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Los setenta y la deuda del intelectual en Fuga hacia adentro

Los setenta y la deuda del intelectual en Fuga hacia adentro
Foto: Carina Acosta / El Telégrafo
07 de abril de 2018 - 00:00 - Guillermo Morán Cadena. Periodista

Este año el milenio cumplió su mayoría de edad: a la distancia, el siglo XX parece tomar forma. Nuestra mirada, en su trayectoria hacia el pasado, nos muestra un panorama que antes nos era familiar y ahora luce exótico. Alicia Ortega, en Fuga hacia adentro.

La novela ecuatoriana en el siglo XX, recientemente publicada por la Universidad Andina Simón Bolívar y editorial Corregidor de Buenos Aires, comparte un amplio y ambicioso estudio que nos trae de vuelta ciertas novelas y reflexiones en relación a ellas surgidas durante el siglo pasado. Reivindicando la importancia del discurso crítico en la construcción de una tradición novelística, y analizando obras hito —en un canon no por personal menos riguroso— la autora consigue delinear una ruta que se alimenta de interrogantes vitales que han constituido el género.

Este ejercicio inevitablemente nos remite a pensar el presente en términos de continuidades y discontinuidades. ¿Podemos hablar hoy de una tradición novelística ecuatoriana? En ese caso, ¿cómo la novela actual responde a esa tradición? ¿Se han asumido las preguntas pendientes que dejaron los escritores del siglo XX? ¿Nos interesan, las hemos olvidado? Prefiero dejar esas interrogantes al aire, sin el propósito de evadirlas sino para que queden en estado de latencia.

Quiero enfocarme en la mirada de Alicia Ortega respecto a dos novelas relevantes de la década de 1970: Entre Marx y una mujer desnuda (1976) de Jorge Enrique Adoum y Polvo y ceniza (1979) de Eliécer Cárdenas. Regresar a ellas es trazar una trayectoria hacia el pasado y notar cómo ha mutado el género, además tomando en cuenta la idea de tradición evidenciada en ellas.

Un aspecto medular dentro de la reflexión, tanto en la crítica como en la novela ecuatoriana del siglo XX, ha sido el tratar de comprender el rol del intelectual en nuestra sociedad. Esta reflexión es transversal a la novelística desde la Generación del 30 —que se configura como referente sobre el cual se volverá continuamente— hasta finales de siglo, donde Ortega nos dice:
La tradicional representación de la vieja alianza entre sujeto intelectual y sujeto popular se ve afectada desde una perspectiva de género y desde la mirada de un sujeto colectivo-indígena.

Al final del siglo, sabemos que el intelectual ya no es único portavoz de la injusticia y de los que no tienen voz, sino que debe aprender a convivir con una multiplicidad de voces que terminarán por dar una estocada final al proyecto monolítico de estado-nación.

En las dos novelas mencionadas anteriormente existe, todo esto según Alicia Ortega, una compleja relación entre la figura del intelectual y el hombre de pueblo, el indígena, es decir, la otredad. Teniendo a las revoluciones de Cuba y Nicaragua y del Boom Latinoamericano como horizonte, Entre Marx y una mujer desnuda, «desde una hiperconciencia del acto narrativo» hila tres capas ficcionales sin un solo eje argumentativo, que en palabras del autor puede ser criticada por ser «demasiado intelectual».

Lo intelectual permite reflexionar sobre la realidad circundante, pero al mismo tiempo, es una barrera para entrar en diálogo con aquellos que serían capaces de llevar a la sociedad hacia un norte revolucionario, es decir, la masa popular. No puede interactuar con el indígena explotado, solo es capaz de construir una novela invertebrada, no amalgamada, tal como lo es la realidad cultural ecuatoriana (aspecto que es objeto de crítica también en Agustín Cueva).

Este conflicto e incomprensión entre lo que de manera general puede llamarse culturas orales y escritas siguen vivos en la narrativa de Adoum. A través del personaje Galo Gálvez, inspirado en Joaquín Gallegos Lara, la novela muestra cómo el intelectual quiere aproximarse a los indígenas sin mayor éxito. Galo Gálvez, en su viaje a Licán, intenta entablar diálogo con el indígena, pero este encuentro en realidad es un desencuentro, ya que el intelectual comprometido no logra descifrar el significado de sus danzas, de su modo de actuar. Lo único que consigue es que le expliquen que «la patria» es el bus que lo llevará fuera de allí.

Existe un tributo manifiesto al «maestro» Gallegos Lara, y al ponerlo en escena, entabla una superposición entre la Generación del 30 y su propio tiempo: «Su generación es otra: no aquella que creó en el país la inquietud por los cambios fundamentales para transformar al hombre y que nos dejó la única literatura de la que puede enorgullecerse el Ecuador, sino mi generación, la de los que hasta ahora no hemos hecho nada, ni siquiera literatura» dice la voz autoral en un prólogo insertado ya muy avanzada la novela.

El intelectual, «campanero» que «desde la altura de su privilegio de clase» y «jorobado» porque «frente a ellos ser escritor es una deformidad», está llamado a despertar al pueblo y rebelarse contra sus amos. Sin embargo, en la novela, este rol de campanero es irrelevante para los mismos indios que prescinden del intelectual para conspirar. ¿Será esta una predicción de la manifestación indígena de la década de 1990, cuyos protagonistas luego llevarían a cabo la elaboración del proyecto político de la Conaie, que articuló —por supuesto, mediante un recorrido histórico en donde el rol del intelectual también tuvo su parte— su propia visión de cómo debería manejarse el Estado ecuatoriano?

El fracaso entre el diálogo del hombre de pueblo y el intelectual se evidencia una vez más en Polvo y ceniza de Eliécer Cárdenas. Aquí el hombre de pueblo es un bandido legendario, Naún Briones, que nos llega a través de las voces populares que van hilando un personaje mítico en el austro ecuatoriano. Se trata de un personaje al estilo Robin Hood que castiga a los hacendados robándoles para luego dar a los pobres aquello que consigue. El esquema terratenientes y peones en una relación de explotación inmisericorde es la misma que la denunciada por la Generación del 30 —la novela está ambientada a inicios del siglo XX—, sin embargo, la forma en la que está hilada la novela, con saltos temporales y retazos de discursos varios, responde a un nuevo momento histórico. De todas maneras, es imposible no pensar en la novela de Cárdenas como un diálogo con el realismo social, un intento de jugar con sus fortalezas y explorar sus limitaciones desde un nuevo ángulo.

Aquí la relación entre el intelectual y el pueblo se da entre Naún Briones y Víctor Pardo, quien hace la figura de intelectual en busca de la revolución. Aquí, si bien se establece una alianza entre el poeta que compone los versos heroicos acerca del bandido justiciero y el personaje detrás del mito, el fracaso viene del desencanto, de la imposibilidad de consolidar esta alianza.

Después de este breve recorrido, podemos retomar la interrogante por la existencia de una tradición literaria y de cómo los nuevos narradores la asumen, la ignoran o la recrean. Ahora mismo solo esbozo unas ideas. La pregunta por el sentido del escritor, es decir, por el intelectual, parece atenuarse para dar paso al sentido de la escritura. La tradición igualmente suele ser retomada desde una perspectiva lúdica, creativa.

Se me ocurre el caso de Vita Frunis (2014) de Esteban Mayorga, novela breve que transcurre en la periferia urbana norteamericana, entre tráileres y ciudades fantasmas, donde el único anclaje al Ecuador es un personaje marginal que, al hablar de su terruño, menciona al Ruiseñor de América, a Marián Sabaté y a Geovanny Dupleint como referentes. Sin embargo, esto no es todo, porque lo quiteño se permea a través de toda la novela mediante algo que me gustaría llamar traducción experiencial: aunque el narrador es un «gringo», su lenguaje, incluso sus sueños, es decir, su experiencia del mundo, es asumida desde un lenguaje coloquial quiteño.

A su vez se puede ver un tributo vedado a los Amantes de Sumpa, restos arqueológicos abordados a través de la poesía tanto por Iván Carvajal como por el mismo Jorge Enrique Adoum. En la novela de Mayorga, se podría especular que existe una parodia al abordaje de estos restos en la tradición literaria mediante la narración argumental de la ficticia y absurda película Dos Amores, ambientada en el siglo XI, donde una pareja de un chino y una malasia son enterrados juntos y resucitados para combinar sus mitades en una búsqueda de amor hermafrodita.

También podemos recordar La desfiguración Silva (2015) de Mónica Ojeda, ambientada en Guayaquil y cuyos protagonistas, los cautivantes y fanáticos hermanos Terán, deciden reconstruir una tradición al inventar a una cineasta mujer, Gianella Silva, e integrarla, jugando con la historia y falseándola, al grupo de los tzántzicos. El porqué de la escritura es transversal a la novelística de Ojeda así como el tema del intelectual lo es en Entre Marx y una mujer desnuda. Eso solo citando un par de ejemplos.

El recorrido que hace Alicia Ortega a través de la novela ecuatoriana del siglo XX nos permite preguntarnos acerca de una idea de posible tradición, para luego ampliar las preguntas posibles acerca de la narrativa actual, esto es, tratar de entender hacia dónde ella se ha fugado, qué preguntas quedan pendientes y cuáles ya no interesan responder. (I)

Alicia Ortega delinea a la novela ecuatoriana del siglo XX en Fuga hacia adentro.

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