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Alfonso Armada: la guerra y la poesía

Alfonso Armada: la guerra y la poesía
19 de octubre de 2015 - 00:00 - Xavier Gómez Muñoz, Periodista

El nombre puede ser destino. Lo demuestra la vida del periodista y escritor español Alfonso Armada (Alfonso: de origen germánico Adelfuns, Noble dispuesto a luchar/ Armada: escuadrón, fuerzas navales). Armada nació en la ciudad de Vigo, en 1958. Estudió periodismo y teatro en Madrid. Y años después, sin sospecharlo siquiera, pasó de pluma destacada en las páginas culturales del diario El País a corresponsal de guerra en Bosnia y varios conflictos africanos. Ha cubierto el cerco de Sarajevo, el genocidio de Ruanda y todo tipo de enfrentamientos en El Congo, Liberia, Mozambique, Sudán, Somalia, Angola..., sin dejar desfallecer la sensibilidad que le permite escribir obras de teatro, poesía, relatos, crónicas.

Entre 1999 y 2005, trabajó como corresponsal en Nueva York para ABC, y luego se unió a su redacción en España. Cuadernos africanos (1998), España de sol a sol (2001), Los temporales (2002), El rumor de la frontera (2006), El silencio de Dios y otras metáforas: una correspondencia entre África y Nueva York (2008), Diccionario de Nueva York (2010), Fracaso de Tánger (2013) y Sarajevo (2015) son algunos de sus libros. Este último es un trabajo periodístico que surgió de los diarios personales que escribió en su paso por la guerra de Bosnia, registro de uno de los momentos más duros de la historia europea reciente.

Armada comparte actualmente su tiempo entre su trabajo en ABC y la revista digital que dirige, FronteraD. Desde una sala llena de libros, en su casa de Madrid, estas son sus respuestas.

Considerando la influencia de las nuevas tecnologías con respecto a la producción y consumo de la información, ¿qué espacios quedan para los trabajos periodísticos de largo aliento?

Si hablamos de España, creo que no hay muchos espacios para desarrollar la crónica tal como la entendemos en América Latina: reportajes extensos, con muchas fuentes, reporteo, historia, ambientes, contexto. Mi impresión es que ese estilo se ha desarrollado sobre todo en América Latina a partir de revistas que están haciendo el mejor periodismo, como Etiqueta Negra, El Faro, El Malpensante, por ejemplo. En ese sentido, hay una gran paradoja que ha topado en más de una ocasión Martín Caparrós: hay medios escritos que parece que tienen una mala relación con la materia prima, que es la escritura. Una especie de lugar común que se escucha, y me temo que no solo en España, es que nadie lee. Y eso resulta paradójico cuando lo dicen los responsables de medios escritos, lo cual se ha agravado por esa conciencia un poco fatalista de que no queda más remedio que utilizar Internet.

Internet, entre sus muchas posibilidades, permite juntar textos sin límite de espacio y fotografías. Sin embargo, la doctrina dominante lo que propone es la redacción de textos muy breves, con muchas negritas, párrafos cortos y muchas imágenes para atraer a los lectores, que en realidad no son lectores sino ‘heroinómanos’. Son gente a la que le gusta darse pinchazos (consumir ráfagas de información breve). De hecho, en España se habla de conseguir pinchazos en Internet. Y da la sensación de que algunos periódicos corren el riesgo de convertirse en dealers, en mercaderes de pequeños pinchazos informativos que no iluminan nada.

¿De dónde viene ese desdén de los medios por la escritura?

Sospecho que viene de una cierta desconfianza de los responsables de los medios en la materia prima, y también en la capacidad del periodismo para cambiar nuestras vidas. De la falta de conciencia de que para explicar una historia en toda su complejidad hace falta tiempo. Siempre se ha dicho que el tiempo es oro, pero en los medios tal como están concebidos hoy en día, ese es un bien escaso. Me parece que después de haber criticado tanto a la televisión, los medios escritos y digitales se han convertido, en gran medida, en una especie de repertorio de pequeñas ventanas más o menos entretenidas en las que se ofrece algo de información. En cambio una crónica que está bien hecha, en la que hubo tiempo para investigar, cotejar información, revisar archivos, libros, documentos, salir a la calle a fin de cuentas y escuchar con mucha atención y escribir con cuidado, nos ayuda a entender objetivamente el mundo. Cuando los periodistas nos convertimos en una especie de buitres que llegan con el micrófono a buscar únicamente un titular o una imagen, se genera una relación perversa entre la fuente y el reportero, así como entre el medio y la realidad, porque se producen fragmentos de información que no tienen sentido. Y a medida que los medios contamos la realidad de forma tan breve, contribuimos a difundir la impresión de que el mundo se ha vuelto incomprensible.

Es decir que los medios pueden ayudar a generar confusión…

Creo que todo tiene que ver con el sentido de la vida. Ahora hay una obsesión por la velocidad, por llegar lo más antes posible. Hay una especie de aceleración de la muerte, como si todo debiera ser rápido, superficial, instantáneo. Pero la crónica lo que propone es vamos a parar un poco, a esperar para ver si lo que estamos haciendo tiene sentido. ¿Adónde vamos tan deprisa? ¿Qué sentido tiene esta velocidad de llenar tantos espacios con noticias breves, si al final no sirven para nada? Creo que tenemos que regresar al periodismo esa capacidad de contar el mundo y convertir la experiencia de informarse en algo que ilumina. Para eso es fundamental el tiempo.

¿Cuáles son los temas que está dejando de lado el periodismo actual?

A pesar de la cercanía de España con África, el mapa del continente africano, al igual que en los tiempos de Joseph Conrad, sigue siendo una especie de masa oscura en la que conocemos algo de los kilómetros más próximos a la costa, pero el interior es un gran enigma. También me parece que hay una falta de explicación sobre temas que nos competen a todos, en el plano social, económico, político. Y que no se están contando bien los conflictos. A pesar de que aparentemente hay mucha información sobre Siria o Turquía, por ejemplo, seguimos funcionando en base de estereotipos.

He leído en entrevistas recientes que no le agrada del todo la etiqueta de ‘corresponsal de guerra’. ¿Puede llegar a incomodar esa distinción?

A mí sí me incomoda. Es verdad que he cubierto unas cuantas guerras hace ya mucho tiempo en Bosnia y después en África, durante 5 años. Y claro, ahí también hay una paradoja que criticaba Kapuscinski: si únicamente informamos de guerras africanas al final terminamos destilando en la memoria de la gente que África equivale a guerra. Pero por la propia dinámica de los medios, yo solía viajar mucho a África: cuando había un golpe de estado en Burundi, una hambruna en Sudán, una epidemia de ébola en El Congo… Sin embargo, he intentado también contar otras historias. Por ejemplo, escribí acerca de teatro en Mozambique y en Ruanda. A veces conseguía publicarlas, a veces no.

Y a pesar de que he cubierto guerras y admiro mucho el trabajo de los corresponsales, nunca me he sentido cómodo con esa casaca. Creo que un corresponsal de guerra debe saber mucho de historia, por supuesto, pero también de estrategia militar, de balística…, eso ayuda a entender lo que pasa. En mi caso, lo que me interesaba era contar historias para que la gente que no estuviese en la guerra pudiese ponerse en ese lugar. Y contaba cómo los que viven en Sarajevo, por ejemplo, hacían para lavarse, para conseguir comida o para calentarse; cómo se iban al teatro; cómo se enamoraban o cómo celebraban sus cumpleaños.

¿Cómo lidiar con el miedo en situaciones tan terribles como una guerra?

En Sarajevo teníamos estrategias. A veces cuando disparaban directo al hotel y retumbaba todo, algunos compañeros solían bajar al sótano, donde quedaba una discoteca, que era el lugar más seguro. A pesar de que yo también tenía miedo, me decía: voy a dejar el sótano como último recurso, para cuando ya no aguante más, y al final nunca bajé aunque muchas veces tuve ganas de hacerlo.

Después encontré otra manera, que aprendí trabajando con algunos fotógrafos. Ellos tienen que acercarse, como decía Robert Capa (mítico fotógrafo de guerra). Eso es inevitable, deben meterse en la atmósfera para componer y para entender. Entonces, me di cuenta de que cuando los fotógrafos se meten en su trabajo están tan concentrados que se abstraen de su propio miedo. Es como si tuviesen una especie ecológica de chaleco antibalas. Como plumilla pasa lo mismo. El hecho de estar ahí constantemente escribiendo hacía que me preocupara menos de mí mismo y de mi propio miedo, y eso a fin de cuentas le da sentido a lo que estás haciendo. Estábamos ahí para contar lo que ocurría. Y la gente nos lo agradecía.

¿Cómo contar la violencia sin victimizar, condenar, ni tomar partido?

Creo que lo más fácil es contar lo morboso. En el genocidio de Ruanda leí crónicas en las que se hablaba de violencia ancestral, salvajismo negro, odio tribal, espanto que viene de otros tiempos, corazón de las tinieblas. Es cierto que en Ruanda mataron a cerca de ochocientas mil personas en cien días. Y a pesar de eso que es, sin paliativos, un espanto absoluto, se debe tratar de contar lo que se ve, se escucha y se confirma, sin cargar las tintas. Y bueno, hay historias tan tremendas que no necesitan adjetivos. Hay que esforzarse en buscarles una explicación, que a veces no tienen. Indagar en el contexto económico, político, social. Buscar razones.

En su caso ¿qué aspectos de la guerra deseaba mostrar? Hace un momento mencionó algo del teatro.

En Sarajevo el teatro fue muy significativo. Primero cuando Susan Sontag (escritora estadounidense) fue a Sarajevo por su hijo (el también escritor David Rieff, que trabajaba en su obra Slaughterhouse: Bosnia and the failure of the West. Entonces ella se planteó: “No soy una turista de la guerra, ni periodista, ni trabajo como médico ni soy misionera, qué puedo hacer Ante el dolor de los demás” (así se titula el libro que escribió Sontag). Pues bueno, haciendo teatro ella encontró un sentido. Y en mi caso, me enteré de que los actores habían llegado a la conclusión de que era más importante, para preservar la humanidad de la gente, hacer teatro que ir a combatir al frente. Entonces montaron una obra que se llamaba El Refugio, y para ir a los ensayos debían atravesar calles que estaban batidas por francotiradores. Es decir que el público, cuando iba al teatro, también se jugaba la vida. Hubo quienes murieron yendo a ensayar. El teatro, en una circunstancia como esta, adquiere un valor inusitado, pues permite comprender la guerra y contribuye a que no se pierda esa capacidad de razonar acerca del mal que somos capaces de hacer o evitar.

¿Por qué alguien arriesga la vida para ir al teatro?

Porque cuando no esperas nada, cuando no hay luz, no hay agua, la posibilidad de abstraerte del horror es tan reducida que… Bueno, yo recuerdo el espanto que se nos hizo ver a un hombre, a un gran escritor y lector, quemar su biblioteca para calentarse. ¿Harías lo mismo para calentarte? Si hace mucho frío seguramente sí. Pero bueno, el teatro era una forma de salir de lo mismo, de verte desde afuera. Había gente que se jugaba la vida para ir a coger agua y lavarse, porque ese sencillo acto significaba no convertirte en una alimaña, estar decente, no oler mal, no perder su humanidad.

¿La guerra ha marcado también su poesía?

Sí. Tengo un libro que se llama Los Temporales, que está escrito en Nueva York, en la época de los bombardeos de la OTAN contra Serbia. Son poemas que hablan estrictamente de la guerra. La verdad es que todos vivimos más de una vida. Y no somos los mismos cuando estamos en nuestra cotidianidad, o en nuestro trabajo, que cuando estamos en un conflicto armado. Es como cuando vemos en las páginas de los diarios refugiados sirios llegando a una costa y al lado un anuncio de un reloj o un perfume. Todo eso forma parte de nuestra experiencia de vida, somos un compendio de muchas contradicciones.

¿La poesía puede encontrar belleza incluso en la guerra?

Ahí nos metemos a un terreno muy pantanoso. Es más, hoy mismo leyendo un periódico portugués encontré una crítica muy fuerte a la obra de Sebastião Salgado (fotógrafo brasileño), pues cuestionaba hasta qué punto existe el riesgo de estilizar el dolor. En el caso de Salgado, él tiene fotos fantásticas en blanco y negro, grandes composiciones panorámicas de momentos muy duros. Y bueno, es verdad que se puede encontrar belleza en el espanto, momentos conmovedores en circunstancias tremendas. Eso pasa también en la poesía, pero hay que tener cuidado. Volviendo al corresponsal de guerra, cuando él desea tener experiencias intensas o vivir momentos duros únicamente para poder contarlos o tener buenas fotos, puede estar sirviéndose del dolor ajeno para tener una buena historia. Y ahí hay algo perverso.

Pero no necesariamente pasa eso solo con el corresponsal de guerra. La estética ha demostrado que es muy capaz de eclipsar un hecho periodístico o situaciones sociales muy duras...

Por eso hay que ser fiel a los hechos, utilizar palabras precisas que pongan al lector en el lugar correcto, que sienta lo que el que cronista ve. Y no se debe olvidar que estás ahí para contar un hecho, no por una especie de necesidad de peligro para justificar tu vida. En estos temas se vive una suerte de adrenalina que si no se maneja con cuidado puede convertir a muchos en adictos a la guerra, porque les hace sentir más vivos que nunca. Pero hay otro punto que puede resultar paradójico: cuando escribo, intento que los textos no mueran con el día. Es decir que tengan valor informativo, pero también un valor literario. Esa es también una forma de ser honesto con lo que ves. Hacer una construcción bella, pero no en un sentido esteticista, sino desde un punto de vista sintáctico que ayude a comprender mejor las cosas. En la medida en que un texto está bien construido, tiene ritmo interno, usa palabras precisas, no exacerba el morbo, ni carga las tintas, pues bueno, le da cierta dignidad a lo que estás contando.

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