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Diálogo
Alejandro Katz: la gota que insiste
Alejandro Katz (Buenos Aires, 1960) es uno de los editores argentinos —y hay muchos— más refinados y solventes de la escena editorial contemporánea en castellano. Durante 20 años fue parte de la mítica editorial Fondo de Cultura Económica (FCE) en su filial argentina, y durante 10 fue el director único de —nada menos— su catálogo general de ensayo traducido. Lo cual significa, en buen romance, que por sus manos (por su intuición, por su instinto lector) pasaron los manuscritos de textos todavía no introducidos en el clima intelectual de nuestra lengua, como algunos de Paul Ricoeur, Richard Rorty o Karl Löwith, por decir tres nombres.
En 2006 abandonó el FCE, cansado, dice, de ciertas “inercias institucionales”. Así le gusta hablar a Katz, salpicando expresiones contundentes en un fraseo largo y esforzado, influido, es de suponer, por su hábito de dialogar con textos dilatados y exigentes. En ese mismo año formó su propio sello, Katz Editores, presa del entusiasmo voraz que inflama a quien finalmente es capaz de renunciar a un empleo que ha absorbido amplios años de su vida. Hoy, Katz tiene en su catálogo cerca de 190 títulos, entre los que ha fichado protagonistas del star system académico, como Jürgen Habermas, Michel Foucault o algunos premios Nobel, pero también ha introducido figuras hasta entonces poco frecuentadas en español como Saskia Sassen (socióloga holandesa, autora de La ciudad global), o Roger Chartier (influyente historiador francés de la cuarta generación de la Escuela de los Anales).
En realidad el suyo es uno de los sellos independientes (independientes, se entiende, del gran leviatán del mercado editorial del entretenimiento, o, al menos, militantes en la guerrilla de resistencia en su contra) más sofisticados de la lengua castellana y uno de los pocos que, en esa línea (digamos en esa intención ideológico-mercantil), se dedica a editar “conocimiento” en sentido amplio: filosofía, epistemología, sociología, historia, antropología, biología, neurociencia, psicología...
Hace poco estuvo en Quito, invitado por la Universidad Católica para su 48 Feria del Libro, y ofreció dos charlas sobre los problemas de la edición contemporánea de pensamiento en América Latina. El interés y el contenido de sus charlas resultó inversamente proporcional a la cantidad de asistentes, pero Katz, habituado a las empresas difíciles, se lo tomó con filosofía y planteó —con empaque teórico pero con tono desenfadado— algunas tesis “fuertes” acerca de la relación entre el objeto libro y la problemática construcción del “debate público de ideas” en América Latina.
En sus libros se nota una intención intelectual de apuesta por el ‘objeto libro’, digamos que se nota la mano del editor. En ese sentido…
Bueno, gracias. No hay nada mejor para un editor que las confesiones de un lector (risas). Es que el de uno es un trabajo anónimo. El editor tiende a desaparecer entre el autor y el lector…
… pero hacer libros sofisticados en un tiempo como este, en una región como América Latina ¿qué sentido tiene?, ¿el libro de papel no se está volviendo, como dicen, un formato del debate público en franco descrédito?
La pregunta tiene muchos matices, muchos relieves y muchos enfoques. Hay un filósofo argentino que tiene un blog al que ha titulado con una frase antigua: “La causa victoriosa complació a los dioses, mas la derrotada a Catón”. Y bueno (sonríe) uno está siempre luchando del lado de Catón. Las batallas que nosotros damos pueden parecer perdidas. Pero hay que preguntar: perdidas en relación con qué. Con las ganadas, obviamente, es decir con las de una cultura homogénea, acrítica, que cancela la dimensión individual de los sujetos para convertirlos en consumidores, que descree —bajo la forma de creer mucho en él— en el debate público, que pretende precisamente cancelar ese debate porque lo considera conflictivo. Esa es la causa victoriosa. Quizá sea inevitable. Pero eso no significa que no debamos luchar por una causa perdida.
No se trata de una visión romántica del héroe que proclama su verdad durante su agonía, sino de una visión política de compromiso público, de confianza en sistemas de valores y de ideas, en el valor de la palabra y de la palabra pública como la forma de expresar el conflicto social.
¿Una palabra que “rescate” el conocimiento, o el episteme que llaman, frente a la doxa?
Bueno, la palabra puede provenir también de la opinión. Y esto no es malo cuando la opinión está informada, reflexionada y sentida. Pero, claro, también la palabra expresa el conocimiento, es decir un discurso que obedece a reglas de aproximación a formas nuevas, provisorias, de la verdad y de la relación del humano con el cosmos y con los otros. Creo que nuestro proyecto editorial expresa el interés por una palabra pública, a la vez de la opinión y del conocimiento. Lo cual quiere decir que no se establecen jerarquías de saber, pero no quiere decir que no haya reglas de validación de la calidad de sus intervenciones. Diría que se trata de un proyecto claro que se plantea como minoritario pero que, obviamente, no quiere ser minoritario.
¿No se resigna a las minorías?
No se trata de resignación sino del reconocimiento de una realidad. Desde luego, desde el punto de vista empresarial, este no es un proyecto sencillo, sobre todo en una época como esta en la que factores de muy distinta naturaleza contribuyen a poner distancia entre el público y libros como los que nosotros editamos.
Las otras actividades que usted ejerce, como la columna de opinión y la cátedra universitaria, parecen variaciones de un mismo interés compartido con la editorial. Algo así como una preocupación constante por participar en este debate público…
Es así. Aunque ahí yo haría una observación que me parece importante: Katz Editores no expresa necesariamente la opinión de Alejandro Katz. La editorial tiene reglas de construcción de un discurso que son válidas aún si son diferentes o contradictorias con mis ideas en tanto ciudadano que interviene en el debate público. Intento dentro de lo posible mantener los roles separados.
¿Su interés es introducir voces desconocidas en español?, ¿militar en el margen del star system?
Me dejaría muy bien parado decir que tienes razón (risas). Pero no sería honesto. El catálogo mismo en algunas de sus áreas lo desmiente. Aunque es relativamente joven el sello tiene publicados tres o cuatro premios Nobel, lo cual es estar en el centro mismo del star system… En el diseño intelectual del catálogo hay algunos postulados que se han ido mostrando razonablemente, me parece. El primero es descreer del fetichismo de la novedad… (hace una pausa para dejar que su afirmación se sedimente en el aire. Y sigue). Lo bueno no necesariamente es bueno. Puede ocurrir que alguna vez interese algo nuevo, pero no por su condición de nuevo sino por sus calidades. ¿Qué hay ahí que pueda darle valor desde el punto de vista del conocimiento? En nuestro catálogo conviven clásicos contemporáneos con autores inéditos, o inéditos en nuestro idioma. Eso, además de tener una virtud intelectual, tiene efectos en el mercado porque cuando uno publica, por ejemplo, El discurso filosófico de la modernidad, de Habermas, llama la atención sobre su catálogo para que se descubran en él autores que no serían descubiertos si no hubiera una llamada de atención tan contundente como esa.
→Un filósofo argentino tituló su blog con esta frase: “La causa victoriosa complació a los dioses, mas la derrotada a Catón”. Y bueno, uno está del lado de Catón. Damos batallas que parecen perdidas. Pero perdidas en relación con qué con las de una cultura homogénea, acrítica, que cancela la dimensión individual de los sujetos para convertirlos en consumidores.
¿El siguiente postulado?
Otra premisa de la construcción del catálogo tiene que ver con suprimir las clasificaciones académicas. Nosotros publicamos historia, filosofía, filosofía política, biología, evolución, neurociencias, ética…, pero no hacemos colecciones para etiquetar estas obras. Creemos que la especialización está fragmentando el conocimiento de un modo que, a la vez, permite la constitución de élites, y fomenta una estrategia de exclusión. Claro, sería necio no reconocer que hay necesidades internas del conocimiento que fuerzan la especialización. Yo digo, por ejemplo, “Biología molecular”, y bajo ese nombre deben haber cincuenta cosas diferentes. Para poder trabajar en alguna hay que especializarse, conocer las herramientas, la metodología, el lenguaje, las técnicas de investigación, la producción en ese campo… Pero lo que digo es que, a veces, la especialización también funciona como un mecanismo de exclusión…
¿Exclusión epistémica, exclusión social?
La especialización permite capturar presupuestos de investigación y tener acceso a posiciones académicas, etcétera. Ahí hay un mecanismo de la especialización que debe ser puesto en crisis. Hay algo, además, que me parece más grave y que se revela en la pregunta: “¿A quién le habla una editorial como esta?”.
Buena pregunta.
Y, bueno, esta editorial le habla al ciudadano, no al experto. No lo excluye, desde luego. Pero no le interesa en tanto experto, sino en tanto ciudadano.
Tiene una opinión bastante elevada del ciudadano común…
Tengo una idea de lo que este ciudadano debería ser. A veces, el ciudadano de a pie coincide con lo que yo creo y muchas veces no (sonríe). Pero creemos que si la editorial se dirige al ciudadano va a hacerlo también a aquellos que, para entender el mundo contemporáneo, deben tener acceso a cuestiones de historia y de filosofía, de sociología y de biología…
Desde hace mucho que la ciencia no le habla a la gente de a pie…
Ha habido en la edición reciente en español —la de los últimos 40 años— dos importantes colecciones de ciencia, editadas por dos editoriales grandes. Una es Metatemas, de Tusquets, y la otra, Dracontos, de Crítica. Dos colecciones que se producen en una editorial básicamente literaria y la otra dedicada a temas de Historia y Ciencias Sociales. Hicieron colecciones de ciencia por fuera de su catálogo principal. Esta escisión entre conocimiento humanístico y conocimiento científico es una trampa a la que no debemos subordinarnos.
Una trampa inherente a la misma modernidad ¿no?
Claro que sí, pero no debemos subordinarnos a ella. No poner un libro en la colección de ciencia, significa invitar al lector curioso —que ya conoce a Habermas, a Sassen, a Chartier, o a quien fuere— a encontrarse con títulos que no habría encontrado si hubiesen estado ubicados al otro lado del muro que dice: Acá está la ciencia. Y que te pide credenciales para atravesarlo. En nuestro caso estos libros están junto con los otros libros.
¿Cómo se salta ese muro?
Eso exige que los libros de ciencia que publicamos, igual que todos los otros, tengan una característica: son libros de ensayo, no son libros técnicos. El ensayo es el gran género de la conversación pública porque supone al mismo tiempo la opinión, el conocimiento y la belleza en la expresión, es decir tener cuidado por el interlocutor. Libros de ciencia, escritos con ese espíritu, son bienvenidos en nuestro catálogo.
Pero el “ciudadano común” latinoamericano tiene sus especificidades fundamentales. ¿Una editorial sudamericana debería tenerlas en cuenta para plantear su concepción del conocimiento?
Esa es una pregunta para la cual ni el editor ni el intelectual tienen respuestas. Es decir que ambos se la formulan en sus respectivos espacios de trabajo. Cuando comencé, para mí, era importante hacer una editorial idiomática, no una editorial argentina que vendiera fuera de Argentina. De algún modo, la búsqueda de autores de fuera de nuestro idioma me ayudaba a dar una idea acerca de esto. Si hubiera sido una editorial mayormente de autores argentinos habría sido un sello local que exporta títulos. También eso pone un límite que hemos ido levantando lentamente. Una vez que se constituyó el núcleo del catálogo, empezamos a incorporar autores mexicanos, españoles y argentinos que articulan bien con el catálogo general. Es decir que no están pensando solo lo local, aunque hablen de lo local. Y cuyas ideas importa leer también en otros lados.
Ya, pero…
Ahora, esta no es una respuesta a tu pregunta… Y en verdad no tengo una respuesta a esa pregunta. Que es crucial. Pero creo que es una pregunta que no tiene respuestas sino que exige ser reformulada constantemente sin la esperanza de tener una respuesta definitiva.
Entonces ¿cómo entiende la labor del editor de ideas en Sudamérica?
Al finalizar mi primera charla en esta feria, alguien me preguntó cuál es la responsabilidad del editor en la creación de lectores porque en sociedades como las nuestras es necesario crear lectores… Yo dije, con honestidad —porque pienso que es así—, que el editor no puede hacer nada para crear lectores. La creación del hábito de lectura profunda, sostenida, habitual, regular, etc., es uno de los procesos humanos más complejos desde el punto de vista cognitivo. Hay pocas cosas más complejas que sentarse en silencio con un libro y sostener la lectura durante cuatro horas.
Es tan complejo que recién en la Edad Media los esfuerzos culturales colectivos consiguieron que se pasara de la lectura en voz alta a la lectura silenciosa. Y recién después de eso se consiguió pasar de la lectura intensiva de un texto, que se repite muchas veces, a la lectura extensiva —uso categorías de Chartier, no mías— que permite leer como leemos hoy. Pero esto fue hace menos de quince minutos en nuestra historia evolutiva. Llegar ahí fue un esfuerzo civilizatorio inmenso. ¿Cómo el editor podría hacer algo para hacer que esas capacidades sean creadas en un individuo? Quien tiene responsabilidad ahí es el núcleo familiar con una gran asistencia pública, durante mucho tiempo, con muchísimos recursos y con muchísima convicción. Hay cosas que el editor no puede hacer.
Pero puede adoptar un punto de vista, evidenciar el lugar desde el que habla…
Es cierto, el editor puede tomar partido. Que no pueda hacer todo no significa que no esté decidiendo qué hace ahora. ¿Por qué Katz no está avocada a problemas locales o a conflictos del contexto? ¿Por qué no es una editorial de coyuntura política o literaria? Pero la pregunta no debería ser por qué algo no es lo que no es sino cómo es lo que es: ¿Aquello, que ya es, tiene sentido?
¿O cuál es su horizonte de sentido?
¿Tiene un horizonte de sentido? ¿Merece la pena ese horizonte? ¿Los esfuerzos que hacemos para que esto exista se justifican desde el punto de vista colectivo y no solamente de la vanidad o la expectativa del editor? Bueno, las respuestas a esas preguntas las tiene que dar el público.
De acuerdo; y, en ese sentido, ¿qué tal las ventas?
Mi impresión hoy, a pesar de inmensas dificultades económicas y financieras, es que sí vale la pena que en América Latina tengamos buenas editoriales de conocimiento y que pongan en la conversación colectiva problemas fundamentales para nuestras vidas y las vidas de nuestras sociedades, que pongan en la discusión pública obras que nos ayuden a entendernos y entender a los otros, que nos den herramientas y que, sobre todo, nos den placer intelectual, algo muy desdeñado en la sociedad contemporánea. Pero es un desdén que lo paga quien lo padece no quien lo provoca porque se está privando de uno de los placeres físicos más intensos que puede haber.
¿O sea que no se vende bien?
Bueno, yo quisiera vender mucho más de lo que vendo. La vida sería mucho más fácil. Entre conferencia y conferencia tengo que estar mirando cómo está la cuenta del banco porque nunca está bien, nunca sobra… No es confortable… (ríe) Pero creo que vale la pena.
Algunas veces se ha sugerido que Katz es un sello elitista...
Espera. Lo elitista no es la editorial, las elitistas son las sociedades en las que vivimos que producen élites restringidas con acceso al conocimiento y, por otro lado, grandes sectores sociales excluidos. La editorial quiere compartir su catálogo con todos. Sería demagógica, al contrario, si subordinara su tarea a los lugares comunes del mundo editorial. Pero te repito: nosotros no estamos trabajando para una élite sino para todos, el problema es que todos somos muy pocos. La editorial no puede hacerse responsable de eso. Puede denunciarlo, eso sí, como en este momento.
→ El gremio de los libreros es uno de los más llorones que hay. La necesidad de leer no es autogenerada como la necesidad de vestir o de comer. La gente no tiene por qué leer…Entonces la inversión colectiva para sostener la necesidad de la lectura es muy alta. Y si no se sostiene, la necesidad de leer cae. Esa es la razón de que los editores siempre estén en crisis.
¿Lo denuncia con sus libros?
Claro, nuestros libros también denuncian eso porque confrontan muchos sistemas de toma de decisión con los resultados de tales sistemas. Entre ellos, el sistema académico de toma de decisiones que debería tener muchos más ciudadanos que tengan la capacidad y el deseo de acercarse a libros como los nuestros. Pero no solo nuestros. Nosotros somos apenas una gota en el océano de la producción de conocimiento. Pero somos una gota que insiste, que no deja de gotear, o que hasta ahora no ha dejado de gotear. Esperemos que pueda seguir.
Usted marca una diferencia entre las editoriales de redes, las idiomáticas y las de territorio…
Creo que las editoriales que están en la tecnología, es decir las de las ciencias, las profesionales o las técnicas, ya han perdido toda relación identitaria. Luego están las editoriales que manejan propiedad intelectual en grandes geografías del idioma y que trabajan con el entretenimiento. Finalmente están las editoriales del territorio a las cuales podríamos llamar, de un modo no programático pero sí fenomenológico, editoriales culturales. Por alguna razón las editoriales cuya acción está territorializada son las que más se implican con una propuesta fuerte de contenidos, aun cuando los contenidos no sean locales. Por ejemplo, para hablar de las más jóvenes, Sexto Piso Editores, Mar Dulce o Eterna Cadencia publican autores locales pero también traducen mucho. No son editoriales globales ni tecnológicas, son editoriales de los territorios.
¿Las llamadas independientes?
Son editoriales a las que les importa la materialidad del objeto libro —esto, claro, no es una apología. Yo creo que también hay que editar digital—. En estas editoriales hay una confianza en que las habilidades de retención relacionadas con la lectura se incrementan cuando hay un objeto bien hecho, bien cuidado, una buena tipografía, una buena traducción. Todo eso mejora la adquisición que uno hace en la lectura. Todo esto simplemente es una constatación, no es ni elogio ni demérito. Creo que estamos en un mundo suficientemente grande como para que haya gente que haga mucho dinero vendiendo las sombras de Grey, así como para todo lo demás.
Pero, como usted ha dicho, cada vez menos, ¿no?
Bueno, la gran franja de los libros que vendían entre dos mil y cuatro mil ejemplares, en este tipo de editoriales, se terminó. Esa franja de la clase media que se extendió en América Latina desde, yo diría, los años sesenta hasta fin de siglo, jugaba un rol importante en el acceso a la cultura. Ese fue un momento en que todo nuestro mundo parecía converger hacia sociedades integradas con niveles salariales, educativos —y, por supuesto, acceso a la cultura— más homogéneos. La edición jugaba un rol muy importante ahí.
Si ya se terminó, ¿qué tenemos ahora?
Lo que vemos hoy es, por un lado, el mundo de la especialización, que tiene su dinámica. Es decir libros para doscientas personas pero que se autolimitan porque su lenguaje lo comparten muy pocos. Y en el mercado general se nota una fragmentación de cuatro mil ejemplares hacia arriba y de dos mil hacia abajo. Esto muestra que se quebró la ilusión de la convergencia. Con lo cual hay, posiblemente, niveles de ingreso más altos que en épocas anteriores pero bajo una lógica de proletarización de las clases medias, que trabajan no para acceder a bienes culturales sino a bienes materiales, que centran toda la fuerza de trabajo. En ese proceso, las formas de la lectura se fueron aplastando y dando paso a formas del entretenimiento.
¿El lector de “conocimiento” es una rara avis?
Hay mucha menos población con la disposición de hacer frente durante varias horas al esfuerzo de una lectura sostenida y compleja de literatura, ensayo, etcétera. Sí la había cuando operaba la idea de que el acceso a la cultura era un motor de movilidad social, es decir cuando había una gran motivación en las franjas medias para compartir conocimientos de distintas disciplinas bajo la ilusión de que todo esto era parte de un movimiento ascendente. Todo eso se acabó. Hay poco estímulo para la curiosidad, incluso, lo cual es una de las cosas más tristes que se pueden decir sobre una sociedad. Hace 20 años teníamos pocas dudas de que si hacíamos las cosas razonablemente bien, el futuro no sería de una prosperidad infinita pero al menos sí de reproducción de la actividad que podría funcionar. Esa convicción no la tienen hoy los editores de este perfil en ninguna parte del mundo.
Sin embargo, hay más producción de conocimiento.
Claro, pero hoy las ventas medias de libros de ciencias sociales y humanas en Francia son las mismas que en 1920, es decir de trescientos a cuatrocientos ejemplares por título. Si uno ajusta a partir de la cantidad de títulos, es posible que se puedan vender más libros. Si uno ajusta por el aumento de población, por el aumento del poder adquisitivo y el aumento del promedio de años de educación de la población francesa, la cifra es mucho menor todavía de lo que fue hace un siglo.
¿Y entonces, de nuevo, qué sentido tiene una editorial como la suya?
(Sonríe) El de los libreros es uno de los gremios más llorones que hay. Hay una buena razón para eso. Y es que la necesidad de los libros no es autogenerada como la necesidad de vestido o de comida. La gente no tiene por qué leer… Entonces la inversión colectiva para sostener la necesidad de la lectura es muy alta. Si no se sostiene esa inversión, la necesidad de lectura cae. Esa es la razón de que los editores siempre estén en crisis.
Pero, para estar en crisis, usted tiene en su catálogo autores muy interesantes. ¿Cómo los consigue? ¿Algún truco profesional?
No hay mucho que esconder. Pero tampoco mucho para decir. Recuerdo algo que me dijo un gran editor español, Javier Pradera, quien llevó a Alianza Editorial a sus más altas cumbres, y un gran intelectual y una gran persona. Él decía que el editor es un vampiro… Y tiene razón. En realidad los editores de mi editorial son mis autores. Leyéndolos a ellos, hablando con ellos, consultándoles cosas, yo entiendo dónde están jugándose las cosas que importan. Luego, desde luego, yo tengo que discriminar, decidir…
¿Y eso cómo pasa?
Por cada título que uno publica deja de publicar trescientos o cuatrocientos títulos que de un modo u otro evaluó. Pero las fuentes de información son mis autores, sus bibliografías, sus lecturas, sus conversaciones, sus sugerencias. Es un sistema. Y si es que hay un mérito en el editor es el de escoger un buen sistema, es decir el que tenga sentido con su apuesta intelectual…
¿Intuición?
Mucha intuición, pero la intuición es la concreción de una serie de procesos vinculados con conocimientos adquiridos, sin que uno pueda o necesite explicar una decisión. La intuición opera sobre el conocimiento, no opera sobre la nada. (F)