículo para un nuevo éxito fílmico centrado en una heroína que, sin embargo, obtiene un trato condescendiente si se la compara con los héroes masculinos de otras sagas), lo que interesa es el sentido del orden y la disciplina que articula la película.


Efectivamente, para evitar otra debacle global, esta sociedad distópica carga con la misma culpa a la que debía enfrentarse Noé o los reciclados héroes romanos: la única forma de salvar el mundo es la restricción de las fuerzas humanas. Por supuesto, el emplazamiento de estas limitaciones está a cargo del poder con el que los propios humanos se han investido. Existe, para usar los términos que emplea Michel Foucault, una economía política del cuerpo, un disciplinamiento que administra la energía de los individuos y que pretende garantizar —desde la vigilancia y la producción de tecnologías de control— el orden social.


Tanto
Noé como Pompeya pueden entenderse como lecturas contemporáneas frente a la angustia ambiental y la insensatez humana. Divergente, en cambio, a pesar de su narración previsible y el acartonado romance que se va tomando la película cuando su argumento se ha agotado en sí mismo (y en la pobreza coreográfica de sus escenas de acción), ofrece la proyección de un posible fin del mundo: una sociedad en la cual la hipervigilancia pretende, como dice el personaje tiránico interpretado por Kate Winslet, eliminar la debilidad, es decir, cierto sentido de la humanidad. Lo que queda es la obediencia ciega a la ley y, por lo tanto, la categorización rigurosa, el control total.


Como se puede ver, tanto en el apocalipsis diluviano como en su versión imperial o posmoderna, siempre que sobreviva el ser humano, es imaginable que la humanidad se conduzca a sí misma hacia un nuevo apocalipsis. Así este se trate de un apocalipsis en vida o de un fin simbólico. Paralelamente, aunque el apocalíptico fin del cine se haya anunciado tantas veces (cada vez que el séptimo arte se ve amenazado por una nueva tecnología o formato de entretenimiento, por ejemplo) su posibilidad de crear películas desde las propias cenizas de la creatividad es un caso digno de atención, incluso si sus recliclados filmes no merezcan dicha atención.


Ya se anuncia por ejemplo, en grandes carteles y tráilers, el arribo de la bestia. La que acabará con todos nosotros: Godzilla.

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